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miércoles, 17 de septiembre de 2014

El mito del incendio de la biblioteca de Alejandría por los árabes **


La historia está poblada de leyendas y fábulas que resisten el paso del tiempo. Alguien dijo, con razón, que los historiadores, a fin de evitarse las molestias de las averiguaciones, se copian los unos a los otros. De manera que las leyendas siguen haciendo parte de la historia, pero ninguna de ellas ha tenido la tenacidad de aquella relativa al incendio de la biblioteca de Alejandría por los musulmanes. Esta falsedad ha sido repetida, de siglo en siglo, hasta el cansancio, en todos los idiomas. Hasta un escritor como Jorge Luis Borges incursionó poéticamente sobre el tema. La que sigue es una sucinta exposición fundamentada en las investigaciones de historiadores y científicos que logran precisar el origen y la razón de la falsificación.

Alejandría fue fundada cerca del delta del Nilo por Alejandro el Grande el 30 de marzo de 331 antes de Cristo. Ptolomeo I Soter (el ‘Salvador’), que había sido uno de los mejores generales de Alejandro, inició en Egipto una dinastía de sangre griega de la cual la famosa Cleopatra sería su último soberano.

Según lo manifiesta el obispo griego san Ireneo (c.130-c.208), Ptolomeo fundó en Alejandría, en el barrio del Bruquión, cerca del puerto, la que sería conocida como la Biblioteca-Madre, y ordenó la construcción del Faro, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Su hijo, Ptolomeo II Filadelfos (‘Amigo como Hermano’), llevó a cabo el proyecto de su padre construyendo el Faro y el Museo, este último considerado como la primera universidad del mundo en su sentido moderno, y además compró las bibliotecas de Aristóteles y Teofrasto, reuniendo 400.000 libros múltiples (symoniguís) y 90.000 simples (amiguís), como lo asevera el filólogo bizantino Juan Tzetzes (c.1110-c.1180) basado en una ‘Carta de Aristeas a Filócrates’ que data del siglo II a.C.
Por entonces los manuscritos se escribían sobre láminas de papiros, un vegetal muy abundante en Egipto, que crece en las adyacencias del Nilo. Según nos informa Plinio el Viejo (23-79) en su Historia Natural, a causa de la rivalidad de la Biblioteca de Pérgamo con la Biblioteca de Alejandría, Ptolomeo Filadelfos prohibió la exportación de papiro; en consecuencia, en Pérgamo se inventó el pergamino; éste se conseguía preparando la piel de cordero, de asno, de potro y de becerro, y cuando más lisa y suave fuera la piel que se utilizaba, más se la apreciaba. El pergamino era más resistente que la hoja de papiro y además ofrecía la ventaja de que se podía escribir sobre ambos lados.

Ptolomeo III Everguétis (el ‘Benefactor’) será el fundador de la Biblioteca-hija en el Serapeum (templo dedicado a Serapis, una divinidad que deriva de la unión de Osiris y Apis identificada con Dionisos), en la Acrópolis de la colina de Rhakotis, que sumará 700.000 libros, según el escritor latino Aulio Gelio (c.123-c.165). Esta finalmente reemplazará a la Biblioteca-madre a fines del siglo I a.C., luego del incendio provocado durante las luchas entre los legionarios de Julio César y las fuerzas ptolemaicas de Aquilas, entre agosto del 48 y enero del 47 a.C. en el puerto de Alejandría.

Durante el siglo IV d.C., luego de la proclamación del cristianismo como la religión oficial del imperio romano, la seguridad de los santuarios griegos comenzó a ser amenazada. Los viejos cristianos de la Tebaida y los prosélitos odiaban la Biblioteca porque ésta era, a sus ojos, la ciudadela de la incredulidad, el último reducto de las ciencias paganas. Por esa época parecía impensable que un siglo antes allí hubiera estudiado y formado cientos de discípulos un filósofo como Plotino (205-270), fundador del neoplatonismo.

