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martes, 13 de agosto de 2013

ARTIGAS, el rioplatense sin estados ni patrias **


La polémica sobre los dichos de la Presidenta sobre el supuesto deseo de Artigas de ser argentino merecieron la respuesta de un importante historiador uruguayo

Algunas expresiones recientes de la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner han vuelto a reabrir por unos días algunas viejas sensibilidades a propósito del relato de los orígenes y del papel de José Artigas en la configuración de los Estados nacionales en el Río de la Plata. Durante un acto de entrega de computadores a estudiantes en la localidad de Pilar, provincia de Buenos Aires, la mandataria argentina señaló lo que sigue: “Artigas, un héroe tal vez desconocido para los argentinos, pero un gran héroe como San Martín, Belgrano, Bolívar. Murió diciendo –encabezaba su testamento ‘Yo, Gervasio Artigas, argentino, nacido en la Banda Oriental’, porque siempre quiso ser argentino y no lo dejaron. (…) La Banda Oriental del Uruguay, que hoy es la República Oriental del Uruguay, no forma parte del gran territorio de la Patria Grande porque en el año XIII, cuando se hizo la asamblea del año XIII, el triunvirato encabezado por Sarratea (…) fue el que prohibió el ingreso a los diputados de Artigas que querían formar parte de la Argentina”.
No sólo los historiadores saben que los errores e imprecisiones conspiran siempre contra la persuasividad de los discursos. Señalemos algunos. Los diputados orientales (elegidos por los representantes de los pueblos orientales en el Congreso de Tres Cruces de abril de 1813 y no por Artigas, lo que no es un detalle menor) fueron rechazados por la Asamblea General Constituyente reunida en Buenos Aires y no por el Triunvirato, del que además ya no formaba parte Manuel de Sarratea, una figura sin duda muy enfrentada con el líder oriental. Pero lo que es mucho más central es que en tiempos de Artigas no existía la Argentina ni el Uruguay. Los conceptos y las palabras de entonces no pueden leerse en forma anacrónica, como si su significado fuera el mismo de hoy. Las palabras tienen historia, no son invariantes y su tránsito hacia la condición de conceptos es azaroso y conflictivo, forma parte del pleito político. En las primeras décadas del siglo XIX, el vocablo “argentino” significaba “habitante de Buenos Aires” y su uso nada tenía que ver con su acepción actual.
Por cierto que desde esa perspectiva, Artigas con seguridad nunca quiso “ser argentino”, como tampoco quiso “ser uruguayo”, término que por entonces resultaba casi inexistente y cuyo significado nada tenía que ver con el actual. Artigas y la mayoría de los caudillos provinciales reivindicaban entonces un proyecto confederal al que denominaban “Provincias Unidas del Río de la Plata”. En las célebres Instrucciones de 1813 entregadas a los diputados orientales y cuyo contenido radical fue la auténtica razón de su rechazo por la Asamblea, se pedía “la declaración de la independencia absoluta” respecto de España, se afirmaba que no se “admitirá otro sistema que el de la Confederación para el pacto recíproco con las provincias que formen nuestro Estado”, se establecía que la Provincia Oriental retenía “su soberanía, libertad e independencia, todo poder, jurisdicción y derecho” que no fuera delegado expresamente “por la Confederación a las Provincias Unidas”. Por si todavía persistía algún malentendido, se exigía que “precisa e indispensable sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del Gobierno de las Provincias Unidas”. Resulta imperativo agregar que junto con los principios de “independencia absoluta” y de “confederación”, en las Instrucciones de 1813 se reivindicaba con firmeza la idea de “república”, no sólo como régimen de gobierno antimonárquico sino como un ethos cívico fundado en la libertad “en toda su extensión imaginable”, en la irrestricta separación de poderes, en la prevención de toda forma de “despotismo militar”.
