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martes, 10 de diciembre de 2013

Richard de Bury: Alto funcionario, obispo y bibliófilo


En entradas anteriores hemos hablado de reconocidos bibliófilos bajomedievales, nada menos que un rey y un jurista pre-humanístico, respectivamente. Esta vez es el turno del británico Richard de Bury (1287-1345). Quien fuera sucesivamente Guardián del Sello Real, Lord del Tesoro, Obispo de Durham, Canciller de Iglaterra, además de hábil diplomático, es sin embargo más conocido por su notable pasión libresca y por ser el autor del Filobiblion, un muy hermoso tratado sobre el amor a los libros, lo que le ha valido ser considerado, en palabras del filólogo Gonzalo Santoja, “el protopríncipe de los bibliófilos”.

Richard Aungerville, más tarde llamado De Bury, nace en Bury St. Edmund (Suffolk, Inglaterra) en 1287. Su padre, un caballero homónimo de Leicester, muere siendo éste aún niño, por lo que hubo de criarse con su tío, John of Willoughby. Entre 1302-1312 Richard cursa estudios en la Universidad de Oxford, en donde es muy posible que coincidiera con personajes de la talla de Duns Scoto y Guillermo de Ockham. Tras su formación universitaria, Richard será ordenado monje benedictino, entrando inicialmente al servicio de Walter Langton -tesorero real y obispo de Lichfield-. Más tarde figura como empleado de hacienda de un jovencísimo Eduardo de Windsor -futuro rey Eduardo III de Inglaterra- llegando a chambelán del Condado de Chester. Se cree que De Bury también pudo ejercer como tutor del joven príncipe de 1323 a 1326. En marzo de 1325, Richard acompañaría a la reina Isabel y al heredero en su viaje a Francia, a fin de concertar un tratado con el hermano de aquélla, el vecino rey Carlos IV le Bel, logrando Richard como recompensa el cargo de Condestable de Burdeos (1326) –territorio por entonces bajo soberanía del reino inglés-.

Howard Pyle. Richard de Bury como tutor del joven Eduardo III. (1903) Delaware Art Museum.
Involucrado en la Revuelta de los Barones (1326-1327) contra Eduardo II de Inglaterra y el amante de éste, Hugo Despenser el joven, De Bury tomará partido por el bando de Isabel de Francia y el de su amante, Sir Roger Mortimer, a la postre ganador. El rey inglés será capturado, obligado a abdicar en favor de su hijo y, finalmente, ajusticiado. El recién entronizado Eduardo IIIdará sin embargo un golpe de mano contra la regencia materna, confinándola a ella en el castillo de Rising, y ajusticiando al amante. En cualquier caso el nuevo monarca no se olvida de los servicios prestados por su antiguo tutor, y le nombra Guardián del Sello Privado y del Tesoro Reales (1329-1333), obteniendo además múltiples prebendas eclesiásticas.
Por orden del joven rey de Inglaterra, en 1330 De Bury es enviado en misión diplomática a la Corte del Papa Juan XXII en Aviñón, a fin de negociar el apoyo papal al reciente golpe de estado. Richard no deja pasar la ocasión para conseguir una capellanía papal y la promesa de ser candidato predilecto al siguiente obispado que quedase vacante en Inglaterra. En esta Corte Pontificia De Bury conocerá a Petrarca, el cual nos le describe como “un hombre de mente viva y no ignorante de las letras, quizá demasiado inquieto por conocer los secretos del mundo que nos ha tocado vivir”. El poeta humanista italiano le inquirirá acerca de la mítica isla de Thule y Richard prometerá escribirle desde Inglaterra aportándole más información -cosa que finalmente nunca llevaría a cabo- (Petrarca. Epistole Familiari Libro III. Lettera a Tommaso Caloiro).

En 1333 regresará de nuevo a Aviñón y a París, en donde sabemos que cultiva su gusto por adquirir manuscritos. Este mismo año, habiendo quedado vacante la mitra de Durham, el cabildo de la catedral monástica escoge a uno de sus monjes, Robert de Graystanes, como su nuevo obispo, pero será por poco tiempo, ya que la suma de los poderes Real y Papal impone a De Bury en la cátedra episcopal (1334), regresando aquel pretendiente monacal “con gratitud” a su clausura. El mandato episcopal de Richard de Bury seguramente fuera bueno, aunque éste a menudo se vería obligado a ausentarse de su diócesis: y es que además de ser Lord del Tesoro, entre 1334-1337 De Bury también pasó a ejercer de Canciller de Inglaterra, a lo que hay que  sumar que el rey no dejaba de encomendarle nuevas misiones diplomáticas en Francia, Escocia, Flandes y Alemania.

