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miércoles, 23 de noviembre de 2016

“Un gran libro es aquel que tiene la capacidad de ser contemporáneo de cada presente” / Roger Chartier


En esta entrevista, el historiador francés Roger Chartier, que llega a Buenos Aires invitado para participar en la exposición "1616. Shakespeare/Cervantes", da su propuesta para entender qué es un gran libro.
"¿Por qué se lee a Cervantes? ¿Por qué se representa a Shakespeare hoy? Porque en los campos culturales el pasado es una forma siempre presente", dice Chartier
Roger Chartier se encontró con una sorpresa en el lobby del hotel de Retiro donde se aloja: dos ejemplares de su nuevo libro, publicado por Katz. La mano del autor y el espíritu del impresor (¿no sería más esperable leer "el espíritu del autor y la mano del impresor"?) alude a varias de las preocupaciones centrales de su obra, como investigar los cambios en la industria del libro desde el siglo XVI hasta el presente, contextualizar las novedades tecnológicas y situar las tradiciones estéticas de la cultura escrita.
 Hay libros que mueren con su propio tiempo y otros que tienen la capacidad de esta interpretación y de estar siempre vigentes, aunque provengan de un pasado muy remoto
Pocos intelectuales contemporáneos pueden discurrir con tanta elocuencia sobre Shakespeare y Baltasar Gracián, Richard Hoggart y Pierre Bourdieu, Jorge Luis Borges y José Eduardo Agualusa para acompañar con ejemplos concretos sus conceptos sobre historia intelectual, el sentido de las interpretaciones, el mundo de la edición e, incluso, lo "intraducible" como un arcano de la cultura.
Este historiador nacido en Lyon, en 1945, profesor en el Collège de France, la École des Hautes Études en Sciences Sociales y la Universidad de Pensilvania en Filadelfia, y autor de importantes libros como La historia o la lectura del tiempo y Cardenio entre Cervantes y Shakespeare, llegó a Buenos Aires invitado por la Universidad Nacional de San Martín y la Biblioteca Nacional. Hoy a las 16, en el marco de la exposición 1616. Shakespeare/Cervantes, Chartier brindará una conferencia gratuita: "Shakespeare y Cervantes, encuentros textuales, encuentros soñados" y el lunes a las 19, también en el Auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, "Geografía cervantina. Obras, libros, mapas". En ambas actividades, la entrada es libre y gratuita.
—Como usted sabe, esta entrevista será leída por los integrantes de una red social creada recientemente en la Argentina, llamada Grandes Libros. ¿A qué considera usted un gran libro?
—Como soy historiador, considero un gran libro un libro en formato infolio, es decir que son grandes libros, de gran tamaño. Es importante esta broma porque, finalmente, ¿qué es un libro? Un libro es un discurso, pensamos que el libro de Gabriel García Márquez o el de Umberto Eco es una obra incluso en las pantallas de una tableta, pero en nuestra tradición un libro es un objeto material que se diferencia de otros objetos de la cultura escrita, como una revista, un diario, una carta, un archivo, un documento, un formulario. Siempre existió esta relación indestructible entre el libro como objeto y el libro como obra. En el Siglo de Oro español se usaba para el libro la metáfora del alma y el cuerpo: el cuerpo era la forma material, la encuadernación; el alma, un alma en una adecuada disposición, era el discurso. En el tiempo de la Ilustración, el libro como objeto pertenece a la persona que lo ha comprado, y el libro como discurso pertenece a la persona que lo ha escrito.
Esa distinción se hizo para fundamentar el concepto de propiedad intelectual, porque esta propiedad sobre el discurso era más fuerte que la propiedad sobre el objeto, que decía que no se podía copiar. Era un derecho supremo la propiedad intelectual del autor. Entonces estamos ante la respuesta: si se piensa en la materialidad del libro, un gran libro es un libro en formato infolio, y eso era así porque en los siglos XVI y XVII se publicaban grandes obras, la Biblia, el Antiguo Testamento, los clásicos de la Antigüedad, las obras canónicas de un repertorio poético o dramático. Shakespeare adquirió esta dimensión cuando en 1623 se publicaron, quince años después de su muerte, treinta y seis obras teatrales en ese formato. De esa edición han sobrevivido más de 230 ejemplares.
