En entradas anteriores hemos hablado
de reconocidos bibliófilos bajomedievales, nada menos que un rey y un jurista pre-humanístico,
respectivamente. Esta vez es el turno del británico Richard de Bury
(1287-1345). Quien fuera sucesivamente Guardián del Sello Real, Lord del Tesoro,
Obispo de Durham, Canciller de Iglaterra, además de hábil diplomático, es sin
embargo más conocido por su notable pasión libresca y por ser el autor del Filobiblion, un muy hermoso tratado sobre el amor a
los libros, lo que le ha valido ser considerado,
en palabras del filólogo Gonzalo Santoja, “el protopríncipe de los
bibliófilos”.
Richard
Aungerville, más tarde llamado De Bury,
nace en Bury St. Edmund (Suffolk, Inglaterra) en 1287. Su padre, un caballero
homónimo de Leicester, muere siendo éste aún niño, por lo que hubo de criarse
con su tío, John of Willoughby. Entre 1302-1312 Richard cursa estudios en la
Universidad de Oxford, en donde es muy posible que
coincidiera con personajes de la talla de Duns Scoto y Guillermo de Ockham. Tras su formación universitaria, Richard será
ordenado monje benedictino, entrando
inicialmente al servicio de Walter Langton -tesorero real y obispo de
Lichfield-. Más tarde figura como empleado de hacienda de un jovencísimo
Eduardo de Windsor -futuro rey Eduardo III de Inglaterra- llegando a chambelán
del Condado de Chester. Se cree que De
Bury también pudo ejercer como tutor del joven príncipe de 1323 a 1326. En
marzo de 1325, Richard acompañaría a la reina Isabel y al heredero en su viaje
a Francia, a fin de concertar un tratado con el hermano de aquélla, el vecino
rey Carlos IV le Bel,
logrando Richard como recompensa el cargo de Condestable de Burdeos (1326)
–territorio por entonces bajo soberanía del reino inglés-.
Howard Pyle. Richard de Bury como tutor del joven
Eduardo III. (1903) Delaware Art Museum.
Involucrado en la Revuelta de los Barones (1326-1327)
contra Eduardo II de Inglaterra y
el amante de éste, Hugo Despenser el joven,
De Bury tomará partido por el bando de Isabel de Francia y el de su
amante, Sir Roger Mortimer, a la postre ganador. El rey inglés será
capturado, obligado a abdicar en favor de su hijo y, finalmente, ajusticiado.
El recién entronizado Eduardo IIIdará sin
embargo un golpe de mano contra la regencia materna, confinándola a ella en el
castillo de Rising, y ajusticiando al amante. En cualquier caso el nuevo monarca
no se olvida de los servicios prestados por su antiguo tutor, y le nombra Guardián del Sello Privado y del Tesoro Reales
(1329-1333), obteniendo además múltiples
prebendas eclesiásticas.
Por orden del joven rey de
Inglaterra, en 1330 De Bury es enviado en misión diplomática a la Corte del Papa Juan XXII en
Aviñón, a fin de negociar el apoyo papal al reciente golpe de estado. Richard
no deja pasar la ocasión para conseguir una capellanía papal y la promesa de
ser candidato predilecto al siguiente obispado que quedase vacante en
Inglaterra. En esta Corte Pontificia De Bury conocerá a Petrarca, el cual
nos le describe como “un hombre de mente viva y no ignorante de las letras,
quizá demasiado inquieto por conocer los secretos del mundo que nos ha tocado
vivir”. El poeta humanista italiano le inquirirá acerca de la mítica isla de
Thule y Richard prometerá escribirle desde Inglaterra aportándole más
información -cosa que finalmente nunca llevaría a cabo- (Petrarca. Epistole
Familiari Libro III. Lettera a Tommaso Caloiro).