A buen seguro, y a medida que fuera envejeciendo, Richard gustaría cada vez más de ejercer en su catedral y de gozar de la compañía de “sus mejores amigos”, los libros que éste compulsivamente coleccionaba. Como más adelante veremos, Richard de Bury adquiere libros por medio de obsequios a su persona, de compras y de préstamos (Philobiblion, Cap. VIII).

Las obras escritas por Richard de Bury -de las que tenemos hasta ahora conocimiento- son sólo tres: un Liber epistolaris quondam Ricardi de Bury(N.Denholm-Young ed.., 1950), un Orationes ad Principes y, sobre todo, suPhilobiblion. Sólo a través de las abundantes referencias en él contenidas podemos llegar a esbozar qué autores y temáticas figuraban en su colección (Brechka, F.T., p. 308-310):
Entre sus volúmenes había, por supuesto, versiones de la Vulgata y de los Padres de la Iglesia -Ambrosio, Agustín, Gregorio, Jerónimo, Tertuliano y Orígenes-, pero también había sitio para la Teología mística de Dionisio Areopagita y la literatura esotérica del Hermes Trimegisto.
Entre las obras jurídicas tendríamos las Pandectas de Justiniano, pero también tratados de gobierno, como el Policraticus de Juan de Salisbury, o la epístola misógina De non ducenda uxore de Valerio a Rufino.

En cuanto a los tratados científicos, Richard poseyó la Técnica del médico Galeno, la Geometría de Euclides, la Historia Natural de Plinio o la Astronomíade Ptolomeo. Interesado por las lenguas latina, griega y hebrea, tuvo también las gramáticas latinas de Donato, Phocas, y Prisciano. La retórica clásica estaría representada por autores como Cicerón, Demóstenes, Isócrates y Valerio Maximo. También figuraría un “libro de libros”: Las Noches Áticas de Aulo Gelio, la Consolación de la Filosofía de su apreciado Boecio –autor de referencia en su Philobiblion- y múltiples obras líricas de autores como Lucrecio, Macrobio, Martiniano, Sidonio, Virgilio, Séneca y Casiodoro, junto a otros títulos, como elArte Poética de Horacio, los Epigramas de Marcial, los Remedia Amoris de Ovidio, etc.

Entre sus volúmenes pertenecientes a historiadores romanos figurarían Catón, Flavio Josefo, Julio César, Tito Livio, Salustio y seguramente La vida de los doce césares de Suetonio. De autores griegos tendría a Homero, Partenio, Píndaro, Simónides y Sófocles, pero también obras de los filósofos Teócrito de Siracusa, Filolao, Platón, Pitágoras, Espeusipo, Teofrasto, Jenócrates, Zenón y por supuesto, Aristóteles –en palabras de De Bury, el “príncipe de los filósofos”, muy estudiado y apreciado en la Inglaterra de su tiempo-.

Como muestra del depredador modus operandi de Richard de Bury, en la Gesta Abbatum Monasterii Sancti Alban de Thomas Washingam (p. 200-201) su autor se lamenta de que, en 1330 -y a cambio de evitar una investigación del Rey en el monasterio- el abad Richard de Saint Albans le regalase, al por entonces Guardián del Sello Real, cuatro libros -un Terencio, un Virgilio, un Quintiliano y un Jerónimo contra Rufinum-, persuadiendo asimismo al capítulo monástico de venderle un total de 32 libros por la suma de 50 libras de plata -más tarde, siendo ya obispo, De Bury reintegraría al monasterio algunos de ellos-. A su muerte, y tras la subasta de su cuantiosa colección, retornarían a Saint Albans otros cuantos libros, incluidas unas Obras de Juan de  Salisbury, que llaman la atención por contener una glosa manuscrita testimoniando su recompra por el monasterio.