La situación se tornó particularmente crítica durante el reinado de Teodosio I (375-395), el emperador que no aceptó tomar el título pagano de pontífice máximo y que trató de acabar con la herejía y el paganismo. Por orden de Teófilo, obispo monofisita de Alejandría, que había peticionado y conseguido un decreto imperial, el Serapeum, el complejo que contenía la preciosa biblioteca y otras dependencias fueron destruidos y saqueados. “Tras el edicto del emperador Teodosio I en el año 391, mandando cerrar los templos paganos, esta magnífica Biblioteca-hija pereció a manos de los cristianos en el 391, fecha de la violenta destrucción e incendio del Serapeum alejandrino; las llamas arrasaron allí la última y fabulosa biblioteca de la Antigüedad. Según las Crónicas Alejandrinas, un manuscrito del siglo V, fue el patriarca monofisita de Alejandría, Teófilo (385-412), conocido por su fanático fervor en la demolición de templos paganos, el destructor violento del Serapeum” (Pablo de Jevenois: “El fin de la Gran Biblioteca de Alejandría. La leyenda imposible”, en Revista de Arqueología, Madrid, 2000, p. 37).

El renombrado historiador y teólogo visigodo Paulo Orosio (m. 418 d.C.), discípulo de san Agustín, en su Historia contra los paganos, certifica que la biblioteca alejandrina no existía en 415 d.C.: “Sus armarios vacíos de libros… fueron saqueados por hombres de nuestro tiempo”.
Su desaparición significó la pérdida de aproximadamente el 80% de la ciencia y la civilización griegas, además de legados importantísimos de culturas asiáticas y africanas, lo cual se tradujo en el estancamiento del progreso científico durante más de cuatrocientos años, hasta que felizmente sería reactivado durante la Edad de Oro del Islam (siglos IX-XII) por sabios de la talla de ar-Razi, al-Battani, al-Farabi, Avicena, al-Biruni, al-Haytham, Averroes y tantos otros.

Mitómanos y detractores

Entre la avalancha de acusaciones que señalan a los árabes musulmanes como los autores de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, hemos seleccionado tres ejemplos. El primero se refiere a la nota titulada “¡Prendan fuego!”, firmada por Belisario Segón y aparecida en El Tribuno de Salta (domingo 23 de febrero de 1986, pp. 4 y 5). De la misma extractamos estos párrafos: “Ese ejercicio perverso de prender fuego al saber escrito -pretextando cualquier motivo de tipo religioso, racial, político o ideológico- pasó a la historia con el nombre de ‘omarismo’ (…) ¿Cuándo nace el ‘omarismo’? Probablemente con la quemazón de la Biblioteca de Alejandría. Se sabe que la incineración de sus libros respondió a un programa de gobierno cuyo jefe -en ese entonces dueño de un gran imperio- fue el califa Omar. Él, al mando de un ejército de 4.000 hombres, en nombre de Mahoma, entró a conquistar Egipto en el año 640. (…) Cuando llegó a tomar Alejandría, el oficial que comandó la patrulla que allanó la célebre biblioteca, el ignorante Amrú, se dirigió a Omar y le detalló la cantidad de libros existentes. Sin ninguna curiosidad por los legendarios y miles de papiros que había en los cientos de estantes, Omar -semianalfabeto y rudo- le espetó la siguiente frase a su miliciano: ‘Si esos escritos están conformes con el Corán, son inútiles, y si ocurre lo contrario no deben tolerarse’. Entonces Amrú, dando voces de mando, salió a quemar la Biblioteca de Alejandría, como venganza de los árabes que veían en sus guerras santas el reinado de Dios. Los volúmenes y papiros fueron extraídos del edificio y enviados a las calderas de los baños de la ciudad. Sirvieron de combustible durante seis meses, perdiéndose el tesoro de la humanidad más preciado: los manuscritos originales de los mejores pensadores griegos, judíos y egipcios. El ‘omarismo’ había logrado su objetivo gracias a un grupo de sarracenos fanatizados. (…) El fanatismo de Omar, ¿hasta cuándo seguirá acechando a las obras maestras escritas y a las bibliotecas de todos los tiempos?”.

El segundo ejemplo fue publicado por el matutino Clarín (martes 25 de septiembre de 1990), en su suplemento de Ciencia y Técnica (p. 3), con el título “¡Algo se quemó en Alejandría!” y la signatura del articulista Leonardo Moledo, que dice cosas como éstas: “La calurosa costumbre de quemar libros dista de ser un invento moderno. La Biblioteca de Alejandría, que fue la más grande de la antigüedad, terminó su larga vida al ser incendiada por el califa Omar en el año 644, que lo hizo basándose en un curioso argumento: ‘Los libros de la biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces son redundantes. Este razonamiento notable, que fue objeto de un exquisito comentario del filósofo argentino Tomás Simpson, costó a la memoria humana una buena cantidad de obras irrecuperables”.