En 1333 regresará de nuevo a Aviñón y
a París, en donde sabemos que cultiva su gusto por adquirir manuscritos. Este
mismo año, habiendo quedado vacante la mitra de Durham, el cabildo de la
catedral monástica escoge a uno de sus monjes, Robert de Graystanes, como su
nuevo obispo, pero será por poco tiempo, ya que la
suma de los poderes Real y Papal impone a De Bury en la cátedra episcopal
(1334), regresando aquel pretendiente
monacal “con gratitud” a su clausura. El mandato episcopal de Richard de Bury
seguramente fuera bueno, aunque éste a menudo se vería obligado a ausentarse de
su diócesis: y es que además de ser Lord del Tesoro, entre 1334-1337 De
Bury también pasó a ejercer de Canciller de Inglaterra, a lo que hay que
sumar que el rey no dejaba de encomendarle nuevas misiones diplomáticas en
Francia, Escocia, Flandes y Alemania.
A buen seguro, y a medida que fuera
envejeciendo, Richard gustaría cada vez más de ejercer en su catedral y de
gozar de la compañía de “sus mejores amigos”, los libros que éste
compulsivamente coleccionaba. Como más adelante veremos, Richard de Bury
adquiere libros por medio de obsequios a su persona, de compras y de préstamos
(Philobiblion, Cap. VIII).
Las obras escritas por Richard de
Bury -de las que tenemos hasta ahora conocimiento- son sólo tres: un Liber epistolaris quondam Ricardi de Bury(N.Denholm-Young ed.., 1950), un Orationes ad Principes y, sobre todo, suPhilobiblion. Sólo a través de
las abundantes referencias en él contenidas podemos llegar a esbozar qué
autores y temáticas figuraban en su colección (Brechka, F.T., p. 308-310):
Entre sus volúmenes había, por
supuesto, versiones de la Vulgata y
de los Padres de la Iglesia -Ambrosio, Agustín, Gregorio, Jerónimo, Tertuliano
y Orígenes-, pero también había sitio para la Teología
mística de Dionisio Areopagita y la literatura esotérica
del Hermes Trimegisto.
Entre las obras jurídicas tendríamos
las Pandectas de
Justiniano, pero también tratados de gobierno, como el Policraticus de
Juan de Salisbury, o la epístola misógina De
non ducenda uxore de Valerio a Rufino.
En cuanto a los tratados científicos,
Richard poseyó la Técnica del
médico Galeno, la Geometría de
Euclides, la Historia Natural de
Plinio o la Astronomíade
Ptolomeo. Interesado por las lenguas latina, griega y hebrea, tuvo también las
gramáticas latinas de Donato, Phocas, y Prisciano. La retórica clásica estaría
representada por autores como Cicerón, Demóstenes, Isócrates y Valerio Maximo.
También figuraría un “libro de libros”: Las Noches
Áticas de Aulo Gelio, la Consolación
de la Filosofía de su apreciado Boecio –autor de referencia en su Philobiblion-
y múltiples obras líricas de autores como Lucrecio, Macrobio, Martiniano,
Sidonio, Virgilio, Séneca y Casiodoro, junto a otros títulos, como elArte Poética de
Horacio, los Epigramas de
Marcial, los Remedia Amoris de
Ovidio, etc.
Entre sus volúmenes pertenecientes a
historiadores romanos figurarían Catón, Flavio Josefo, Julio César, Tito Livio,
Salustio y seguramente La vida de los doce césares de
Suetonio. De autores griegos tendría a Homero, Partenio, Píndaro, Simónides y
Sófocles, pero también obras de los filósofos Teócrito de Siracusa, Filolao,
Platón, Pitágoras, Espeusipo, Teofrasto, Jenócrates, Zenón y por supuesto,
Aristóteles –en palabras de De Bury, el “príncipe de los filósofos”, muy
estudiado y apreciado en la Inglaterra de su tiempo-.
Como muestra del depredador modus operandi de
Richard de Bury, en la Gesta Abbatum Monasterii Sancti Alban de Thomas Washingam (p.
