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domingo, 28 de abril de 2013

Suazilandia no queda tan lejos….



 

El rápido camino hacia Suazilandia / Por Marcelo A. Moreno

Suazilandia es quizá uno los países africanos más pobres. Casi el 70% de sus 1,2 millones de habitantes vive con menos de un dólar por día. De tantas desgracias, dos se destacan: es la nación del continente con mayor número de infectados de sida -cerca del 40%-, por lo cual la expectativa de vida no llega a los 50 años, y también el que padece la última monarquía absoluta.

Mswati III es el dueño de este reino que en nada se parece al de los cielos. Pero cuando cumplió hace pocos días 45 años, alcanzó el cielo con las manos al recibir treinta y dos BMW de regalo. El monarca está acostumbrado a los obsequios importantes: al cumplir 44, un amigo que prefirió el anonimato, le regaló un jet DC-9 que cuesta apenas unos 50 millones de dólares.

Este gobernante a quien le gusta portar lanza y usar taparrabos de piel de leopardo es hijo de Sobhuza II, que proclamó la independencia del país en 1968 y celebró elecciones algo restringidas en 1972. 

Como la oposición ganó tres puestos en unas Cámaras Legislativas cuya agobiante mayoría era de su partido, en 1972 abolió la Constitución, disolvió el Parlamento y prohibió los partidos políticos. Durante la transición entre padre e hijo en el trono algunas instituciones levantaron cabeza, por lo cual después de unas elecciones que no le cayeron del todo bien, el sucesor Mswati II ilegalizó las formaciones políticas en 2003, pudiendo ser electos sólo los súbditos a título personal.
Ahora las cosas andan en Suazilandia casi al paladar real. El monarca nombra a los parlamentarios - cuya función no es la de legislar-, lo mismo que a los jueces del Tribunal Supremo y del Tribunal de Apelaciones. Las agrupaciones políticas han sido nuevamente legalizadas pero, ¡ay!, ninguna pudo participar en las elecciones del 2003 debido a un decreto real de último momento. Sin embargo, no todas son buenas noticias para la realeza: pertinaces, florecen cada vez más partidos clandestinos en el reino.

Para gratificarse frente a estos sinsabores, Mswati II se casa una vez al año (tiene ya 14 esposas) luego de una solemne ceremonia en la cual miles y miles de vírgenes menores de 18 años desfilan pecho al aire ante él y su madre (entre ellos de Edipo no hablan). Luego de sopesarlas con el debido tacto, el rey y su mamá eligen a la afortunada nueva integrante del harén.
El grotesco de Suazilandia puede producir a un mismo tiempo horror y sonrisas. Los habitantes del país están entrenados en la desesperación y su déspota resulta mucho más monstruoso que ridículo.

Es muy difícil llegar a ser una nación como Alemania -según deseó, hace mucho tiempo, en un reportaje, la doctora de Kirchner-, como Noruega, como Dinamarca, como Nueva Zelanda o como Suiza, entre otras, en que las instituciones funcionan como relojes. Es más fácil, mucho más fácil, parecerse a la Rusia de Putin, a la Cuba de la dinastía Castro, a la Siria de la familia Al Asad o la Corea del Norte de los Kim, donde todo lo dicta una voluntad única.

Para integrar el primer grupo de naciones se requiere un arduo, insistente y delicado trabajo republicano, buscar equilibrios que terminen con las formas del atropello, venerar la ley con religiosidad, frenar arbitrariedades y personalismos, proteger a las minorías. En resumidas cuentas, que los ciudadanos gocen de sólidos derechos contra la tentación a la prepotencia que tienden a ejercer los Estados.

Para entrar en el segundo grupo, el camino, como todos los que descienden, es fácil. Y vertiginosamente rápido.

Para empezar, es necesario eliminar los organismos de autorregulación y autocontrol del Estado, haciendo que todas sus dependencias cumplan escrupulosamente las órdenes del poder central. Luego, perseguir y acorralar a la prensa indócil. Después, utilizar los medios de supervisión del Estado sobre las empresas y sindicatos autónomos para presionarlos y así someterlos a los deseos gubernamentales. Luego, reformar el Poder Judicial de tal manera que aprenda a obedecer puntualmente los anhelos de ese poder. Finalmente, reformar la Constitución y diseñarla al propio gusto para lograr que el hábito del poder devenga en caprichosa costumbre hereditaria.

Los recursos económicos para instalar este modelo no constituyen un secreto: se trata de saquear a manos llenas, sin falsos pudores, las arcas del país.
Así, lo que no logre la fuerza, lo podrán obtener los recursos de los desfalcos, el clientelismo o la demagogia. En resumidas cuentas, en esos países, los habitantes -ya no ciudadanos- carecen de derechos y quedan a la intemperie frente al poder.

De las desdichas ajenas no conviene ni resulta decente reírse. Entre otras cosas, porque Suazilandia no queda tan lejos.