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viernes, 27 de enero de 2023

Un viaje a Argentina / Tzvetan Todorov **

Una sociedad necesita conocer la Historia, no solo tener memoria. En el caso argentino, un terrorismo revolucionario precedió al terrorismo de Estado de los militares, y no se puede comprender el uno sin el otro

En noviembre de 2010, fui por primera vez a Buenos Aires, donde permanecí una semana. Mis impresiones del país son forzosamente superficiales. Aun así, voy a arriesgarme a transcribirlas aquí, pues sé que, a veces, al contemplar un paisaje desde lejos, divisamos cosas que a los habitantes del lugar se les escapan: es el privilegio efímero del visitante extranjero.

He escrito en varias ocasiones sobre las cuestiones que suscita la memoria de acontecimientos públicos traumatizantes: II Guerra Mundial, regímenes totalitarios, campos de concentración... Esta es sin duda la razón por la que me invitaron a visitar varios lugares vinculados a la historia reciente de Argentina. Así pues, estuve en la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), un cuartel que, durante los años de la última dictadura militar (1976-1983), fue transformado en centro de detención y tortura. Alrededor de 5.000 personas pasaron por este lugar, el más importante en su género, pero no el único: el número total de víctimas no se conoce con precisión, pero se estima en unas 30.000. También fui al Parque de la Memoria, a orillas del Río de la Plata, donde se ha erigido una larga estela destinada a portar los nombres de todas las víctimas de la represión (unas 10.000, por ahora). La estela representa una enorme herida que nunca se cierra.

El genocidio camboyano mató al 25% de la población. La represión argentina, el 0,01%El término "terrorismo de Estado", empleado para designar el proceso que conmemoran estos lugares, es muy apropiado. Las personas detenidas eran maltratadas en ausencia de todo marco legal. Primero, las sometían a unas torturas destinadas a arrancarles informaciones que permitieran otros arrestos. A los detenidos, les colocaban un capuchón en la cabeza para impedirles ver y oír; o, por el contrario, los mantenían en una sala con una luz cegadora y una música ensordecedora. Luego, eran ejecutados sin juicio: a menudo narcotizados y arrojados al río desde un helicóptero; así es como se convertían en "desaparecidos". Un crimen específico de la dictadura argentina fue el robo de niños: las mujeres embarazadas detenidas eran custodiadas hasta que nacían sus hijos; luego, sufrían la misma suerte que el resto de los presos. En cuanto a los niños, eran entregados en adopción a las familias de los militares o a las de sus amigos. El drama de estos niños, hoy adultos, cuyos padres adoptivos son indirectamente responsables de la muerte de sus padres biológicos, es particularmente conmovedor.

En el Catálogo institucional del parque de la Memoria, publicado hace algunos meses, se puede leer: "Indudablemente, hoy la Argentina es un país ejemplar en relación con la búsqueda de la Memoria, Verdad y Justicia". Pese a la emoción experimentada ante las huellas de la violencia pasada, no consigo suscribir esta afirmación.

En ninguno de los dos lugares que visité vi el menor signo que remitiese al contexto en el cual, en 1976, se instauró la dictadura, ni a lo que la precedió y la siguió. Ahora bien, como todos sabemos, el periodo 1973-1976 fue el de las tensiones extremas que condujeron al país al borde de la guerra civil. Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia, tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al régimen que tanto anhelaba.

Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación, podemos recordar que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el 25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la población.

Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea equiparable a la de la dictadura. No solo las cifras son, una vez más, desproporcionadas, sino que además los crímenes de la dictadura son particularmente graves por el hecho de ser promovidos por el aparato del Estado, garante teórico de la legalidad. No solo destruyen las vidas de los individuos, sino las mismas bases de la vida común. Sin embargo, no deja de ser cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro.

En su introducción, el Catálogo del parque de la Memoria define así la ambición de este lugar: "Solo de esta manera se puede realmente entender la tragedia de hombres y mujeres y el papel que cada uno tuvo en la historia". Pero no se puede comprender el destino de esas personas sin saber por qué ideal combatían ni de qué medios se servían. El visitante ignora todo lo relativo a su vida anterior a la detención: han sido reducidas al papel de víctimas meramente pasivas que nunca tuvieron voluntad propia ni llevaron a cabo ningún acto. Se nos ofrece la oportunidad de compararlas, no de comprenderlas. Sin embargo, su tragedia va más allá de la derrota y la muerte: luchaban en nombre de una ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas víctimas, si no más, como sus enemigos. En todo caso, en su mayoría, eran combatientes que sabían que asumían ciertos riesgos.