A través de una carta fechada en 1335, sabemos también que Anthony Bek, deán de Lincoln y más tarde obispo de Norwich, pide a De Bury que le fuera devuelta una copia del Liber Victorie contra Iudeos del cartujo genovés Vittorio Porchetto de Salvatici. (Cheney, 1973, p. 325-326).

“Richard de Bury, obispo de Durham, muchos y variados nobles libros nos dio. Su abundante número nos deleita. Han vuelto al armarito que tenemos en la iglesia”. Miniatura y texto del Catalogue Of the Benefactors Of St. Albans Abbey (1380). British Library. Cotton MS Nero D VII, f. 87 r.

Su cuantiosa colección privada, estimada en unos 1500 volúmenes, era a todas luces la más numerosa de la Inglaterra del XIV: Tenía más libros que todo el resto de obispos ingleses juntos y, según la Continuación de la Crónica de las maravillosas gestas del rey Eduardo III de Adam Murimuth y Robert de Avesbury, “cinco enormes carros no bastaban para transportarla”. Sus estancias estaban tan llenas de manuscritos que era imposible dar un paso sin pisarlos.

Además de la compañía de sus amados libros, Richard se supo rodear de un nutrido círculo de intelectuales, en su mayoría eclesiásticos, que se mueven entre Oxford, Aviñón y Bolonia: Robert Holkot –su secretario personal-, Richard Kilvington, Richard Benworth, Walter Seagrave, John Maudit, Walter Burley,Richard Fitzralph y Thomas Bradwardine, entre otros. Por añadidura, De Bury también mantiene su propia plantilla de copistas, transcriptores, encuadernadores e iluminadores, preocupándose además por promover los estudios de las artes liberales. En el Cap, X. del Philobiblion declara por ejemplo que la ignorancia del hebreo dificulta el estudio de la Biblia, por lo que procurará conseguir gramáticas de griego y hebreo para sus escolares.
No tenemos evidencia de que lograra su objetivo de crear una biblioteca colegial en Oxford (Philobiblion, Cap. XVIII), dotada además de su propio reglamento de préstamos (Cap. XIX). Sabemos por el contrario que, un 14 de abril de 1345, y a consecuencia de sus cuantiosos y continuos dispendios, Richard de Bury fallece en medio de la penuria económica, y que sus libros hubieron de ser saldados para hacer frente sus deudas, dispersándose así toda su colección personal. En un inventario de Durham consta que, una vez fallecido, se procedió a la solemne ruptura de la matriz de su sello personal, siendo fabricado a continuación con los fragmentos resultantes un cáliz de plata para el altar de San Juan Bautista (Puigarnau, A., 2000). El 21 de abril sus restos mortales son finalmente sepultados ante el altar de Sª María Magdalena, en el transepto de los Nueve Altares de la Catedral de Durham.

El Philobiblion o Tractatus pulcherrimus de amore librorum
La obra más reconocida de Richard de Bury  fue concluida cuando éste ya estaba cercano a su muerte, un 14 de Mayo de 1345 (Brechka, F. T., 1983, p. 311). Su estilo literario contiene constantes referencias a las Escrituras, a los Padres de la Iglesia y a los autores de la Antigüedad pues, no en vano, De Bury buscaba continuamente impresionar a sus lectores con sus conocimientos de autores griegos y romanos. Pasamos a continuación a resaltar y comentar aquellos pasajes de su obra que nos parecen especialmente evocadores. Las negritas y los corchetes son de nuestra cosecha, amén de las miniaturas medievales ajenas al texto original y que hemos seleccionado para ilustrar el discurso.
De Bury da comienzo a su obra ensalzando los libros como objetos depositarios de toda sabiduría (Cap. I) y asegurando que se han de preferir por encima de cualquier otro placentero bien (Cap. II):
Cap. I. Alabanza de la sabiduría y de los libros en los cuales ésta reside.
[…] “En los libros veo a los muertos como si fuesen vivos; en los libros preveo el porvenir; en los libros se reglamentan las cosas de la guerra y surgen los derechos de la paz. Todo se corrompe y destruye con el tiempo[…] toda la gloria del mundo se desvanecería en el olvido si, como remedio, no hubiese dado Dios a los mortales el libro” […].
[Comentario: El inicio de este párrafo tiene como posible antecedente la máxima de las Filípicas [10, V] de Cicerón: pues la vida de los muertos persiste en la memoria de los vivos”, y parece anunciarnos, a su vez, aquellos conocidos versos del soneto que más tarde escribiría Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos”]
[…] “El privilegio de reyes y papas de ser conocidos por la posteridad se lo deben a los libros […] los libros son los maestros que nos instruyen sin brutalidad, sin gritos ni cólera, sin remuneración”.