200-201) su autor se lamenta de que, en 1330 -y a cambio de evitar una
investigación del Rey en el monasterio- el abad Richard de Saint Albans le
regalase, al por entonces Guardián del Sello Real, cuatro libros -un Terencio,
un Virgilio, un Quintiliano y un Jerónimo contra
Rufinum-, persuadiendo asimismo al capítulo
monástico de venderle un total de 32 libros por la suma de 50 libras de plata
-más tarde, siendo ya obispo, De Bury reintegraría al monasterio algunos de
ellos-. A su muerte, y tras la subasta de su cuantiosa colección, retornarían a
Saint Albans otros cuantos libros, incluidas unas Obras de Juan de Salisbury, que llaman la atención por contener una glosa
manuscrita testimoniando su recompra por el monasterio.
A través de una carta fechada en
1335, sabemos también que Anthony Bek, deán de Lincoln y más tarde obispo de
Norwich, pide a De Bury que le fuera devuelta una copia del Liber Victorie contra Iudeos del
cartujo genovés Vittorio Porchetto de Salvatici. (Cheney, 1973, p. 325-326).
“Richard de Bury, obispo de Durham, muchos y
variados nobles libros nos dio. Su abundante número nos deleita. Han vuelto al
armarito que tenemos en la iglesia”. Miniatura y texto del Catalogue Of the Benefactors
Of St. Albans Abbey (1380). British Library.
Cotton MS Nero D VII, f. 87 r.
Su cuantiosa colección privada,
estimada en unos 1500 volúmenes, era a todas luces la más numerosa de la
Inglaterra del XIV: Tenía más libros que todo el resto de obispos ingleses
juntos y, según la Continuación de la Crónica de las maravillosas gestas del rey Eduardo
III de Adam Murimuth y Robert de Avesbury, “cinco
enormes carros no bastaban para transportarla”. Sus estancias estaban tan
llenas de manuscritos que era imposible dar un paso sin pisarlos.
Además de la compañía de sus amados
libros, Richard se supo rodear de un nutrido círculo de intelectuales, en su
mayoría eclesiásticos, que se mueven entre Oxford, Aviñón y Bolonia: Robert Holkot –su
secretario personal-, Richard Kilvington, Richard Benworth, Walter
Seagrave, John Maudit, Walter Burley,Richard Fitzralph y Thomas Bradwardine,
entre otros. Por añadidura, De Bury también mantiene su propia plantilla de
copistas, transcriptores, encuadernadores e iluminadores, preocupándose además
por promover los estudios de las artes liberales. En
el Cap, X. del Philobiblion declara
por ejemplo que la ignorancia del hebreo dificulta el estudio de la Biblia, por
lo que procurará conseguir gramáticas de griego y hebreo para sus escolares.
No tenemos evidencia de que lograra
su objetivo de crear una biblioteca colegial en Oxford (Philobiblion, Cap. XVIII), dotada además de su propio
reglamento de préstamos (Cap. XIX). Sabemos por el contrario que, un 14 de
abril de 1345, y a consecuencia de sus cuantiosos y continuos dispendios,
Richard de Bury fallece en medio de la penuria económica, y que sus libros
hubieron de ser saldados para hacer frente sus deudas, dispersándose así toda
su colección personal. En un inventario de Durham consta que, una vez
fallecido, se procedió a la solemne ruptura de la matriz de su sello personal,
siendo fabricado a continuación con los fragmentos resultantes un cáliz de
plata para el altar de San Juan Bautista (Puigarnau, A., 2000). El 21 de abril
sus restos mortales son finalmente sepultados ante el altar de Sª
María Magdalena, en el transepto de los Nueve Altares de la Catedral de Durham.