—¿Y en la actualidad?
—Un gran libro sería el texto, los discursos, los discursos como libros o los libros como discursos, que han atravesado los tiempos y los espacios. Y que tienen esta capacidad de ser reinterpretados, de ser releídos, de ser contemporáneos de cada presente, en los cuales se leen y se representan. Cervantes, Shakespeare. La idea delicada de que dentro de este texto hay potencialidades, virtualidades que permiten esta reinterpretación independientemente del momento, del lugar de la producción del texto. ¿Por qué se lee a Cervantes? ¿Por qué se representa a Shakespeare hoy? Porque en los campos culturales el pasado es una forma siempre presente. Pero no todo el pasado. Hay libros que mueren con su propio tiempo y otros que tienen la capacidad de esta interpretación y de estar siempre vigentes, aunque provengan de un pasado muy remoto. Es porque hay una dialéctica entre las potencialidades de la obra, que no son necesariamente actuadas y movilizadas en cada momento histórico pero sí existen de una manera latente en la obra, y los deseos, las expectativas y necesidades de varios públicos en varios momentos en varios lugares. Ésa es la razón por la cual es más difícil hoy en día definir cuáles son los grandes libros del presente. Podemos detectar en los libros de hoy cómo en una obra convive pluralidad de potencialidades y pensar que en el porvenir se van a encontrar estas potencialidades, contextos, usos, interpretaciones.
—¿Cómo se decide en la actualidad cuáles son los libros que merecen ser leídos?
—Desde siempre existe una tensión entre los profesionales que definen los repertorios canónicos. La crítica literaria, la universidad, los medios han desempeñando un papel. Y luego se han discutido las intervenciones de estas instancias canónicas en la producción de un fenómeno sociológico: lenguas dominantes y lenguas subalternas, hombres y mujeres, adultos y niños. Debemos pensar la dimensión sociológica de la construcción de ese repertorio, pero me parece importante discernir por qué Shakespeare o Cervantes han atravesado los tiempos y son hoy contemporáneos. Si se piensa en Don Quijote leído en el siglo XIX, la idea de un Quijote luchando por un mundo mejor, ésa fue la razón por la que muchas revistas anarquistas o socialistas han hecho una apropiación política que duró hasta la Guerra Civil Española. Antes no se la había imaginado pero era posible, el hombre que quiere la justicia, que quiere un mundo perdido pero al que ve en su fantasía y existe todavía. Francisco Rico, especialista en la obra de Cervantes y refugiado político durante el franquismo, recordaba cómo la novela de Cervantes era el libro que acompañó su compromiso político anarquista, por la idea de establecer un mundo mejor del héroe. Hoy se ve una tensión entre la crítica literaria, que puede ayudar a definir este repertorio de los grandes libros, y la incidencia de lo que hacen los lectores.
—¿Un gran libro modifica el modo de leer?
—Sí, siempre hay una pluralidad de las modalidades de lectura. No podemos encerrar la lectura del pasado en un único modelo, que sea la lectura escolar la lectura culta o letrada, la lectura de los "grandes libros". Hay una variedad infinita de prácticas de lectura, desde el Renacimiento hasta hoy. Y hay una lectura del pasado que hemos perdido, porque había lecturas en el pasado que eran múltiples. Hoy el mismo lector puede leer varios textos durante el correr del día. Lo que tal vez hoy es original es que la lectura presenta posibilidades y prohibiciones nuevas.
—¿Por ejemplo?