El último ejemplo son los versos finales del poema de Borges que lleva por título “Alejandría, 641 A.D.” (J.L. Borges: Obra Poética, Emecé, Buenos Aires, 1977, pp. 507-508):

En el siglo I de la Hégira,
Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
Y que impone el Islam sobre la tierra,
Ordeno a mis soldados que destruyan
Por el fuego la larga Biblioteca…
Los inventores de la leyenda

El profesor Mustafá el-Abbadi, doctorado en la Universidad de Cambridge y director de la Nueva Biblioteca de Alejandría, es el especialista que ha analizado concienzudamente los pormenores de la invención, esclareciendo acabadamente sobre los personajes y móviles que la fraguaron: “En el año 642, el general árabe Amr conquistó Egipto y ocupó Alejandría. Los acontecimientos del comienzo de la conquista árabe han sido relatados por historiadores de ambos bandos, tantos árabes como coptos y bizantinos. Sin embargo, durante más de cinco siglos después de la conquista no se puede encontrar ninguna referencia a una biblioteca de Alejandría bajo la dominación árabe. De repente, a principios del siglo XIII, encontramos un relato en el que se describe cómo Amr había quemado los libros de la antigua biblioteca de Alejandría” (Mustafá el-Abbadi: La Antigua Biblioteca de Alejandría. Vida y destino, Unesco, París-Madrid, 1994, p. 184).

Seguidamente, el profesor El-Abbadi se refiere a dos escritores árabes que, por razones estrictamente relacionadas a su tiempo, se encargaron de fabricar los argumentos que darían pie a la leyenda. Uno es Abdulatif al-Bagdadi, nacido y muerto en Bagdad (1162-1231); el otro es Ibn al-Qifti, nacido en Qift (la antigua Coptos), Alto Egipto, en 1172, y fallecido en Alepo en 1248. Sobre Abdulatif dice El-Abbadi que “era un gran médico que residió en Siria y Egipto hacia el 1200 (565 de la Hégira). A raíz de su visita a Alejandría cuenta en un texto confuso que vio el gran pilar (normalmente llamado el Pilar de Pompeyo), alrededor del cual se encontraban otras columnas. Entonces añade una opinión personal: “Creo -dice- que se trataba del emplazamiento del pórtico donde Aristóteles y sus sucesores impartían sus enseñanzas; era el centro de estudio creado por Alejandro cuando fundó la ciudad; ahí se encontraba el almacén de libros que fue incendiado por Amr, por orden del califa Omar [Viaje a Egipto, Ifada wa I'tibar]. Es evidente que lo que Abdulatif dice a propósito de Aristóteles y Alejandro es incorrecto; el resto de sus afirmaciones acerca del incendio del depósito de libros no está documentado y por lo tanto no tiene valor histórico.” (El Abbadi: Op. cit., p. 185).

Vale recordar que Aristóteles nunca estuvo en Alejandría y que cuando Alejandro fundó su primera Alejandría delante de la isla de Faros, no vería ningún edificio pues partió rápidamente hacia el oasis de Siwa para luego continuar con su expedición al Asia Central y la India. La clave de esta fábula es, sin embargo, Ibn al-Qifti. Éste relata que había un cura copto llamado Juan el Gramático que presenció la ocupación de Alejandría por los musulmanes y trabó amistad con Amr Ibn al-‘Ãs al-Quraishi (594-663) -el fundador de al-Fustat (origen urbano de El Cairo)-, a quien solicitó el acceso a los libros de sabiduría que pudieran encontrarse en el tesoro real de los bizantinos, negándose Amr a disponer de tales libros sin la autorización del califa Umar Ibn al-Jattãb (591-644), la que solicitó por carta, recibiendo la respuesta conocida.

Ibn al-Qifti comete una acronía al ubicar a Juan el Gramático a mediados del siglo VII. Éste, también llamado Juan Filopón (Philoponos), había sido un filósofo y gramático griego cristiano que vivió entre 490 y 566 y jamás pudo estar con vida en Alejandría en 641. Dice El-Abbadi: “Más importante es el segundo relato, mucho más completo, que Ibn Al-Qifti proporciona en su Historia de los Sabios (en el siglo XIII d.C. o siglo VII de la Hégira)… Amr ordenó entonces repartir los libros entre los baños de Alejandría para que fueran utilizados como combustible para la calefacción, se requirieron seis meses para quemarlos.” “Escuchad y maravillaos”, concluye el autor.

