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domingo, 28 de diciembre de 2014

El hombre que lucha mientras los libros arden / por Jorge Fernández Díaz





A veces la muerte más horrible se empeña en parecer poética. Hace unos días un escritor de Sevilla murió intentando salvar su biblioteca del fuego. Sucedió en el pequeño pueblo de Bormujos, y el hombre era pintor, poeta, novelista y erudito. Se llamaba Rafael de Cózar, un filólogo hispánico, estudioso de la vanguardia y amigo personal de Arturo Pérez-Reverte, quien lo homenajea cómicamente en algunos capítulos del capitán Alatriste. Dicen que el incendio se debió a un cortocircuito y que el profesor tomó un extintor e intentó proteger desesperadamente de las llamas a sus 9000 libros. La sorda y rápida batalla sucedió un viernes por la noche, y resultó en vano: Rafael murió asfixiado y el fuego devoró ese tesoro incalculable. Los libros, que fueron su vida, arden en el santuario, y el lector impenitente expira con ellos.

El episodio nos estremece porque lleva cifrada la fatal pasión de quienes alguna vez hemos entrevisto, como diría Borges, el paraíso bajo la forma de una biblioteca. Y porque esta muerte suena heroica y crepuscular en un mundo que se digitaliza, pierde su memoria histórica para vivir un presente vacuo y eterno, y reemplaza al libro por la telefonía móvil. También porque esa luctuosa desgracia recuerda que a todos los navegantes nos espera nuestro iceberg. Son las reglas del juego. Pérez-Reverte suele comprar para sus amigos, en un pequeño local junto a Puerta Cerrada de Madrid, una semiesfera de cristal que al sacudirla produce efecto de nevada y que lleva en su interior un Titanic en miniatura. Tengo uno de esos souvenires en mi propia biblioteca, y a veces cuando levanto la vista para buscar un adjetivo me encuentro con esa advertencia cariñosa.

Cierta noche un grupo de periodistas culturales lo invitó a cenar un cocido, y Arturo les llevó de regalo unas cuantas esferas. Ustedes son la orquesta del Titanic, les advirtió en la sobremesa. "En tiempos como los de ahora, cuando los periódicos reducen las páginas de Cultura a la mínima expresión, y además las ocupan en el último diseño del calamar al dátil deconstruido en sake por Ferrán Adriá y a desfiles de la colección de primavera de Danti y Tomanti, la existencia de los que no se resignan y siguen dispuestos a contarle a la gente la historia de los libros que se publican, las exposiciones que se inauguran y la música que es posible escuchar, me parece más necesaria que nunca". Y después agregó: "El mundo para el que muchos de nosotros fuimos educados hace medio siglo ya no existe. Y los suplementos culturales son la música de la orquesta que suena, no para adormecer conciencias, sino como compañía y alivio de muchos. Como último bastión. Como analgésico que no quita la causa irremediable del dolor, pero la alivia".

Unos años atrás visité una escuela carenciada, ubicada en un suburbio peligroso, y la maestra me pidió que les explicara a sus alumnos por qué debían abrazar la lectura. Parecía una tarea sencilla, pero a mí me temblaban las piernas. Dije buenos días y me paré como pude frente a ellos: algunos ya tenían cara patibularia y la mayoría, al borde de la abulia y la marginalidad, parecía desinteresada de todo. Vacilé uno segundos. Les conté que mi vieja también provenía del hambre y que a pesar de su falta de instrucción había tenido un momento de enorme lucidez; hizo algo que muchas madres instruidas y pudientes no son capaces de hacer: me regaló la Colección Robin Hood. Ni ella ni yo sabíamos que con ese gesto me estaba obsequiando un universo; la chance de vivir muchas otras vidas y de no sentir nunca más la soledad.

Los chicos no parecían muy impresionados por esa argumentación. Y entonces me desesperé y les dije (con perdón) lo único que me salió de adentro: "¿Saben qué? Lean para que no los caguen". Fue como si un relámpago los atravesara. Los desconectados hijos de la indiferencia y la pobreza abrieron de pronto los ojos y se conectaron. Che, parece que los libros salvan. Sí, los libros siguen salvando.