—Pienso particularmente en la idea de la percepción de las obras como obras. Cuando se lee frente a la pantalla, se leen siempre fragmentos. Si estamos leyendo libros impresos, podemos leer un capítulo, un párrafo, pero la gran diferencia es que tenemos un libro ante nosotros. La forma material del libro impreso impone la percepción de la totalidad de la obra, de la cual el fragmento leído es sólo una parte. De esta manera hay una percepción de la obra en su totalidad que está vinculada con la materialidad, una contextualización del fragmento en un momento de la narración. La lectura digital tiene el efecto de descontextualizar los fragmentos porque no hay una materialidad que da a ver la totalidad de la obra, y porque muchos de los lectores no tienen la necesidad de ubicar este fragmento dentro de la totalidad virtual. Es un poco como el modelo de los bancos de datos. Nadie debe ver todos los datos del banco de datos para utilizar sólo uno. De esta manera se podría decir que nadie siente la necesidad de percibir la totalidad de la obra para extraer un párrafo. Y si se piensa que se leen de esta manera obras del pasado que fueron compuestas con una lógica totalmente diferente, hay un eslabón perdido de la comprensión de la obra como tal. Podemos pensar si el porvenir de la cultura escrita será un porvenir en el cual las unidades textuales estarán separadas, disociadas. Entonces, la palabra fragmento perdería su sentido. La idea de unidad textuales autónomas, independientes, ya no son fragmentos. De ahí la tensión: esta lectura fragmentada puede abrir a un nuevo mundo textual, pero puede renunciar al sentido tradicional del mundo textual heredado.
—¿Eso afecta la industria editorial?
—Ese es otro problema muy complejo, porque por otro lado parece que el libro en papel resiste. En Europa el libro electrónico representa apenas entre el 3 y el 5% de lo publicado; en Inglaterra, el 12% y en Estados Unidos, el 20% pero con un retroceso del 10% en los dos últimos años. Entonces, el mercado del libro impreso parece no tener problemas. El problema es que si bien el libro resiste, las instituciones de la cultura impresa no resisten tan bien. Vemos lo que pasa con los diarios en la Argentina, en Estados Unidos, muchos diarios han abandonado la edición impresa o solamente publican un número de fin de semana. No resisten tan bien las librerías en Europa, hay una crisis profunda. Cierran por la competencia con Amazon, y las bibliotecas han tenido la tentación de sustituir a sus colecciones impresas por colecciones digitales. Entonces nos encontramos en una situación paradójica en la cual hay una fuerte resistencia del libro impreso, y una serie de crisis y dificultades para tres instituciones de la cultura impresa: la prensa, la biblioteca, las librerías. Esta realidad define un diagnóstico menos cierto respecto de la sobrevivencia para siempre del libro impreso. En segundo lugar, lo que nos falta son estudios sobre las generaciones, porque aquí pensamos en la resistencia del libro impreso de lectores que han llegado al mundo digital con costumbres, prácticas y herencias que eran de la cultura impresa. Y no es el caso evidentemente de los nativos digitales, que entran tal vez en el mundo de la cultura impresa a partir de una práctica cotidiana universal del mundo digital. Este mundo digital se ha difundido, no para todo el mundo sino para quienes tienen recursos; para ellos se ha transformado en una ecología digital en el sentido en que acompaña cada momento de la vida. Hoy en día estamos frente a una digitalización del mundo social, que no existía de la misma manera quince años atrás. Digitalización de las relaciones con las instituciones, digitalización de las relaciones de mercado, digitalización aún más fundamental de las relaciones entre los individuos y consecuentemente la transformación de los conceptos mismos que definen estas relaciones de los individuos. Amistad, identidad, privacidad, espacio público. Para los que nacen en este mundo, el libro impreso que todavía resiste en un 95% en el mundo del libro no es un objeto inmediato de la ecología textual iconográfica sonora en la cual nacen. Los historiadores fueron los peores profetas del futuro, pero evidentemente no podemos sostener la idea de que el libro nunca va a morir.
Fuente: http://www.infobae.com/grandes-libros/2016/11/19/un-gran-libro-es-aquel-que-tiene-la-capacidad-de-ser-contemporaneo-de-cada-presente/