La manera de presentar el pasado en estos lugares seguramente ilustra la memoria de uno de los actores del drama, el grupo de los reprimidos; pero no se puede decir que defienda eficazmente la Verdad, ya que omite parcelas enteras de la Historia. En cuanto a la Justicia, si entendemos por tal un juicio que no se limita a los tribunales, sino que atañe a nuestras vidas, sigue siendo imperfecta: el juicio equitativo es aquel que tiene en cuenta el contexto en el que se produce un acontecimiento, sus antecedentes y sus consecuencias. En este caso, la represión ejercida por la dictadura se nos presenta aislada del resto.

La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo político (o si no, es una mala Historia), sino con la verdad y la justicia como únicos imperativos. Aspira a la objetividad y establece los hechos con precisión; para los juicios que formula, se basa en la intersubjetividad, en otras palabras, intenta tener en cuenta la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una sociedad.

La Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podría verse coronado por el éxito el llamamiento al "¡Nunca más!"? Cuando uno atribuye todos los errores a los otros y se cree irreprochable, está preparando el retorno de la violencia, revestida de un vocabulario nuevo, adaptada a unas circunstancias inéditas. Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él. No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles no disculpan los actos innobles.

En Argentina, varios libros debaten sobre estas cuestiones; varios encuentros han tenido lugar también entre hijos o padres de las víctimas de uno u otro terrorismo. Su impacto global sobre la sociedad es a menudo limitado, pues, por el momento, el debate está sometido a las estrategias de los partidos. Sería más conveniente que quedara en manos de la sociedad civil y que aquellos cuya palabra tiene algún prestigio, hombres y mujeres de la política, antiguos militantes de una u otra causa, sabios y escritores reconocidos, contribuyan al advenimiento de una visión más exacta y más compleja del pasado común.

**Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Borro para la Corona


“Quinientos sesenta y tres años antes que Néstor Kirchner, Itzcoatl –el primer rey de México, cuarto tlatoani de los mexicas– mandó destruir todos los anales y códices para que, desde su reinado, empezara a contarse la historia de su pueblo. Itzcoatl también llevó adelante la reforma religiosa mexica, y obligó a los suyos a adoptar una nueva teogonía, acorde con sus conquistas militares: así nació la toltequidad (…) La de Itzcoatl es la primera historia registrada en la que un rey decide reinventarse un pasado a su medida, y aparece mencionada en “Los abusos de la memoria”, un breve pero brillante trabajo sobre el tema de Tzvetan Todorov, lingüista, filósofo e historiador búlgaro de nacionalidad francesa, ganador del premio Príncipe de Asturias 2008” (tomado del capítulo “Edificando el pasado”, del libro “10 K, la década robada”, del autor de esta nota)

La reinvención del pasado está inscripta en el ADN del kirchnerismo: la juventud maravillosa del setenta, la lucha inmobiliaria contra la dictadura, la democracia degradada por el populismo. Esa historia de la no historia tuvo hitos significativos: la reescritura del prólogo del libro “Nunca Más”, el pasado de lucha universitaria y política de Néstor y Cristina, la sacralización de Néstor desde la Bic hasta el mausoleo en Río Gallegos, la celebración del vigésimo quinto aniversario de la creación de Página 12 en la que yo mismo fui desaparecido.
–Ustedes estaban construyendo Página 12 en mayo del 87, y nosotros estábamos construyendo la campaña para la intendencia de Río Gallegos -dijo entonces la presidenta, que allí explicó lo que es el periodismo, según ella: “Voy a hablar de periodismo –dijo–, que es, en definitiva, tener información teórica para poder interpretar a través del pensamiento abstracto la realidad. Y que no te la cuente nadie, y darle esa versión, esa interpretación, al conjunto de la sociedad”. La interpretación abstracta y teórica dada entonces por el gobierno fue que yo, simplemente, nunca había existido, aunque desde el 28 de mayo de 1987 hasta 1996 todos los ejemplares del diario llevaran mi nombre en la contratapa: 3.285 ejemplares borrados de un plumazo oficial. En estos días, en Moscú, el Museo del Gulag expone, en la muestra “El comisario desaparece”, 150 imágenes manipuladas por el estalinismo; las imágenes fueron recogidas por el artista británico David King, quien decidió crear la colección cuando, en 1970, en un viaje a la Unión Soviética, intentó encontrar fotos de León Trotski. La orden de borrar mi nombre de las páginas del diario no comenzó con el kirchnerismo, se hizo una costumbre desde 1996 en adelante, hasta que desaparecí por completo. 