Después de Ibn Al-Qifti, otros autores árabes repitieron su relato, a veces entero, a veces de forma abreviada. No fue conocido en Europa hasta el siglo XVII, cuando dio pie a una polémica sobre la autenticidad de todo el relato. Éste ha sido criticado en numerosas ocasiones, aunque apenas hay dudas de que J.H. Butler, también arabista, era el historiador más calificado para formular objeciones [J.H. Butler: The Arab Conquest of Egypt, Oxford, 1902; 2ª ed., P.M.Fraser, 1978, pp. 400 y ss.] … A partir del siglo IV los libros solían ir escritos sobre pergamino, que no arde. El móvil del uso económico, consistente en quemar los libros para calentar los baños públicos, revela el carácter ficticio de toda la historia” (El-Abbadi: Op. cit., pp. 186-187).

Analicemos hasta qué punto son absurdos los argumentos de esta leyenda. Se pretende que el número de los baños que fueron calentados por los volúmenes de la biblioteca eran cuatro mil. Por consiguiente, si se hubieran destruido veinte volúmenes solamente por baño y por día, el total luego de seis meses sería de 14 millones cuatrocientos mil volúmenes. Ahora bien, si los baños de Oriente tenían piscinas de agua caliente a sesenta grados, es totalmente imposible que veinte volúmenes puedan dar el número necesario de calorías; y si tenemos que multiplicar por cinco, como ejemplo, el número de volúmenes de cada baño, se pasará al límite del desatino. Tengamos presente que el número mayor de volúmenes que albergó la biblioteca alejandrina fue de setecientos mil, y es probable que ésa sea incluso una cifra un poco exagerada.

Ahora veamos el resto de la investigación del profesor El-Abbadi que nos conducirá a una insospechada conclusión: “Primeramente, el pasaje relativo a Juan el Gramático esta extraído casi literalmente de la obra de Ibn Nadim [que vivió en Bagdad entre 936-c.995/998, autor del famoso Kitab al-Fihrist, 'El Libro de los índices']… Es significativo que Al-Nadim hubiera consignado todos los detalles tomados por Al-Qifti sobre la vida de Juan el Gramático, incluyendo su relación con Amr; pero no menciona la conversación sobre la biblioteca… en cuanto al pasaje relativo al divertido intercambio de mensajes entre Amr y el califa, y el modo tan utilitario de emplear los libros para calentar los baños, no se encuentra ninguna fuente más antigua. Esto muestra que, hasta el siglo XII, los escritores árabes y bizantinos se interesaban por la Biblioteca de Alejandría y su historia, pero ninguno de ellos tenía constancia de que hubiera sobrevivido hasta la conquista árabe. Es, por lo tanto, razonable pensar que sólo el tercer pasaje, el que se refiere a los libros arrojados al fuego por Amr, es una invención correspondiente al siglo XII (siglo VII de la Hégira).
Para confirmar esta suposición, hay que aportar dos precisiones. ¿Qué acontecimiento se produjo en el siglo XII que pudiera suscitar un repentino interés por el destino de la Biblioteca de Alejandría y que se llevara a responsabilizar a Amr de su destrucción? Por otra parte, ¿por qué después de un total silencio de más de ocho siglos tras la destrucción del Serapeum, Ibn Al-Qifti se muestra tan deseoso de contar tal historia con todo lujo de detalles?

Para responder a la primera pregunta, debemos recordar que los siglos XI y XII (siglos V y VI de la Hégira) fueron una época decisiva en la historia de las Cruzadas y determinante en la historia del mundo. Es en esos dos siglos cuando se decide el futuro de la historia del mundo… Por entonces ya se sabía que, en las grandes ciudades del mundo musulmán, había bibliotecas célebres que reunían gran cantidad de libros y, concretamente, antiguos libros griegos… La traducción del árabe al latín se convirtió en un elemento clave para el renacimiento del saber, y muchas obras de los clásicos griegos fueron conocidas indirectamente en Europa gracias a traducciones árabes. Además de las obras de Euclides, las de Hipócrates y las de Galeno, la Almagesta de Ptolomeo, las de Aristóteles con los comentarios de Avicena, las de Averroes y muchas otras fueron sistemáticamente investigadas y traducidas del árabe al latín en Occidente, durante los siglos XII y XIII.