viernes, 21 de enero de 2011

Pantallas y libros, en el mismo mundo (Entrevista a Roger Chartier)

El prestigioso historiador francés destaca la importancia de la escuela como herramienta clave para lograr una relación armónica entre la tecnología digital y la cultura del libro impreso.

Cuando se trata de analizar el pasado, el presente o el futuro del libro, resulta imprescindible abrevar en el pensamiento de Roger Chartier (Lyon, 1945). De sus numerosos trabajos sobre las prácticas de escritura y de lectura en Occidente pueden citarse el ya clásico El mundo como representación (Gedisa, 1992) y otros más recientes, como Escuchar a los muertos con los ojos (Katz, 2008). A pocas semanas de haber recibido el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de San Martín, el historiador francés conversó con adncultura sobre algunos de los temas que lo apasionan: los libros, las disputas con la cultura digital y la educación.

-En su lección inaugural en el Collège de France, titulada "Escuchar a los muertos con los ojos", usted formula una pregunta elemental, básica, que me gustaría retomar aquí. La pregunta es qué es un libro.
-Hay varias definiciones que podemos tener en cuenta, como aquellas surgidas de las metáforas empleadas en el Siglo de Oro o de las distinciones conceptuales del siglo XVIII, que sostienen que el libro tiene cuerpo y alma. O que el libro, como decía Kant, es, por una parte, un opus mechanicum , un objeto material producido por una técnica, que como objeto pertenece a quien lo compra; y, por otra, un discurso, una obra dirigida a un público que, en ese sentido, pertenece a quien lo compuso.

-¿Qué sucede con el sentido de la obra? ¿Es patrimonio del autor o del lector?
-La situación es realmente compleja. Porque lo que lee el lector es un libro, pero los autores no escriben libros. Escriben obras, discursos que otros -editores, impresores, tipógrafos- transforman en libros. Esa transformación da una forma al texto que algunas veces desborda o incluso contradice las intenciones del autor. Y de lo que se apropia el lector es del texto en su forma material. Pero, por otro lado, la construcción del sentido que realiza el lector no remite sólo a sus expectativas o categorías, sino también a la experiencia de lectura que cada forma particular del texto produce. De ahí, para mí, la necesidad de vincular tres elementos en el análisis: los procedimientos de composición, las apropiaciones (tanto en una misma sociedad como a lo largo del tiempo) y la forma material de los objetos escritos e impresos.

-En varias ocasiones se ha referido usted a un proceso de "desmaterialización de la obra", que se acentúa desde hace varios siglos. ¿Cuáles serían las causas y los alcances de esta desmaterialización?
-Hay muchas razones que han borrado el efecto de la materialidad de la inscripción. En primer lugar, la definición de la propiedad literaria impulsada en el siglo XVIII, que establece que el autor es propietario de un texto, independientemente de sus formas materiales sucesivas o contemporáneas. El copyright protege la obra en su esencia inmaterial, en su dimensión de producción estética o intelectual. Y a partir de ese momento el derecho en sí mismo opera la desmaterialización de la obra. Es muy interesante el momento en que surgen las disputas por el copyright . Allí vemos el problema de defender la propiedad literaria de un autor sobre su obra en un momento en que el sueño de la Ilustración indicaba la posibilidad para todos de apropiarse de las ideas que se consideraban útiles para el progreso de la humanidad. Hay autores como Condorcet, en Francia, que rechazaban radicalmente toda idea de propiedad literaria, porque consideraban que nadie podía apropiarse de las ideas fundamentales para el proceso de la Ilustración.