El Philobiblion o Tractatus pulcherrimus de amore librorum
La obra más reconocida de Richard de
Bury fue
concluida cuando éste ya estaba cercano a su muerte, un 14 de Mayo de 1345
(Brechka, F. T., 1983, p. 311). Su estilo literario contiene constantes
referencias a las Escrituras, a los Padres de la Iglesia y a los autores de la
Antigüedad pues, no en vano, De Bury buscaba continuamente impresionar a sus
lectores con sus conocimientos de autores griegos y romanos. Pasamos a
continuación a resaltar y comentar aquellos pasajes de su obra que nos parecen
especialmente evocadores. Las negritas y los corchetes son de nuestra cosecha,
amén de las miniaturas medievales ajenas al texto original y que hemos
seleccionado para ilustrar el discurso.
De
Bury da comienzo a su obra ensalzando los libros como objetos depositarios de
toda sabiduría (Cap. I) y asegurando que se han de preferir por encima de
cualquier otro placentero bien (Cap. II):
Cap. I. Alabanza de
la sabiduría y de los libros en los cuales ésta reside.
[…] “En
los libros veo a los muertos como si fuesen vivos; en los libros preveo el porvenir; en los libros
se reglamentan las cosas de la guerra y surgen los derechos de la paz. Todo se
corrompe y destruye con el tiempo[…] toda la gloria del mundo se desvanecería en el
olvido si, como remedio, no hubiese dado Dios a los mortales el libro” […].
[Comentario: El inicio de este
párrafo tiene como posible antecedente la máxima de las Filípicas [10,
V] de Cicerón: “pues la vida de los muertos persiste en la memoria de los vivos”, y parece anunciarnos, a su vez, aquellos
conocidos versos del soneto que más tarde escribiría Quevedo:
“Retirado en la paz de estos
desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos”]
[…] “El
privilegio de reyes y papas de ser conocidos por la posteridad se lo deben a
los libros […] los
libros son los maestros que nos instruyen sin brutalidad, sin gritos ni cólera,
sin remuneración”.
[Comentario: Como afirmaría después Alfonso el Magnánimo -otro
rey igualmente bibliófilo-: «Los libros son, entre mis
consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les
impiden decirme lo que debo hacer».]
Cap. II. De cómo
los libros deben ser preferidos a las riquezas y a los placeres.
“Las riquezas, de
cualquier especie que sean, están por debajo de los libros, incluso la clase de
riqueza más estimable: la constituida por los amigos, como lo confirma Boecio en su II libro de “De Consolatione” […] “Una biblioteca repleta de sabiduría es más
preciada que todas las riquezas, y nada, por muy apetecible que sea, puede
comparársele” […].
Inicial historiada con Boecio instruyendo a sus
estudiantes.
De consolatione philosophae MS Hunter 374 (V.1.11), Glasgow University Library. folio 4r (Italia, 1385)
De consolatione philosophae MS Hunter 374 (V.1.11), Glasgow University Library. folio 4r (Italia, 1385)
[Comentario: El cónsul romano y magister officiorum Boecio
fue encarcelado, condenado sin ser escuchado, y ejecutado por orden del rey
Teodorico el ostrogodo. Durante su confinamiento éste pudo reflexionar acerca
de la volubilidad del favor del los príncipes y de la inconstante devoción de
los amigos, dando como fruto su obra filosófica más conocida.]
Cap. III. De cómo
los libros deben ser comprados siempre, exceptuando dos casos.
[…] “No
hay que reparar en sacrificios para comprar un libro si se nos ofrece una
coyuntura favorable” […]
[Comentario:
Si no, como nos dice Aulo Gelio a través de Richard de Bury, podría sucedernos
como al rey romano Tarquinio el Soberbio, que por escatimar en adquisiciones
vio desaparecer pasto de las llamas buena parte de los libros sibilinos.]
En
los capítulos siguientes De Bury critica el descuido y maltrato que
subordinados y clérigos le dispensan a los libros (Cap. IV, V, VI y XVII) y las
enormes pérdidas y destrucciones causadas por guerras e incendios (Cap. VII).