Durante esa época, la situación de los libros y de las bibliotecas en el Oriente musulmán fue totalmente diferente. Algunos incidentes ocurridos en tiempos de las Cruzadas, en los siglos XI y XII, tuvieron como consecuencia la destrucción de las bibliotecas. El primer hecho de este tipo tuvo lugar durante la gran hambruna que azotó Egipto hacia 1070 (460 de la Hégira): el califa fatimita Al-Mustansir se vio obligado a poner en venta miles de libros de la Gran Biblioteca Fatimita de El Cairo para pagar a sus soldados turcos. En cierta ocasión vendió “18.000 libros relacionados con las ciencias antiguas”…

Tras establecer su poder en Egipto, Saladino necesitaba mucho dinero para proseguir sus campañas contra los cruzados y pagar a quienes le habían ayudado o servido. Por eso ofreció o puso en venta muchos de los tesoros que había confiscado. Sabemos que en dos ocasiones las colecciones de las bibliotecas públicas figuraron entre estos tesoros… Según Maqrizi [historiador nacido en el Líbano en 1365 y muerto en Egipto en 1442, autor de al-Jitat, 'El Catastro'], después de que Saladino conquistara Egipto (1171, 567 de la Hégira), anunció la distribución y venta de los enseres de la célebre biblioteca fatimita… El hecho aparece confirmado por los detalles aportados por Abu Shama [historiador damasquino que vivió entre 1203-1268, autor de Kitab ar-Raudatein fi ajbar al-daulatein, 'Libro de los dos jardines'], quien cita a uno de los ayudantes de Saladino, Al’Emad, que indicó que la biblioteca contenía en aquella época “120.000 volúmenes encuadernados en cuero de los libros inmortales de la antigüedad…; ocho cargamentos de camello transportaban parte de estos libros hasta Siria”. Así fue como Saladino liquidó los restos de una biblioteca que antaño, según Abu Shama, había contenido más de dos millones de volúmenes, antes de que los fatimitas empezaran a venderlos… De todo esto se deducen dos puntos importantes. En primer lugar, había un importante aumento de la demanda de libros en Occidente en la época de las Cruzadas, en concreto en el siglo XII, un período en el que Europa recupera el gusto por el saber y que ha sido llamado protorrenacimiento… El segundo aspecto sorprendente es la tristeza que se desprende de los relatos, y que se traduce en el sentimiento generalizado de rencor y descontento ante la pérdida de tan preciado patrimonio de sabiduría. Saladino fue punto de mira de amargas críticas, en particular de algunos supervivientes del antiguo régimen, a los que temía y que intentó eliminar. En consecuencia, era necesario que los partidarios del nuevo orden se movilizasen para defenderlo y justificar los actos del nuevo soberano. Sin duda fue por eso por lo que Ibn Al-Qifti [su padre había servido a Saladino como juez en Jerusalén y él mismo fue juez en Alepo desde 1214] hizo figurar en su Historia de los Sabios el fantasioso pasaje de la orden dada por Amr de utilizar los libros de la Antigua Biblioteca de Alejandría como combustible para calentar los baños públicos de la ciudad, con lo que daba a entender que es menor crimen el vender los libros en una situación de necesidad, que arrojarlos al fuego” (El-Abbadi: Op. cit., pp. 188-196).

La versión de Abulfaragius

Iuhanna Abu al-Farag Ibn al-Ibri (1226-1289), latinizado Abulfaragius Bar Hebraeus (‘el hijo del hebreo’), era hijo de un médico judío, Aarón de Malatia (hoy Turquía), que se hizo cristiano. En 1264 fue nombrado mafrián, arzobispo de los jacobitas orientales; su asiento estaba en Mosul (Irak), sin embargo, habitaba las ciudades iraníes de Tabriz y Maragha, donde residían los emperadores mogoles. Bar Hebraeus es autor de una voluminosa obra de la historia de Siria, país donde residió largo tiempo, y otra conocida en Occidente como “Historias de las Naciones” (History of Nations, traducida por Edward Pococke, Oxford, 1665; 2ª ed. 1806). Su obra, incongruente y contradictoria, no es para nada confiable. Los historiadores europeos de los siglos XVII y XVIII especializados en temas árabes e islámicos como Gibbon, Ocley, Gagnier, Boulainvilliers o Niebuhr sólo tomaron en cuenta sus descripciones geográficas y culturales, obviando sus comentarios sobre los hechos políticos, por lo general insubstanciales e indocumentados.