[Comentario: Como afirmaría después Alfonso el Magnánimo -otro rey igualmente bibliófilo-: «Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer».]

Cap. II. De cómo los libros deben ser preferidos a las riquezas y a los placeres.
“Las riquezas, de cualquier especie que sean, están por debajo de los libros, incluso la clase de riqueza más estimable: la constituida por los amigos, como lo confirma Boecio en su II libro de “De Consolatione” […] “Una biblioteca repleta de sabiduría es más preciada que todas las riquezas, y nada, por muy apetecible que sea, puede comparársele” […].

Inicial historiada con Boecio instruyendo a sus estudiantes.
De consolatione philosophae MS Hunter 374 (V.1.11), Glasgow University Library. folio 4r (Italia, 1385)
[Comentario: El cónsul romano y magister officiorum Boecio fue encarcelado, condenado sin ser escuchado, y ejecutado por orden del rey Teodorico el ostrogodo. Durante su confinamiento éste pudo reflexionar acerca de la volubilidad del favor del los príncipes y de la inconstante devoción de los amigos, dando como fruto su obra filosófica más conocida.]

Cap. III. De cómo los libros deben ser comprados siempre, exceptuando dos casos.
[…] “No hay que reparar en sacrificios para comprar un libro si se nos ofrece una coyuntura favorable” […]
[Comentario: Si no, como nos dice Aulo Gelio a través de Richard de Bury, podría sucedernos como al rey romano Tarquinio el Soberbio, que por escatimar en adquisiciones vio desaparecer pasto de las llamas buena parte de los libros sibilinos.]
En los capítulos siguientes De Bury critica el descuido y maltrato que subordinados y clérigos le dispensan a los libros (Cap. IV, V, VI y XVII) y las enormes pérdidas y destrucciones causadas por guerras e incendios (Cap. VII).
Cap. V. De cómo los buenos religiosos escriben libros y de cómo los malos se ejercitan en otros menesteres.

Detalle de inicial historiada: Un monje bodeguero cata vino de barril con una escudilla, mientras con la otra mano llena su jarra. Li Livres dou Santé. Aldobrandino of Siena. Francia, siglo XIII. British Library, Sloane 2435, f. 44v. 002562
“Los religiosos que profesaban a los libros una excepcional veneración y un gran aprecio […] entre las horas canónicas aprovechaban el tiempo dedicado al reposo del cuerpo para componer los manuscritos”  […]. “El libre Baco es mirado ahora con consideración, y a todas horas se trasiega en su honor, mientras que los códices son despreciados […] viendo al dios libre de los bebedores preferido a los libros de los antecesores, se entregan preferentemente a vaciar los cálices en vez de dedicarse a copiar manuscritos”.
Cap. VI. En el que el autor alaba a los antiguos religiosos mendicantes y reprende a los modernos.
[…] “Arrepentíos, los pobres de Cristo, y buscad los libros, leedlos con avidez, porque sin ellos no podréis impregnaros del espíritu del evangelio de la paz[…]. “Y verdaderamente el clérigo que ignora el arte de escribir produce el efecto de estar manco o vergonzosamente mutilado […] quien no sabe escribir no debe atribuirse el derecho de predicar la penitencia” […] Quiera Dios que os arrepintáis de mendigar, pues es seguro que entonces os consagraréis con más placer al estudio”.