Por eso esta semana, cuando la twittera @yotengolaverdad, más conocida como La Pajarita Peponista, viralizó una borrada masiva de notas de Horacio Verbitsky, la noticia no me sorprendió. La Pajarita..., en verdad, reproducía algo que había descubierto en marzo otro twittero, @javiersmaldone. Los periodistas de Página 12 confirmaron a Clarín que las notas se borraron por pedido del propio Verbitsky, pero nadie termina de creer en los motivos que esgrimió. El 18 de noviembre, bajo el título “Fui yo”, el ministro sin cartera del kirchnerismo dijo que lo hizo “porque no quería darle la información premasticada a la nube de periodistas europeos que cayeron sobre Buenos Aires para preparar instant books sobre el personaje, ya que sigo investigando el tema y no me gusta regalar mi trabajo”. Como durante casi diez años ordené que le pagaran el sueldo, me consta que Verbitsky no regala su trabajo, pero eso no es lo importante. Lo curioso es el motivo: borrarlas ahora, como si sólo pudieran acceder a ese material desde Buenos Aires, como si no existiera la memoria cache en los buscadores o si no pudieran (los periodistas ávidos de la nube) entrar a buscar los artículos en www.archive.org. Las notas que Verbitsky borró son “El almirante y el Cardenal”, “Operación Cónclave”, “Mentiras y calumnias”, “Una persona ávida de poder”, “No sabe no contesta”, “Baseotto no está solo” y “Papabilidades”. Si se ingresa en estos días a la web de Página 12 buscándolas, se toparán con dibujos de Daniel Paz.

La reacción del Gobierno apenas elegido el papa Francisco, y en los tres días posteriores, fue patética: tweets borrados y resguardo del derecho al olvido periodístico que pedía Verbitsky. Agustina Kampfer, Daniel Tognetti, Sergio Ranieri e Ivan Schargrodsky fueron algunos de los que borraron sus tweets, en los que linkeaban a las notas del ministro sin cartera. Otros twitteros K pasaron de la condena al elogio a Bergoglio: Luis D’Elia, Dante Palma, Cynthia García, Juan Cabandié, María José Lubertino, Florencia Saintout, Gerardo Ferreyra, Javier Romero y Alex Freyre.

El 12 de julio de 2010, Tognetti escribía en su Twitter “Abusar de menores, apoyar a la dictadura y a Cristian Von Wernich está en el Plan de Dios según Jorge Bergoglio”.
“Te vas a pudrir en la cárcel, Bergoglio”, twitteo Schargrodsky.


“¿Cuánto tiempo tardará la Iglesia Católica en pedir perdón por haber elegido a Bergoglio Papa?”, profetizó Cynthia García el 13 de marzo. Dos días después, el 15, García recapacitó: “Francisco es austero y táctico, cercano a la realidad y adherente a la doctrina social de la Iglesia, ojalá logre un buen papado”.
¿Se arrepintió? ¿Cree que puede manipular la memoria colectiva? ¿Pensará que lo que se borra no existió? Es difícil decirlo; lo cierto es que, para vivir una segunda adolescencia Verbitsky ya está grande: tiene 72 años.

Investigación: JL/María Eugenia Duffard / Marcela Pagano.
Por Jorge Lanata o Larata como más prefieras…

miércoles, 6 de junio de 2012

We can do anything…





La perversa certeza de que se puede hacer cualquier cosa / por  Tzvetan Todorov


Los discursos omnipotentes que no reconocen límites de ningún tipo en el accionar humano tienen raíces en culturas muy añejas y concluyen siempre en totalitarismos.
A principios de marzo de 2012, el Senado de Estados Unidos preguntó al presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, el general Martin E. Dempsey, si era previsible una intervención militar en Siria, a pesar de estar involucrados en otros escenarios bélicos y a pesar del contexto específico sirio.
La respuesta del general incluyó esta formulación lapidaria, nada más que cuatro palabras: “We can do anything” , “Podemos hacer cualquier cosa” ( The International Herald Tribune , 12 de marzo de 2012). Sacada de contexto, esta frase podría convertirse en el emblema de una de las dimensiones esenciales de nuestra cultura.No todas las culturas parten del principio de que los seres humanos pueden hacer todo lo que se propongan.


Esta idea aparece en el momento en que el paganismo empieza a ceder paso a las religiones monoteístas.
La principal diferencia que aportan estas últimas es que su Dios no interviene en un mundo ya existente para poner orden en el caos, como hacían los dioses de los paganos, sino que es él mismo el que crea el mundo a partir de la nada.