Cap. V. De cómo los
buenos religiosos escriben libros y de cómo los malos se ejercitan en otros
menesteres.
Detalle de inicial historiada: Un
monje bodeguero cata vino de barril con una escudilla, mientras con la otra mano
llena su jarra. Li Livres dou Santé. Aldobrandino of Siena. Francia, siglo
XIII. British Library, Sloane 2435, f. 44v. 002562
“Los religiosos que
profesaban a los libros una excepcional veneración y un gran aprecio […] entre las horas canónicas aprovechaban el tiempo
dedicado al reposo del cuerpo para componer los manuscritos” […]. “El libre Baco es mirado ahora
con consideración, y a todas horas se trasiega en su honor, mientras que los
códices son despreciados […] viendo al dios libre de los bebedores preferido a
los libros de los antecesores, se
entregan preferentemente a vaciar los cálices en vez de dedicarse a copiar
manuscritos”.
Cap. VI. En el que
el autor alaba a los antiguos religiosos mendicantes y reprende a los modernos.
[…] “Arrepentíos,
los pobres de Cristo, y buscad los libros, leedlos con avidez, porque sin ellos
no podréis impregnaros del espíritu del evangelio de la paz[…]. “Y
verdaderamente el clérigo que ignora el arte de escribir produce
el efecto de estar manco o vergonzosamente mutilado […] quien
no sabe escribir no debe atribuirse el derecho de predicar la penitencia” […]
Quiera Dios que os arrepintáis de mendigar, pues es seguro que entonces os
consagraréis con más placer al estudio”.
A
continuación, en el crucial Cap. VIII Richard de Bury nos explica cómo ha ido
engrosando su cuantiosa biblioteca: con los volúmenes que monjes y patrocinados
le regalaban a cambio de su apoyo, mediante compras efectuadas a libreros
ingleses y europeos en el transcurso de sus viajes y, finalmente, con las
copias manuscritas de los propios amanuenses a su servicio. En su impulso
bibliómano De Bury no dudaba en emplear a sus monjes de confianza como agentes
a la caza y captura de manuscritos a lo largo y ancho de Inglaterra y del
continente europeo, con especial mención a la orden dominica.
Cap. VIII. De las
muchas oportunidades que por doquier se presentaron al autor para adquirir
libros.
[…] “Cerca
del rey, que nos cuenta entre sus servidores, obtuvimos un amplísimo permiso
para visitar a nuestro gusto y por doquier las bibliotecas públicas y privadas,
bien de los seglares o bien de los clérigos, y asimismo se nos concedió la
facultad de cazar en los bosques más abundantes. Mientras desempeñábamos las
funciones de Canciller y Tesorero en la Corte del ilustre e invicto Eduardo III […] fuimos autorizados por la bondad real a investigar
con toda libertad en los rincones más apartados de las bibliotecas”.
“La noticia de
nuestra afición a los libros, sobre todo a los antiguos, cundió rápidamente, y
se difundió que nuestro favor se ganaba más fácilmente por medio de manuscritos
que por medio del dinero […]. En
vez de presentes y dones suntuosos, se nos ofrecieron abundantes cuadernillos
sucios, manuscritos decrépitos y cosas semejantes, que eran, tanto para
nuestros ojos como para nuestro corazón, el más precioso de los regalos.”
“Ante nosotros se
abrieron las bibliotecas de los más renombrados monasterios, los cofres se
pusieron a nuestra disposición y cestos enteros de libros se vaciaron a
nuestros pies; […] los
textos antaño más bellos se encontraban inánimes en un miserable estado,
cubiertos de deyecciones de ratas y semidestrozados por los gusanos […]. A
pesar de ello, encontramos en ellos el objeto y consuelo de nuestro amor y
gozamos en este tiempo tan deseado” […]
“Y aunque, gracias
a las múltiples comunicaciones de todos los religiosos, en general hayamos
obtenido copias de varias obras antiguas y modernas, queremos hacer especial
elogio de los hermanos predicadores por su mérito en este respecto, pues los
hemos encontrado más dispuestos que los otros a la comunicación, sin jamás
rehusarnos lo que poseían […].“Hemos podido, distribuyendo dinero, ponernos en contacto con
libreros y anticuarios no sólo de nuestra patria, sino de Francia, Alemania e
Italia” […].