Los modernos investigadores señalan a este conspicuo representante monofisita como el propagador principal del mito de la quema de la biblioteca alejandrina por los árabes, que sirvió durante cierto tiempo para echar una columna de humo sobre la identidad del verdadero responsable, su correligionario Teófilo: “El hecho es que se trata de una invención tardía, con fines de desprestigio político, tejida en el siglo XIII, 600 años más tarde de la conquista árabe de Egipto y en plenas Cruzadas; su súbita aparición coincide con la breve conquista de Alejandría y Egipto por San Luis IX (1249-50), en la VII Cruzada, lo que despertaría el interés por la ciudad legendaria y reavivaría la memoria de la pavorosa destrucción por los cristianos monofisitas de la Biblioteca-Hija de Alejandría, la última gran biblioteca de la Antigüedad. El mismo siglo XIII que vio además a los últimos cruzados abandonar el Medio Oriente, tras el fracaso de la VII Cruzada y las victorias de Baybars, el sultán mameluco de Egipto, en 1260. Quien propagó la leyenda fue un enciclopedista sirio monofisita, Aboul Farag Ibn al-Ibri, monje de Antioquía, obispo de Lakabin a los veinte años, más tarde de Alepo y Primado de la comunidad cristiana oriental hasta su muerte (…) Su acusación aparece inserta en su Specimen Historiae Arabum, dentro de su obra más famosa, Chronicon Syriacum, historia universal desde Adam hasta su tiempo, escrita en siríaco, con un resumen en árabe. (…) El relato finaliza acusando al general Amru de haber quemado entonces los miles de libros de la famosa Biblioteca de Alejandría por orden del califa Omar, haciéndole a él y a su pueblo responsable ante la Historia de semejante hecatombe cultural. Así nació la versión imposible de la leyenda, a fines del medievo, en el siglo XIII. (…) Esta singular afirmación de Abulfaragius es un hapax legomenon, apareciendo una sola vez en todo el medievo. Incluso única en su género, provocaría la difusión en Occidente de la famosa leyenda atribuyendo el incendio de la Gran Bibloteca a sus más encarnizados enemigos de la época, a la religión rival monoteísta que llegaba triunfante del fondo del desierto arábigo. (…) La leyenda, sesgada y falsa, ignora completamente la afirmación del obispo de Constancia y padre de la Iglesia, Epiphanios (315-403), en su Patrología Graeca, quien afirmaba que “… el lugar de Alejandría donde una vez estuvo la Biblioteca, ahora es un páramo”. (…) Por tanto, la leyenda es, efectivamente, una fábula inventada, un engaño imposible que no resiste ni un somero análisis crítico. Los árabes nunca incendiaron la Gran Biblioteca de Alejandría; sencillamente porque, cuando llegaron en el siglo VII, ya hacía cientos de años que no existía” (Pablo de Jevenois: Op. cit, pp. 27, 28, 32 y 41).
En realidad, Abulfaragius no fue nada original y no hizo otra cosa que repetir las historietas de Abdulatif de Bagdad e Ibn al-Qifti ya explicadas.

Gustavo Le Bon (1841-1931), el islamólogo francés, añade que “Amru se mostró indulgente con los habitantes de la gran ciudad, y no sólo les evitó todo acto de violencia sino que procuró ganarse su voluntad, escuchando todas sus reclamaciones y procurando satisfacerlas. En cuanto al pretendido incendio de la biblioteca de Alejandría, semejante vandalismo eran tan impropio de las costumbres de los árabes, que cabe preguntarse cómo tan disparatada leyenda ha podido hallar crédito durante tanto tiempo entre muchos escritores formales (…) Ha sido facilísimo demostrar por medio de citas muy claras, que muchos antes de los árabes, los cristianos habían destruido los libros paganos de Alejandría con el mismo tesón conque habían destruido las estatuas, y por consiguiente que Amru no quemó ni halló libros que quemar” (G. Le Bon: La Civilización de los Arabes, Editorial Arábigo-Argentina “El Nilo”, Buenos aires, 1974, capítulo IV, p. 193).
“La leyenda muy bien pudo nacer de la necesidad de explicar la desaparición de la biblioteca, cuya existencia se conoció más tarde en el mundo musulmán cuando se tradujeron las obras de los grandes filósofos y científicos griegos al árabe” (Hipólito Escolar Sobrino: La Biblioteca de Alejandría, Gredos, Madrid, 2001, pp. 123-124).