-¿Cuáles serían las otras razones de la desmaterialización de la obra?
-Otra razón fundamental está vinculada con la recepción. En este sentido, es el lector mismo quien desmaterializa la obra leyéndola. Inconscientemente, crea una relación en la cual el texto pierde toda forma de especificidad particular. Es el discurso del otro con el cual el lector dialoga, en el cual penetra, o es el discurso el que penetra en él.

-Ingenuamente, el lector puede experimentar el texto como una especie de voz interior, despegada de toda materialidad. Pero también, desde un lugar para nada ingenuo, buena parte de la crítica literaria ha desestimado la materialidad del texto.
-En realidad podríamos decir que esto fue reforzado por toda la crítica literaria, tanto por la más clásica como por la que provino del estructuralismo. La crítica clásica, para la cual el texto está en el corazón o en la mente del autor, no se ocupó de la forma material, sino de la intención del autor. Pero tampoco lo hizo la crítica originada en el estructuralismo francés que, si bien en cierto modo borró al autor, ubicó el sentido en el funcionamiento lingüístico del discurso, sin dejar lugar para el efecto de la materialidad, de la forma de inscripción.
-Cuando usted publicó Las revoluciones de la cultura escrita (Gedisa, 2000; edición francesa, 1997), la de-aparición del libro como objeto parecía inminente. Sin embargo, aún son muchos los lectores que se mantienen fieles al libro de papel.
-En aquel momento había un discurso encerrado en una postura profética que vaticinaba la desaparición inmediata del libro. Algunos presentaban esto con entusiasmo y otros lo rechazaban. Me parece que ya hemos salido de ese antagonismo, en especial, gracias a la idea de que la construcción del sentido de un texto, sea por su autor, sea por su lector, no es independiente de la forma de su inscripción. Se ve que no hay equivalencia entre un texto sobre la pantalla y un texto en la forma de libro impreso. Inclusive aunque el texto pudiera ser considerado lingüísticamente el mismo, la relación con él es por completo diferente. No sólo en cuanto a la postura del cuerpo, sino que también la práctica de lectura es diferente.

-¿Cuáles son esas diferencias?
-Un elemento central, clave, de la lectura es la relación que se puede establecer en cada momento e inmediatamente entre el fragmento, la parte y la obra en su totalidad: coherencia e identidad. Tanto en el caso de la novela como en el del ensayo, se ve que el libro impreso permite esa relación con una facilidad que no se encuentra en el electrónico. En el mundo digital, el fragmento se descontextualiza de la totalidad a la cual pertenecía. Ésta es una propiedad que favorece a los textos que son fragmentos de un banco de datos, porque se supone que nadie va a leer un banco de datos en su totalidad. Pero cuando se trata de un libro que tiene una lógica narrativa, demostrativa o argumentativa, se ve que la expectativa del lector (por lo menos, del lector que entró en el mundo de la cultura escrita con los libros impresos) se mantiene fiel al objeto libro, en el cual, si bien no se está obligado a leer todas las páginas, siempre la relación entre fragmento y totalidad se hace posible.

-En esta situación, ¿tiene sentido mantener la distinción entre un cuerpo y un alma en el libro?
-Actualmente, además del libro como objeto particular, está la computadora, que conlleva todos los textos y que también sirve para lectura y escritura. Ahora, si se torna complejo mantener el libro como cuerpo, ¿qué se mantiene del libro como discurso o del libro como alma? Ésta es toda la discusión a propósito del concepto mismo de libro electrónico. ¿Cómo se puede mantener el criterio de identificación del libro como obra en el mundo digital?

-¿Se puede?
-El problema es que el mundo digital, en su origen, sostuvo la idea de texto móvil, maleable, abierto, gratuitamente distribuido. Toda una serie de conceptos que se oponen término por término a los criterios que definían el libro como discurso en el siglo XVIII, es decir, una obra que no es móvil en cuanto a su texto -aunque puede serlo en sus formas-; que no es maleable; que está impuesta por la forma de inscripción; que pertenece a un autor que tiene derechos a la vez económicos y morales sobre ella; y, finalmente, que circula mediante la actividad editorial y el mercado de la librería.