Como
se verá, De Bury recuerda a los clérigos su especial necesidad formativa basada
en los libros (Cap. XIV), por lo que la copia y preservación de los mismos
(Cap. XVI) ha de ser la tarea más digna que les ocupe. Los libros son
extremadamente útiles (Cap. XV) y equiparables a objetos sagrados, por lo que
han de ser tratados de la forma más respetuosa. En otras secciones el autor
afirmará su preferencia por los escritos de los antiguos, pero sin desdeñar
nunca los textos modernos (Cap. XVI).
Cap. XIV. De
aquéllos que deben a los libros un amor especialísimo.
[…] “Boecio
muestra la imposibilidad del buen gobierno sin libros […] toda
la raza de clérigos tonsurados están obligados a venerar los libros hasta el
fin de su vida”.
Cap. XV. De los
múltiples resultados de la ciencia contenida en los libros.
[…] “Una
persona no estimará al mismo tiempo la moneda y los libros: tus discípulos, Epicuro, persiguen los libros.
Los financieros rehúsan la compañía de los bibliófilos, porque no pueden
convivir juntos: nadie puede servir a la vez a Mammón y a los libros” […]. “Los libros nos encuentran
cuando la prosperidad nos sonríe, y nos consuelan cuando nos amenaza una mala
racha; dan fuerza a las convicciones humanas y sin ellos no se pronuncian los
juicios más graves” […]. “Séneca, en su Epístola LXXXIV
[…] nos enseña que la ociosidad sin libros es la muerte y sepultura del hombre
vivo. Por ello concluiremos afirmando que los libros y las letras constituyen
el nervio de la vida” […].
“Si nos encontramos encadenados
en una prisión, privados completamente de libertad, nos servimos de los libros
como embajadores cerca de nuestros amigos “[…].
“Por los libros nos acordamos del pasado, profetizamos hasta cierto
punto el porvenir y fijamos, por el hecho de la escritura, las cosas presentes
que circulan y desaparecen” […].
Cap. XVI. De los
libros nuevos que es preciso producir y de los antiguos que es preciso
reproducir.
[…] “Como no es menos cierto que
todo lo temporal, y lo que a lo temporal sirve y es útil, sufre y se
deteriora por el paso del tiempo, es necesario renovar los viejos ejemplares, a
fin de que la perpetuidad, que repugna a la naturaleza humana individual, pueda
ser concedida a la especie. Sobre este particular se expresa claramente el
Eclesiastés XII, 12: “El trabajo de multiplicar libros jamás toca a su fin”.
Pues como el libro experimenta una continua alteración por las mil combinadas
mezclas que entran en su composición, obvio es decir que el remedio que a esto
pueden oponer los clérigos prudentes es el copiarlos y reconstruirlos, gracias
a lo cual un libro precioso, habiendo pagado sus deudas a la Naturaleza, gana
un heredero que le sustituye, y es la semilla del sagrado muerto, del que nos
habla el Eclesiastés XXX, 4: “El padre ha muerto, pero no lo parece,
porque ha dejado tras de sí un ser semejante a él”. Los transcriptores de
libros antiguos son en verdad, propagadores de los recién nacidos” […].
Cap. XVII. De cómo
los libros deben ser tratados con exquisito cuidado.
“No solamente
cumplimos un deber para con Dios preparando nuevos volúmenes, sino que
obedecemos a la obligación de un santo espíritu de piedad, cuando los tratamos
con delicadeza o cuando, colocándolos en sus sitios correspondientes, los
conservamos perfectamente, a fin de que se regocijen de su pureza, tanto si se
hallan en nuestras manos, y por tanto a cubierto de todo temor, como cuando se
hallan colocados en sus estantes”[…].