Por último, quisiéramos citar el comentario que hace el doctor Muhammad Mahir Hamada para refutar los argumentos de la leyenda: “El hecho de quemar libros y de destruir los vestigios de las civilizaciones no está en la naturaleza del Islam ni en la de los musulmanes, puesto que el Islam es una religión que fomenta el saber y el estudio” (M.M. Hamada: Al-Maktabat fil-Islam ‘Las bibliotecas del Islam’, Al-Risala Publishers, El Cairo, 1390/1970, p. 24, en árabe).

Bibliófilos por tradición

Sabido es entre los hombres de ciencia y erudición que los musulmanes siempre han mostrado por los libros el mayor de los respetos y los cuidados. Siempre estuvieron más orgullosos de sus bibliotecas y librerías que de sus armas, palacios y jardines. Durante el siglo X, en la Alta Edad Media, cuando los castillos de los príncipes cristianos tenían bibliotecas de diez volúmenes, mientras no excedían de treinta a cuarenta las de los monasterios más famosos por su ciencia, como Cluny o Canterbury, la de los califas de Córdoba alcanzaban los cuatrocientos mil.
“Cuando los árabes, inspirados por las enseñanzas de Mahoma, salieron del desierto en el siglo VII, no tenían literatura excepto el Corán. En el curso de trescientos años, las bibliotecas musulmanas se extendieron desde España hasta la India por tierras que habían sido parte de los imperios romano, bizantino y persa. Contrariamente a muchos pueblos conquistadores, los árabes tenían gran respeto por las civilizaciones que conquistaban. Consideraban fuente de inspiración el conocimiento de los griegos, los persas y los judíos. Cuando el poeta abasida al-Mutannabi proclamó que “el asiento más honorable de este mundo es la montura de un caballo”, agregó que “el mejor compañero siempre será un libro”. (…) Influenciados por las antiguas tradiciones literarias de Bizancio y Persia, los árabes estudiaron las ciencias filosóficas: medicina, astronomía, geometría y filosofía. Al principio traducían trabajos antiguos, pero los musulmanes, que poseían el conocimiento sagrado, pronto contribuyeron prolíficamente a la literatura científica. A través de sus trabajos la Europa cristiana recibió la inspiración para su Renacimiento” (Fred Lerner: Historias de las bibliotecas del mundo. Desde la invención de la escritura hasta la era de la computación, Editorial Troquel, Buenos Aires, 1999, capítulo V, Bibliotecas del mundo islámico, p. 85).

El arabista e islamólogo holandés Reinhart Dozy (1820-1883) en su pormenorizado trabajo sobre la España islámica, nos ofrece estos datos ejemplares sobre el cordobés al-Hakam II (califa entre 961 y 976): “Nunca había reinado en España príncipe tan sabio, y aunque todos sus predecesores habían sido hombres cultos, aficionados a enriquecer sus bibliotecas, ninguno buscó con tal ansia libros preciosos y raros. En El Cairo, en Bagdad, en Damasco y en Alejandría, tenía agentes encargados de copiarle o de comprarle a cualquier precio libros antiguos y modernos. Su palacio estaba lleno, era un taller donde no se encontraban más que copistas, encuadernadores y miniaturistas. Sólo el catálogo de su biblioteca se componía de cuarenta y cuatro cuadernos, de veinte hojas, según unos, de cincuenta según otros, y no contenía más que el título de los libros, no su descripción. Cuentan algunos escritores que el número de volúmenes subía a cuatrocientos mil. Y Haquem los había leído todos, y lo que es más, había anotado la mayor parte (…) Libros compuestos en Persia y en Siria le eran conocidos, muchas veces antes que nadie los hubiera leído en Oriente” (R. Dozy: Historia de los Musulmanes de España, Ediciones Turner, Madrid, 1984, Tomo III, El Califato, V, pp. 97-98).

**  Por Ricardo Shamsuddín Elía :(Historiador, miembro del Instituto Argentino de Cultura Islámica).