Tal vez los defensores de estos pequeños asuntos, en un planeta que se desliza por la agrafía y por la tiranía de lo visual y de lo fácil, seamos criaturas en vías de extinción. Náufragos que juegan cartas con angustiada dignidad mientras suena la orquesta del Titanic. Acaso hombres y mujeres desesperados luchando contra el fuego, munidos del inútil extintor, tratando de salvar vanamente de las llamas lo que más amamos..

domingo, 20 de enero de 2013

….El drama nacional de tener criterio propio / por Jorge Fernández Díaz



Darin y el drama nacional de tener criterio propio 

La dramática peripecia de Jorge Davel, el actor maduro que había dejado atrás los buenos tiempos de galán y que en los años 40 merodeaba el desempleo y el olvido, da un giro inesperado cuando le ofrecen encarnar a Catón en una obra de teatro mediocre. Davel, sin embargo, le confiere a ese gran personaje romano una convicción total, y la "nobleza del héroe dispuesto a morir por la libertad republicana" comienza a tener un público cada vez más entusiasta y emocionado. La obra trata sobre la Roma Antigua, pero la gente lee en ella la resistencia moral a los avasallamientos que estaba llevando a cabo por entonces el régimen peronista. Producida la Revolución Libertadora, Davel se transforma para los vencedores en una especie de involuntario adalid. El viejo actor acepta los agasajos, pero aclara que no participa de la política sino del arte, y su estrella lentamente vuelve apagarse en la escena nacional. Hasta que de pronto regresa con Catón, y el público noche a noche lo va ovacionando, no cómo acto reflejo de la anterior lucha, sino como guiño solapado de una nueva resistencia. La resistencia peronista. Los peronistas ven en la gesta de Catón la gesta de los hundidos y de los innombrados. "A mí me duele que un actor con el que tuvimos tantas atenciones ahora se preste a que lo usen contra nosotros -exclama uno de sus antiguos apologistas-. Veo su proceder con cierta amargura."
Nunca conviene contar el final de un cuento; sólo diré que es trágico. "Catón" resulta ser uno de los más brillantes y a la vez menos reconocidos relatos de ficción de Adolfo Bioy Casares, y aunque jamás se nombra en sus páginas al peronismo ni al antiperonismo, la trama los alude de manera evidente.
Darín no es Davel, pero esta fábula sobre el teatro y la división de un país, y acerca del uso y abuso que hacen los enemigos en pugna de los actores populares, guarda un cierto aire de familia con los tristes episodios de estas semanas. "Me sentí usado", dijo Darín en su reaparición, después de casi diez días de haber sido "marcado" por una carta que firmaba la mismísima presidenta de la Nación. Esa carta, que Suar calificó como una "psicopateada", intentaba tres cosas: relativizar las sospechas sobre el meteórico crecimiento patrimonial de la familia gobernante, desacreditar a la figura que había puesto el dedo en la llaga y lograr un efecto ejemplificador sobre el resto de la colonia artística.
¿Qué pasó en los días posteriores a ese "amable" linchamiento? Lo primero fue el silencio abismal de la intelectualidad kirchnerista, siempre dispuesta a justificar hasta las equivocaciones del Gobierno. Luego la increíble actitud de los amigos y compañeros del actor. Salvo algunas excepciones (Campanella, Gasalla, Brandoni, el propio Suar), casi todos los demás callaron por fe ciega o por conveniencia. Y finalmente, la entrada en acción de los antikirchneristas, que quisieron convertir a Darín en Lech Walesa. En el antikirchnerismo hay cibercomandos civiles llenos de odio, que si tuvieran aviones a su disposición no dudarían en volver a bombardear Plaza de Mayo. El antikirchnerismo extremo tiene tantas patologías mentales como su gemelo aborrecido y funcional. Unos y otros son sectarios y violentos, y tratan todo el tiempo de sacar partido y de patrullar como policías ideológicos lanzando munición gruesa contra todos.