”Juzgamos preciso instruir a los
estudiantes sobre las negligencias fácilmente evitables y que tanto
daño hacen a los libros: En
primer lugar, ha de observarse gran cuidado al abrir y cerrar el volumen, a fin
de que, al concluir la lectura, no los rompan por su desconsiderada
precipitación; tampoco han de abandonarlos sin abrocharlos debidamente, pues un libro es bien merecedor de más cuidado que
un zapato […].
“Puede que veáis a
un joven insensato que pierda su tiempo haciendo que estudia, y es posible que,
transido de frío y con la nariz moqueando, no se digne limpiarla con su pañuelo
para impedir que el libro que está debajo de ella se manche. ¡Pluguiera a Dios
que, en lugar de manuscrito, tuviera debajo un mandil zapatero! Cuando se cansa
de estudiar, para acordarse de la página en que quedó, la dobla sin ningún
cuidado. O se le ocurre también señalar con su sucia uña un pasaje que le
divirtió. O llena el libro de pajas para recordar los capítulos interesantes.
Estas pajas que el libro no puede digerir y que nadie se ocupa de retirar, van
rompiendo las junturas del libro y acaban por pudrirse dentro del volumen.
Tampoco les parece vergonzoso el comer o beber encima del libro abierto y, no teniendo a mano ningún mendigo, dejan los restos de su comida en las páginas del
códice. El estudiante […] riega
con su salivilla el libro abierto en sus rodillas ¡Y qué más queréis! ¡Qué más
puede hacer la negligencia estúpida en perjuicio del libro!” […].
Lección de filosofía a alumnos tonsurados en París.
Grandes Chroniques de France. Bibliothèque Municipale de Castres. Fines del
XIV.
“Pero cuando cesa
la lluvia y las flores aparecen sobre la tierra anunciando la primavera, nuestro estudiante de marras, más menospreciador
que observador de los libros,
llena un volumen de violetas, rosas y hojas verdes; utiliza sus manos sudorosas
y húmedas para pasar las páginas; toca con sus guantes sucios el blanco
pergamino y recorre las líneas con un dedo índice recubierto de viejo cuero” […].
“Hay también
ciertas gentecillas despreocupadas a quienes se les debería prohibir
expresamente el manejo de los libros ya que, apenas han aprendido a hacer
letras de adorno, comienzan a glosar los magníficos volúmenes que caen en sus
manos; alrededor de sus márgenes se ve a un monstruo alfabetoy mil frivolidades que han acudido a su imaginación y que su
cínico pincel tiene la avilantez de reproducir […] y
así, muy frecuentemente los más hermosos manuscritos pierden su valor y
utilidad”.
“Hay igualmente
ciertos ladrones que mutilan desconsideradamente los libros y, para escribir sus cartas, recortan los márgenes
de las hojas, no dejando más que el texto, o bien arrancan las hojas finales
del libro para su uso o abuso particulares: este género de sacrilegio debería estar prohibido
bajo pena de anatema. En fin, conviene al decoro de los estudiantes el lavarse
las manos cuantas veces salgan del refectorio, al objeto de que sus dedos
grasientos no puedan ensuciar, ni los broches del libro, ni las hojas que se
vean obligados a pasar” […]
“Finalmente, los
laicos que miran con indiferencia un libro vuelto del revés, como si ésta fuera
su posición natural, son indignos de tratar con los libros”[…].
“Cada vez que se note un defecto
en un libro, es preciso remediarlo con
presteza, pues nada es más propenso a adquirir mayores proporciones que un
desgarro, y una rotura que se abandone por negligencia, más tarde no se puede
reparar sin hacer considerables gastos” […].