Ni “argentino” ni “uruguayo”, Artigas con seguridad tampoco hubiera aceptado fácilmente la identidad de “argentino oriental”, como invocaba la proclama de los “33 orientales” al iniciarse la Cruzada Libertadora bajo el liderazgo de Juan Antonio Lavalleja y el apoyo bonaerense, el 19 de abril de 1825. Por su parte, ese enigmático “testamento” de Artigas, en el que este invocaría el nombre de “Gervasio” y en el que aludiría a su condición de “argentino, nacido en la banda Oriental” resulta muy poco verosímil, casi sospechoso. Hace acordar de inmediato al genial Borges, que se reivindicaba “oriental” y que provocaba diciendo que un uruguayo era “casi un argentino”. Incluso de confirmarse su fidedignidad, ese documento no probaría nada en la forma concluyente que se pretende. Los documentos poco dicen sin preguntas, deben ser leídos con rigor y siempre deben contrastarse con otros documentos, al tiempo que ninguno de ellos en soledad es una “llave maestra” que nos conduce a la verdad.
Líder de una revolución popular derrotada por los poderosos de su tiempo (el centralismo porteño, la Corte portuguesa con sede en Río de Janeiro y la oligarquía montevideana), el “Jefe de los Orientales” fue también el “Protector de los Pueblos Libres” al frente de la “Liga Federal”, proyecto que reunió a varias provincias y que confrontó la vocación hegemonista de Buenos Aires desde un ideario confederal. Desarrolló un liderazgo distinto, donde fue “conductor y conducido” y en el que a sus ideas políticas radicales sumó un conjunto de iniciativas de justicia social, con la prevención –como decía su reglamento agrario de 1815– de que “los más infelices serán los más privilegiados”.
Por eso tal vez, el cónsul británico Samuel T. Hood en enero de 1825 escribía a sus superiores de Londres que el “partido” de los “patriotas” en la entonces “Provincia Cisplatina” (bajo dominio brasileño y con un lustro de ausencia de Artigas, internado en el Paraguay desde 1820), aunque unido en su oposición al Imperio del Brasil disentía “en todos los otros puntos”. “La mayoría –decía Hood– son partidarios de Artigas y sus oficiales, cuyo sistema es la total independencia de todos los otros países, la destrucción de rango y propiedad, y la igualdad basada en hacer a todos igualmente pobres”. Pero el cónsul británico advertía luego la presencia de “la mejor clase de patriotas, que son los que habitan las ciudades, están convencidos por experiencia de la poca influencia que tienen la propiedad, la jerarquía o la educación en sus compatriotas (…) han abandonado la idea de constituir un estado soberano e independiente (…) y por relaciones locales y familiares se inclinan a unirse a la federación de Buenos Ayres”. ¿Dónde estaban entonces los “orientales argentinos”, si es que esa identidad era la predominante? ¿Un solo documento puede contestarnos preguntas como esa? ¿Son esas las preguntas que permiten esclarecer más y mejor el contexto de aquellos tiempos?
En el marco de conflictos muy fuertes que perduraron durante buena parte del siglo XIX, el Uruguay y la Argentina –en una forma más cercana a la que conocemos hoy– nacieron muchas décadas después signados por la derrota del proyecto confederal artiguista. Si para hacer más comprensible y más veraz la peripecia de Artigas y de los pueblos orientales de su tiempo hemos debido contrastar muchas veces la mirada pueril del “Artigas uruguayista”, menos resulta admisible esta abusiva versión “argentinista” de su figura. Abanderado de esa “otra revolución” que no fue, hombre de su tiempo pero también de la comarca y del proceso múltiple de las revoluciones hispanoamericanas, la lectura exigente de los historiadores debe ir más a fondo que los relatos políticos de coyuntura. Su función es la de abrir hipótesis y perspectivas antes que la de afirmar discursos del presente que a menudo se fundan en usos y abusos del pasado.
Entre otras cosas porque de lo que se trata es que podamos hacer más genuinamente contemporáneos y universales a las figuras del pasado, para reconocer con hondura y sin caricaturas los legados complejos de peripecias como la de Artigas.
Ajustando la mirada y sin anacronismos, será muy saludable y bienvenido que desde toda América Latina y en particular desde la Argentina, se pueda revisitar sin prejuicios al artiguismo. Su legado está abierto y no es patrimonio de nadie.

GERARDO CAETANO** Historiador. Doctor en Historia. Universidad de la Republica, Uruguay