A continuación, en el crucial Cap. VIII Richard de Bury nos explica cómo ha ido engrosando su cuantiosa biblioteca: con los volúmenes que monjes y patrocinados le regalaban a cambio de su apoyo, mediante compras efectuadas a libreros ingleses y europeos en el transcurso de sus viajes y, finalmente, con las copias manuscritas de los propios amanuenses a su servicio. En su impulso bibliómano De Bury no dudaba en emplear a sus monjes de confianza como agentes a la caza y captura de manuscritos a lo largo y ancho de Inglaterra y del continente europeo, con especial mención a la orden dominica.
Cap. VIII. De las muchas oportunidades que por doquier se presentaron al autor para adquirir libros.
[…] “Cerca del rey, que nos cuenta entre sus servidores, obtuvimos un amplísimo permiso para visitar a nuestro gusto y por doquier las bibliotecas públicas y privadas, bien de los seglares o bien de los clérigos, y asimismo se nos concedió la facultad de cazar en los bosques más abundantes. Mientras desempeñábamos las funciones de Canciller y Tesorero en la Corte del ilustre e invicto Eduardo III […] fuimos autorizados por la bondad real a investigar con toda libertad en los rincones más apartados de las bibliotecas”.
“La noticia de nuestra afición a los libros, sobre todo a los antiguos, cundió rápidamente, y se difundió que nuestro favor se ganaba más fácilmente por medio de manuscritos que por medio del dinero […]. En vez de presentes y dones suntuosos, se nos ofrecieron abundantes cuadernillos sucios, manuscritos decrépitos y cosas semejantes, que eran, tanto para nuestros ojos como para nuestro corazón, el más precioso de los regalos.”
“Ante nosotros se abrieron las bibliotecas de los más renombrados monasterios, los cofres se pusieron a nuestra disposición y cestos enteros de libros se vaciaron a nuestros pies; […] los textos antaño más bellos se encontraban inánimes en un miserable estado, cubiertos de deyecciones de ratas y semidestrozados por los gusanos […]. A pesar de ello, encontramos en ellos el objeto y consuelo de nuestro amor y gozamos en este tiempo tan deseado” […]
“Y aunque, gracias a las múltiples comunicaciones de todos los religiosos, en general hayamos obtenido copias de varias obras antiguas y modernas, queremos hacer especial elogio de los hermanos predicadores por su mérito en este respecto, pues los hemos encontrado más dispuestos que los otros a la comunicación, sin jamás rehusarnos lo que poseían […].“Hemos podido, distribuyendo dinero, ponernos en contacto con libreros y anticuarios no sólo de nuestra patria, sino de Francia, Alemania e Italia” […].

Como se verá, De Bury recuerda a los clérigos su especial necesidad formativa basada en los libros (Cap. XIV), por lo que la copia y preservación de los mismos (Cap. XVI) ha de ser la tarea más digna que les ocupe. Los libros son extremadamente útiles (Cap. XV) y equiparables a objetos sagrados, por lo que han de ser tratados de la forma más respetuosa. En otras secciones el autor afirmará su preferencia por los escritos de los antiguos, pero sin desdeñar nunca los textos modernos (Cap. XVI).
Cap. XIV. De aquéllos que deben a los libros un amor especialísimo.
[…] “Boecio muestra la imposibilidad del buen gobierno sin libros […] toda la raza de clérigos tonsurados están obligados a venerar los libros hasta el fin de su vida”.
Cap. XV. De los múltiples resultados de la ciencia contenida en los libros.
[…] Una persona no estimará al mismo tiempo la moneda y los libros: tus discípulos, Epicuro, persiguen los libros. Los financieros rehúsan la compañía de los bibliófilos, porque no pueden convivir juntos: nadie puede servir a la vez a Mammón y a los libros” […]. “Los libros nos encuentran cuando la prosperidad nos sonríe, y nos consuelan cuando nos amenaza una mala racha; dan fuerza a las convicciones humanas y sin ellos no se pronuncian los juicios más graves” […]. Séneca, en su Epístola LXXXIV […] nos enseña que la ociosidad sin libros es la muerte y sepultura del hombre vivo. Por ello concluiremos afirmando que los libros y las letras constituyen el nervio de la vida” […].

Si nos encontramos encadenados en una prisión, privados completamente de libertad, nos servimos de los libros como embajadores cerca de nuestros amigos “[…]. “Por los libros nos acordamos del pasado, profetizamos hasta cierto punto el porvenir y fijamos, por el hecho de la escritura, las cosas presentes que circulan y desaparecen” […].