La tardía -pero
provechosa- llegada del “Filobiblion” al mundo editorial hispano
En lo que respecta a las primeras ediciones
incunables del Philobiblion, hemos de comentar que la editio princeps fue llevada a cabo en Colonia (Alemania) por G.
Gops de Euskrychen (1473). Le siguen a la zaga la editada en Espira, por Johan y Konrad.
Hüst (1483) y la de París, [Impressit
apud Parrhisios Gaspar Philippus pro Ioanne Paruo, bibliopola parrhisiensi], ya
de 1500.
Por otra parte, para ver la primera
traducción impresa en España, habremos de esperar a la versión catalana de Josep
Pin i Soler (Barcelona, 1916). La 1ª traducción al castellano será
efectuada más tarde por el escolapio Tomás Viñas de San Luis, en una edición limitada de 600
ejemplares de la Librería de los Bibliófilos Españoles (Madrid,
1927) que contaba además con las bellas ilustraciones de Josep Triadó i Mayol
Ilustración de Josep Triadó i Mayol para Bury,
Ricardo de, El Philobiblion, muy hermoso tratado sobre el amor a los libros.
Traducido directamente del latín por el P. Tomás Viñas San Luis. Madrid,
Librería de los Bibliófilos Españoles, 1927. p. 89.
Hasta aquí nuestro discurso sobre De
Bury y su Philobiblion. No dejamos de recomendar su lectura completa, ya
que el tratado, además de ameno, es una delicia. Por nuestra parte, hemos
partido de la edición conmemorativa del Día del Libro 2001, hecha en Salamanca por
encargo de la Junta de Castilla y León, con prólogo de Gonzalo Santonja, y
basada a su vez en el texto fijado por Federico Sainz de Robles Rodríguez en
1946 (red. : Madrid, Espasa Calpe. 1969). Si se desea, se puede consultar una
edición en línea del Filobiblion (El taller de Libros, La
Coruña, 2007), en una traducción muy semejante a la que nosotros
hemos manejado.
Manuel
Pérez Rodríguez-Aragón
Biblioteca
Digital Hispánica
También publicado en sendas partes I, II) en el Blog
de la BNE
Bibliografía
BOITANI, Piero. “Petrarch and the barbari Britanni”. Proceedings of
the British Academy, 146, 9-25. The
British Academy, 2007.
BRECHKA, Frank T. “Richard de Bury: The Books He
Cherished” en Libri, vol. 33 , nº 4, 1983, pp. 302-315.
BURY, Richard de. Filobiblión: muy hermoso tratado sobre el amor a
los libros; [traducción directa del latín,
Federico Carlos Sainz de Robles Rodríguez], [Salamanca]: Consejería de
Educación y Cultura, Junta de Castilla y León, 2001.
CHENEY, Christopher R. “Notes and documents:
Richard de Bury, borrower of books”, Speculum, vol. 48, nº
2 (Apr., 1973), pp. 325-328.
COURTENAY, W. J. “Bury , Richard (1287–1345)“, Oxford
Dictionary of National Biography, Oxford University Press, 2004
KITCHIN, George W. Monument to Richard of Bury, Bishop of Durham
(A.D. 1333-1345). Leicester: Co-operative printing society, ltd.
1903.
GALIMARD, Bertrand. Le philobiblion: Le premier
traité de l’amour des livres. Podcast en francés de la emisión de radio [11 de
abril 2006] del Canal Académie: Les Académies et l`Institut Frances
sur Internet.
PUIGARNAU, Alfons. “Muerte e iconoclastia en la
Cataluña medieval”, enMilenio: Miedo y Religión. IV
Simposio Internacional de la SECR, Sociedad Española de Ciencias de las
Religiones. Universidad de La Laguna, Tenerife, 3 al 6 de febrero de
2000.
QUINEY, Aitor. Josep Triadó i Mayol: un ilustrador de libros de la época
modernista.
Barcelona, Biblioteca de Catalunya, marzo 2010, pp. 12-39.
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