-¿Esa oposición continúa siendo vigente?
-Hay una tensión entre dos posiciones. Por un lado, la de quienes sostienen que el mundo de los textos podría ser un mundo de discursos sin propietarios, producidos de una manera polifónica y que se separan de la originalidad, remitida al pensamiento o al sentimiento de un individuo singular. Por otro, la de quienes buscan introducir en el mundo digital dispositivos que permitan mantener las categorías de singularidad, originalidad y propiedad. Es decir, que los textos sean cerrados, que el lector no pueda intervenir dentro de ellos; que el acceso no sea necesariamente gratuito sino que, como en el caso de un libro impreso, suponga un pago, y que se reconozca la obra como algo móvil, en la medida en que puede ir de una computadora a otra, pero que no esté abierta, que esté identificada como una composición que tiene una originalidad y una singularidad que remiten al nombre propio de su autor.

-¿Qué piensa de los casos cada vez más frecuentes de textos pensados y escritos para el mundo electrónico (blogs, páginas de Internet) pero que posteriormente son editados como libros en papel?
-Hay una suerte de irónica revancha de la forma clásica del libro. Porque esas prácticas de escritura que tienen su origen y su sentido en el mundo digital -con una forma breve, con una secuencia temporal, con una apertura al diálogo con el lector- hoy en día se encuentran en un formato que es contradictorio con la lógica que ha conducido a esa escritura. Esto se podría interpretar como una prueba de la fuerza que perpetúa al objeto impreso. Pero, al mismo tiempo, se puede interpretar como la fuerza de la propuesta de una nueva manera de escribir, que se inventó porque justamente estaba alejada, distanciada de los criterios clásicos de la escritura para el texto impreso. Esto refuerza la idea de que más que una sustitución radical, lo que vemos hoy son múltiples formas de coexistencia entre escritura digital e inscripción impresa. Las pantallas y los libros impresos pueden cohabitar el mismo mundo: esto es algo que experimentamos todos los días.

-¿Hay factores que pueden desestabilizar la armonía de esa convivencia?
-En primer lugar, no debemos pensar que todos tienen un acceso inmediato a la tecnología. Inclusive los países desarrollados tienen límites culturales, económicos, técnicos en cuanto a dicho acceso. Esto es algo que no se debe olvidar. Pero a esa división se agrega un problema generacional. Es fundamental la diferencia entre los que entraron en las pantallas a partir de la cultura escrita, manuscrita o impresa, y los más jóvenes que, a la inversa, algunas veces entran en el mundo de la cultura escrita a partir de una experiencia que se ha construido y que se experimenta cada día frente a la pantalla.

-Los jóvenes que son muy hábiles para leer y escribir mensajitos de texto pero que tienen dificultades para estudiar textos académicos.
-Exacto. Estamos frente a nuevas generaciones de lectores que han construido sus hábitos frente a una inscripción textual que no tiene mucho que ver con la práctica clásica del libro, del diario, etcétera. En esos casos es probable que surjan dificultades en la lectura por una inapropiada aplicación a los textos impresos de la manera de leer que se ha construido frente a la pantalla y que supone la discontinuidad, la segmentación, la fragmentación. Éste es un desafío fundamental, que debe considerar -y que ya considera- la escuela.

-¿Cuál es el papel de la escuela? ¿Formar a los niños en las nuevas tecnologías o insistir en presentarles una modalidad de lectura tradicional, que se considera en crisis?
-Ambos. Porque por un lado, es absolutamente necesario dar a todos los ciudadanos facilidades para entrar en el mundo digital que se impone a ellos cada día. Es un mundo no sólo de placer, de juegos electrónicos. Es también el mundo del formulario administrativo, el mundo que sirve para construir lo cotidiano. De esta manera, la nueva forma de analfabetismo podría ser la exclusión del mundo digital: gente capaz de leer y escribir, pero incapaz de entrar en este nuevo mundo múltiple, de negocios, de formularios, de juegos, de descubrimientos, de aprendizaje. En esta perspectiva, la escuela debe otorgar un lugar central a la presencia del mundo digital. Pero por otro lado, evidentemente, la escuela debe mantenerse como el lugar en el cual pueda aprenderse la cultura escrita en sus formas más tradicionales. Debe mostrar que hay formas de lectura diferentes de la lectura discontinua y rápida que tiene lugar frente a la pantalla; y que esas formas pueden ser provechosas precisamente porque son diferentes.

