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miércoles, 25 de mayo de 2011

El 25 de Mayo de 1810, hora a hora...


El alcalde mayor hizo una seña y los miembros de la Junta se arrodillaron frente a la mesa municipal. Los Santos Evangelios estaban abiertos en el relato de San Lucas. Cornelio Saavedra puso la palma de su mano sobre ellos. Juan José Castelli apoyo la suya sobre uno de los hombros de Saavedra y Manuel Belgrano hizo lo mismo sobre el otro. El resto copió el gesto. Eran casi las 9 de la noche del viernes 25 de Mayo de 1810 y el Sí, juro de los nueve hombres entrelazados marcaba el final de cuatro días intensos.
Cornelio Saavedra se levantó y la Junta ocupó los asientos bajo el dosel del salón central del segundo piso del Cabildo. Después el comandante fue hasta el balcón. Abajo, en la Plaza, quedaba poca gente bajo la lluvia. Saavedra les habló para pedirles que mantuvieran orden, la unión y la fraternidad, y para que se respetara la figura del ex virrey Cisneros.
Esa noche, los miembros de la Junta salieron juntos. Atravesaron la Plaza, pasaron por debajo de la Recova y los pasos firmes —que resonaron huecos en el barro— los llevaron hasta el Fuerte, desde donde iban a gobernar Buenos Aires y el resto del Virreinato hasta fines de 1810.
Aquel día, el Cabildo había estado lleno desde temprano, a las 8 de las mañana. Los asistentes habían llegado para considerar la renuncia de la Junta nombrada el 23 de mayo, encabezada por el virrey Cisneros. Habían jurado a las 3 de la tarde del 24 y seis horas después, frente a la presión de los criollos, presentaban sus renuncias.
En el salón del Cabildo, la postura del síndico procurador, Julián de Leiva, aún era inamovible: no aceptaba la renuncia de Cisneros y proponía autorizarlo a usar la fuerza para fusilar y dispersar al pueblo. Leiva se aferraba a una idea errónea: creía contar con el apoyo de Saavedra.
A esa hora, la Plaza ya estaba ocupada. Pero la mayoría de las milicias estaba en los cuarteles, esperando noticias del Cabildo. Las novedades sobre la posición de Leiva llegaron pronto. Cuando se difundieron, un grupo encabezado por Feliciano Chiclana y Domingo French —que como todos los partidarios criollos estaban reunidos en la casa de Rodríguez Peña— salió hacia el Cabildo. En el impulso, todos llegaron hasta la galería de arriba.
Fue el propio Leiva quien abrió la puerta del salón al escucharlos. "¿Qué es lo que ustedes quieren?", cuentan que dijo. "La deposición inmediata de Cisneros", le gritaron los criollos. Desde adentro pidieron que nombraran una comisión de representantes para explicar sus reclamos. Las crónicas de la época dicen que llevaban escritos los nombres para una nueva junta de gobierno. El Cabildo objetó la propuesta. Para eso se debía consultar al resto de los pueblos del Virreinato, se sostenía como argumento principal.
La discusión se encendía y uno de los vecinos acaudalados, de apellido Anchorena, propuso citar a los comandantes de las milicias para opinar y votar. Los delegados de los criollos salieron para juntarse en la Fonda de las Naciones de la Vereda Ancha, una de las tantas del radio de la Plaza. El cielo estaba nublado y amenazaba con desarmarse en agua, como venía ocurriendo desde hacía días. Cuando los comandantes se reunieron, Leiva pidió apoyo para las autoridades elegidas el 23.
El comandante Romero, un moderado que lideraba una milicia, contestó que no era posible sostener la elección del virrey como presidente de la Junta, que las tropas y el pueblo estaban indignados y que ellos no tenían autoridad para darle apoyo al Cabildo, porque sabían que no iban a ser obedecidos. Se animó a pronosticar que si el Cabildo insistía en lo resuelto no podrían evitar que la tropa llegara hasta la Plaza para imponer su posición.
La gente había vuelto a tomar las galerías. Y Leiva le habló al resto de los cabildantes: "No hay más remedio que consentir", se le oyó decir. Martín Rodríguez salió al corredor y, a los gritos, contó a la gente que el virrey había quedado fuera del gobierno. Después corrió hasta la casa de Rodríguez Peña, donde estaban los líderes del movimiento criollo. Entonces Peña dijo que había que llevar la lista de la nueva Junta al Cabildo. Cuando Beruti y French entraron en el salón del edificio donde se seguía sesionando, los cabildantes ocupaban sus asientos detrás de la gran mesa que da a la puerta. Los patriotas se agruparon en la baranda que limitaba el recinto hacia el lado de afuera.
La respuesta fue una exigencia: que expresaran por escrito la voluntad del pueblo. Al rato llegó una presentación con más de 400 firmas. Eran las 15.30 cuando Leiva puso el último obstáculo. Pidió que el pueblo se congregara en la Plaza para que, al leer los nombres, los ratificaran.
A las 4 de la tarde, Leiva salió al balcón. El resto de los cabildantes lo siguieron. Cuando miraron hacia la Plaza, el síndico, irónico, preguntó: "¿Dónde está el pueblo?". Abajo había poca gente. Y fue Beruti quien repitió que el pueblo en cuyo nombre hablaban estaba armado en los cuarteles y otra gran parte del vecindario esperaba en distintos lugares para ir. El griterío creció. Finalmente, Leiva en nombre del Cabildo, cedió. Y así se dieron por anulados los actos del día 23 y 24.
El vozarrón de Martín Rodríguez se volvió a escuchar a las cuatro y media. Pero esta vez fue en el balcón, cuando leyó los nombres de la Junta de Gobierno que quedaba encargada provisoriamente de la autoridad de todo el Virreinato.
La espera, luego, fue larga. Hasta que, cuando faltaban minutos para las 9 de la noche, el alcalde mayor abrió los Santos Evangelios. La nueva Junta entró por el centro del salón en medio de un gran silencio. El funcionario hizo una seña y se acercó a Saavedra con el libro abierto. Los nueve hombres se comprometieron a conservar esta parte de América para Fernando VII, el rey de España, prisionero de Napoleón. Afuera llovía. Y en la Plaza todavía quedaba gente.
Fuentes: "Memorias curiosas", de Juan Manuel Beruti, Colección Memoria Argentina, Emecé, 2001. "La Gran Semana de 1810. Crónica de la Revolución de Mayo", de Vicente Fidel López. Imprenta y Librería de Mayo, 1896.

© Silvina Heguy; 2002.-