Cap. XVI. De los libros nuevos que es preciso producir y de los antiguos que es preciso reproducir.
[…] “Como no es menos cierto que todo lo temporal,  y lo que a lo temporal sirve y es útil, sufre y se deteriora por el paso del tiempo, es necesario renovar los viejos ejemplares, a fin de que la perpetuidad, que repugna a la naturaleza humana individual, pueda ser concedida a la especie. Sobre este particular se expresa claramente el Eclesiastés XII, 12: “El trabajo de multiplicar libros jamás toca a su fin”. Pues como el libro experimenta una continua alteración por las mil combinadas mezclas que entran en su composición, obvio es decir que el remedio que a esto pueden oponer los clérigos prudentes es el copiarlos y reconstruirlos, gracias a lo cual un libro precioso, habiendo pagado sus deudas a la Naturaleza, gana un heredero que le sustituye, y es la semilla del sagrado muerto, del que nos habla el Eclesiastés XXX, 4: “El padre ha muerto, pero no lo parece, porque ha dejado tras de sí un ser semejante a él”. Los transcriptores de libros antiguos son en verdad, propagadores de los recién nacidos” […].

Cap. XVII. De cómo los libros deben ser tratados con exquisito cuidado.
“No solamente cumplimos un deber para con Dios preparando nuevos volúmenes, sino que obedecemos a la obligación de un santo espíritu de piedad, cuando los tratamos con delicadeza o cuando, colocándolos en sus sitios correspondientes, los conservamos perfectamente, a fin de que se regocijen de su pureza, tanto si se hallan en nuestras manos, y por tanto a cubierto de todo temor, como cuando se hallan colocados en sus estantes”[…].
Juzgamos preciso instruir a los estudiantes sobre las negligencias fácilmente evitables y que tanto daño hacen a los libros: En primer lugar, ha de observarse gran cuidado al abrir y cerrar el volumen, a fin de que, al concluir la lectura, no los rompan por su desconsiderada precipitación; tampoco han de abandonarlos sin abrocharlos debidamente, pues un libro es bien merecedor de más cuidado que un zapato […].
“Puede que veáis a un joven insensato que pierda su tiempo haciendo que estudia, y es posible que, transido de frío y con la nariz moqueando, no se digne limpiarla con su pañuelo para impedir que el libro que está debajo de ella se manche. ¡Pluguiera a Dios que, en lugar de manuscrito, tuviera debajo un mandil zapatero! Cuando se cansa de estudiar, para acordarse de la página en que quedó, la dobla sin ningún cuidado. O se le ocurre también señalar con su sucia uña un pasaje que le divirtió. O llena el libro de pajas para recordar los capítulos interesantes. Estas pajas que el libro no puede digerir y que nadie se ocupa de retirar, van rompiendo las junturas del libro y acaban por pudrirse dentro del volumen. Tampoco les parece vergonzoso el comer o beber encima del libro abierto y, no teniendo a mano ningún mendigo, dejan los restos de su comida en las páginas del códice. El estudiante […] riega con su salivilla el libro abierto en sus rodillas ¡Y qué más queréis! ¡Qué más puede hacer la negligencia estúpida en perjuicio del libro!” […].


Lección de filosofía a alumnos tonsurados en París. Grandes Chroniques de France. Bibliothèque Municipale de Castres. Fines del XIV.

“Pero cuando cesa la lluvia y las flores aparecen sobre la tierra anunciando la primavera, nuestro estudiante de marras, más menospreciador que observador de los libros, llena un volumen de violetas, rosas y hojas verdes; utiliza sus manos sudorosas y húmedas para pasar las páginas; toca con sus guantes sucios el blanco pergamino y recorre las líneas con un dedo índice recubierto de viejo cuero” […].
“Hay también ciertas gentecillas despreocupadas a quienes se les debería prohibir expresamente el manejo de los libros ya que, apenas han aprendido a hacer letras de adorno, comienzan a glosar los magníficos volúmenes que caen en sus manos; alrededor de sus márgenes se ve a un monstruo alfabetoy mil frivolidades que han acudido a su imaginación y que su cínico pincel tiene la avilantez de reproducir […] y así, muy frecuentemente los más hermosos manuscritos pierden su valor y utilidad”.
Hay igualmente ciertos ladrones que mutilan desconsideradamente los libros y, para escribir sus cartas, recortan los márgenes de las hojas, no dejando más que el texto, o bien arrancan las hojas finales del libro para su uso o abuso particulares: este género de sacrilegio debería estar prohibido bajo pena de anatema. En fin, conviene al decoro de los estudiantes el lavarse las manos cuantas veces salgan del refectorio, al objeto de que sus dedos grasientos no puedan ensuciar, ni los broches del libro, ni las hojas que se vean obligados a pasar” […]
“Finalmente, los laicos que miran con indiferencia un libro vuelto del revés, como si ésta fuera su posición natural, son indignos de tratar con los libros”[…].