-¿Es una tarea que la escuela puede llevar adelante?
-Me parece que es una tarea enorme, difícil, la que se les pide a los maestros y maestras, pero esta relación dialógica permitiría mantener la doble comprensión necesaria para los ciudadanos de los siglos XXI o XXII. Los niños no pueden estar fuera del mundo digital, que está en todas partes. Es semejante a lo que sucede con la televisión. La escuela no puede apagarla. Lo que puede hacer es enseñar a utilizarla: a discriminar, a elegir, a criticar. De la misma manera, el ingreso en este mundo digital debe acompañarse de una relación sostenida con el pasado que es todavía un presente. Es decir, el pasado presente de la existencia de algunos textos u obras con una forma que permite -más que la digital- una comprensión y una construcción del sentido -y, por ende, del individuo- en su relación crítica con la sociedad o con los otros o con la naturaleza.

Por Gustavo Santiago -Para LA NACION




Daniel Diaz / Bibliotecario Argentino

martes, 29 de septiembre de 2009

Una genealogía de la función-autor

Una genealogía de la función-autor
Roger Chartier

EN SU CONFERENCIA famosa "¿Qué es un autor?" pronunciada frente a la Société Francaise de Philosophie en 1969, Foucault distinguía dos problemas, a menudo confundidos por los historiadores: por un lado, el análisis socio histórico del autor como individuo social y los diversos interrogantes que se vinculan a esta perspectiva (por ejemplo la condición económica de los escritores, sus orígenes sociales, sus posiciones en el mundo social o en el campo literario, etc.), y, por otro, la construcción misma de lo que llama la "función-autor" , es decir "la manera en la que un texto designa explícitamente esta figura (la del autor) que se sitúa fuera de él y que lo antecede". (...)
El texto de Borges, "Borges y yo", publicado en El Hacedor en 1960, manifiesta con una particular agudeza, la distancia que separa al autor como identidad construida del individuo como sujeto concreto, describiendo la captura, la absorción o la vampirización del ego subjetivo por el nombre de autor: "Al otro, a Borges, es a quien le ocurren cosas".
A la experiencia íntima del yo, se opone la construcción del autor por parte de las instituciones: "Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico". A los gustos secretos que definen al individuo en su irreductible singularidad, se opone la exageración teatral de las preferencias exhibidas por el autor, figura pública y ostentosa: "Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor". El "autor" como "actor": la comparación remite a la vez a la antigua etimología latina, que deriva las dos palabras -actor y autor- del verbo agere, "hacer", y a la plasmación, empezada en el siglo XVIII, del escritor como personaje público. (...)

Como lo sugiere otro texto de esta "silva de varia lección" que es El Hacedor "Everything and Nothing", el yo del creador es quizás nadie, o nada. Empieza así esta pieza dedicada a Shakespeare: "Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien". La ausencia del yo -ser nadie- se vuelve la razón misma, llanamente metafísica, de la condición de actor-autor: "A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro". Es en este esfuerzo desesperado y fracasado para conquistar una identidad singular y estable que reside la grandeza casi divina del autor: "La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie". (...)

· Texto leído en la Cátedra Extraordinaria Michel Foucault, 23 de noviembre de 1998, UAM-Iztapalapa

Fuente: http://www.elpais.com.uy/Suple/Cultural/09/09/25/cultural_443362.asp