El caso Darín es relevante por dos cuestiones de fondo, y una de ellas es que resulta muy difícil en la Argentina actual defender el criterio propio. El actor pertenece a esa franja de la sociedad que se niega a la polarización, que considera los criterios binarios como un insulto a la inteligencia y que por eso mismo suele quedar en medio de la balacera. Según la expresión clásica, un librepensador es una "persona que forma sus opiniones sobre la base del análisis de los hechos y que es dueño de sus propias decisiones, independientemente de la imposición dogmática de alguna institución, religión o tendencia política". Un país donde defender el librepensamiento resulta impracticable y hasta peligroso es un país anacrónico y enajenado.
La segunda cuestión que rodea el caso Darín es el miedo. Cuando volvió de diez días de encierro y enfrentó a las cámaras, al actor se le había borrado la sonrisa de los ojos y le temblaba la boca. Es comprensible: la desmesura del acto presidencial le quita el sueño a cualquier ciudadano por más famoso y bien plantado que sea. Aunque, por supuesto, no hace falta llegar a tanto: hay mucha gente que tiene miedo en la Argentina. Temen a la arbitrariedad del Estado. A la AFIP, a la SIDE, a la Secretaría de Comercio, a la Jefatura de Gabinete, al escrache de los medios oficiales, a la lapidación de los blogueros pagados por el kirchnerismo y al ciberfusilamiento de los militantes fanatizados. También a perder el trabajo. Que no es poca cosa. El trabajo no sólo es el sustento: somos lo que somos, pero también lo que hacemos. Los canales, las radios y algunos medios gráficos vinculados directa o indirectamente al "movimiento nacional y popular" están llenos de anécdotas escalofriantes. Las víctimas no quieren que ventilemos sus nombres, pero cuentan en secreto las frases que se escuchan todo el tiempo. "Vos te fuiste del otro lado de la raya y, si no volvés, no voy a poder defenderte." "Sos kirchnerista, pero no te alineás del todo y así no va." "Vos tenés que acompañar más y poner los dedos, ¿te creés que te vamos a seguir pagando para que te hagas el gil?" "Sos muy indisciplinado. No me importa lo que pienses, sino que obedezcas." "Tenés que apoyar el proyecto, va a haber ficción para todos y como nunca." "No digas nada, no te metás, yo sé lo que te digo."
Todos temen una cacería de brujas. "Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus casas con piscinas", dijo Orson Wells sobre el macartismo en Hollywood. Se refería a muchos cómplices callados y a muchos delatores que había en el ambiente.
Bruscamente avejentado, con las ojeras del insomnio, Darín dijo no esperar ya nada de nadie. "Hay gente que, sin conocerme, me trató de apoyar -recordó-. Y otros que, conociéndome de más de treinta años, no se quisieron tomar el trabajo de entender qué quise decir. No pensaron: sé quién es, sé que no es un golpista." Darín no es kirchnerista ni opositor ni destituyente. Sólo intenta pensar por su cuenta, sin el tutelaje de los demás, llamando a tomar lo mejor de una y otra vereda y a criticar lo peor de los gobiernos. Nada más.
A los pocos días de que fuera castigado por la Presidencia de la Nación y su aparato de trituración mediática, Darín faltó a un estreno teatral donde lo esperaban los movileros para conseguir una declaración. Yo estuve en esa función especial, llena de actores kirchneristas que ocupaban muchas butacas, especialmente invitados. Sonrientes y mudos frente a los micrófonos, para ellos el caso Darín no había tenido lugar. Allí sentado, en la oscuridad del teatro Regina, pensé qué ocurriría si en lugar de esa obra que trata sobre un monarca y su siniestra familia, Jorge Davel hubiera representado la historia de un actor al que se le escapa un pensamiento propio en un reino donde está prohibido disentir, y es entonces "marcado" en público por el propio rey, usufructuado por los enemigos de la corona y abandonado completamente por sus amigos y compañeros. Esos mismos actores aplaudirían de pie a Davel, y al salir dirían que se trata de un argumento que denuncia el abuso de poder y la cobardía.
Pero algunos por verticalismo y negación, y otros por miedo u oportunismo, no pueden verse hoy en esa obra que protagonizan. Bioy escribe una línea sobre lo que ocurría durante aquel primer peronismo: "La gente si podía se retiraba, para que la olvidaran. El olvido parecía entonces el mejor refugio".