Cada vez que se note un defecto en un libro, es preciso remediarlo con presteza, pues nada es más propenso a adquirir mayores proporciones que un desgarro, y una rotura que se abandone por negligencia, más tarde no se puede reparar sin hacer considerables gastos” […].
La tardía -pero provechosa- llegada del “Filobiblion” al mundo editorial hispano

En lo que respecta a las primeras ediciones incunables del Philobiblion, hemos de comentar que la editio princeps fue llevada a cabo en Colonia (Alemania) por G. Gops de Euskrychen (1473). Le siguen a la zaga la editada en Espira, por Johan y Konrad. Hüst (1483) y la de París, [Impressit apud Parrhisios Gaspar Philippus pro Ioanne Paruo, bibliopola parrhisiensi], ya de 1500.
Por otra parte, para ver la primera traducción impresa en España, habremos de  esperar a la versión catalana de Josep Pin i Soler (Barcelona, 1916). La 1ª traducción al castellano será efectuada más tarde por el escolapio Tomás Viñas de San Luis, en una edición limitada de 600 ejemplares de la Librería de los Bibliófilos Españoles (Madrid, 1927) que contaba además con las bellas ilustraciones de Josep Triadó i Mayol

Ilustración de Josep Triadó i Mayol para Bury, Ricardo de, El Philobiblion, muy hermoso tratado sobre el amor a los libros. Traducido directamente del latín por el P. Tomás Viñas San Luis. Madrid, Librería de los Bibliófilos Españoles, 1927. p. 89.
Hasta aquí nuestro discurso sobre De Bury y su Philobiblion. No dejamos de recomendar su lectura completa, ya que el tratado, además de ameno, es una delicia. Por nuestra parte, hemos partido de la edición conmemorativa del Día del Libro 2001, hecha en Salamanca por encargo de la Junta de Castilla y León, con prólogo de Gonzalo Santonja, y basada a su vez en el texto fijado por Federico Sainz de Robles Rodríguez en 1946 (red. : Madrid, Espasa Calpe. 1969). Si se desea, se puede consultar una edición en línea del Filobiblion (El taller de Libros, La Coruña, 2007), en una traducción muy semejante a la que nosotros hemos manejado.

Manuel Pérez Rodríguez-Aragón
Biblioteca Digital Hispánica

También publicado en sendas partes I, II) en el Blog de la BNE

Bibliografía
BOITANI, Piero. “Petrarch and the barbari Britanni”. Proceedings of the British Academy, 146, 9-25. The British Academy, 2007.
BRECHKA, Frank T. “Richard de Bury: The Books He Cherished” en Libri, vol. 33 , nº 4, 1983, pp. 302-315.
BURY, Richard de. Filobiblión: muy hermoso tratado sobre el amor a los libros; [traducción directa del latín, Federico Carlos Sainz de Robles Rodríguez], [Salamanca]: Consejería de Educación y Cultura, Junta de Castilla y León, 2001.
CHENEY, Christopher R. “Notes and documents: Richard de Bury, borrower of books”, Speculum, vol. 48, nº 2 (Apr., 1973), pp. 325-328.
COURTENAY, W. J. “Bury , Richard (1287–1345)“, Oxford Dictionary of National Biography, Oxford University Press, 2004
KITCHIN, George W. Monument to Richard of Bury, Bishop of Durham (A.D. 1333-1345). Leicester: Co-operative printing society, ltd. 1903.
GALIMARD, Bertrand. Le philobiblion: Le premier traité de l’amour des livres. Podcast en francés de la emisión de radio [11 de abril 2006] del Canal Académie: Les Académies et l`Institut Frances sur Internet.
PUIGARNAU, Alfons. “Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval”, enMilenio: Miedo y Religión. IV Simposio Internacional de la SECR, Sociedad Española de Ciencias de las Religiones. Universidad de La Laguna, Tenerife, 3 al 6 de febrero de 2000.
QUINEY, Aitor. Josep Triadó i Mayol: un ilustrador de libros de la época modernista. Barcelona, Biblioteca de Catalunya, marzo 2010, pp. 12-39.