A los autores educados en la cultura griega clásica les llamaba la atención esta creencia de los monoteístas. En el siglo II, Galeno consideraba que esa era la gran diferencia entre gentiles y cristianos. “Moisés piensa que Dios todo lo puede, pero nosotros, los griegos, afirmamos que existen cosas que son, por naturaleza, imposibles”. Y Porfirio, en el siglo siguiente: “Dios no puede hacer todo. No puede hacer que dos por dos sean cien en lugar de cuatro. Porque su potencia no es la única cosa que rige sus actos y su voluntad”.
Por supuesto, los cristianos atribuyen la omnipotencia sólo a Dios, no a los hombres. Pero, si se reconoce que los relatos sobre dioses tienen su fuente en el espíritu del ser humano, se puede llegar a la conclusión de que los autores de los textos fundacionales ya soñaban con tener esa omnipotencia ellos mismos.
Ya lo decían en el Génesis: Dios creó al hombre a su semejanza. Por consiguiente, no sería extraño descubrir ese rasgo en los seres humanos.


A comienzos del siglo V, un teólogo da el paso. El monje Pelagio, originario de las Islas Británicas, sugiere que, dentro de los límites de sus capacidades naturales, los hombres pueden alcanzar cualquier objetivo y pueden, por tanto, recobrar la salud mediante un mero esfuerzo de su voluntad. Herejía, exclama su contemporáneo Agustín, Dios es omnipotente, sin duda, pero el hombre no, porque está manchado por el pecado original.


En el Siglo de las Luces se empieza a concebir el mundo sin recurrir a la hipótesis divina y se transfieren al ser humano sus atributos. Saint-Just declara ante la Asamblea Nacional francesa que el legislador puede hacer que los hombres sean lo que él quiera. Este voluntarismo revolucionario se ve reforzado por los rápidos avances que experimentan la ciencia y la técnica a partir de esa época.
Y los dirigentes de los imperios totalitarios del siglo XX se inspiran en él:están convencidos de que dominan tanto los procesos biológicos como las leyes de la historia , de modo que, con mucha más razón, el comportamiento de los individuos.


“Vosotros no me conocéis aún, soy capaz de todo”, dice, amenazador, Génrik Yagoda, jefe de la policía política de Stalin.Y es esta gran tradición monoteísta, cristiana, revolucionaria, europea y comunista en la que se inscribe la respuesta del general Dempsey.


En el mismo periódico, en la columna de al lado, se informa de un hecho que, a primera vista, no tiene relación con el anterior. La víspera, el 11 de marzo de 2012, un tal Robert Bales, sargento del ejército estadounidense que ocupa en la actualidad Afganistán, ha asesinado de casa en casa a 17 civiles, entre ellos nueve niños, y luego ha prendido fuego a los cadáveres.


¿No tiene relación? Cuando, en el curso de una guerra, se confía a las personas la tarea de “hacer todo lo que sea”, algunas de ellas, a fuerza de vivir en medio de la violencia cotidiana y temer a cada instante por su vida, pueden volverse locas y empezar a disparar contra los niños y los adultos con los que se cruzan.
El caso del sargento Bales recuerda a otros. El del noruego Anders Breivik, que el 22 de julio de 2011 mató a 77 personas en Oslo y los alrededores con el propósito de alertar a los noruegos, y a todos los europeos, sobre la amenaza islámica en el continente; sus víctimas, sobre todo jóvenes militantes laboristas, no eran suficientemente conscientes de esa amenaza. O el del francés Mohamed Merah, cuya espiral comenzó ese mismo 11 de marzo con el asesinato de un militar, prosiguió el día 15 con otros dos militares y culminó el 19 con cuatro civiles, tres de ellos niños.


El motivo invocado por Merah para cometer esos asesinatos fue el deseo de vengar las afrentas sufridas por los musulmanes en otros países como Afganistán y Palestina. ¿Estaban tan locos Breivik y Merah como el sargento Bales? Lo que estas tres personas tienen en común, aparte del conflicto Occidente-Islam, es el hecho de haber ignorado los límites que suelen enmarcar los comportamientos humanos. Igual que el general Dempsey, un día creyeron que podían hacer cualquier cosa.


Alimentados por discursos que presentan a los enemigos como una amenaza mortal, decidieron asumir el papel de defensores y justicieros ... y empezaron a disparar.


Copyright El País, 2012.