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lunes, 28 de mayo de 2018

¿Es el fin de Internet? Trump elimina la neutralidad de la red por decreto



Internet es por lejos, la obra de ingeniería más compleja jamás construida por la civilización. Pero una decisión de Donald Trump , que entrará en vigor el 11 de junio, pone en jaque, al menos en Estados Unidos , uno de sus principios básicos: la neutralidad de la Red .

¿Qué es la neutralidad? Que todos los paquetes de datos deben ser tratados igual. Que ni los proveedores de conexión Internet ni los operadores de banda ancha pueden discriminar arbitrariamente ningún paquete.
Para entender este enunciado (y, luego, algunas de sus sutilezas) es necesario mirar dentro del mecanismo sobre el que funciona Internet. Toda la información que circula por la Red lo hace encapsulada en paquetes de datos. No importa si es un mensaje deWhatsApp , una publicación en Facebook , una foto de Instagram o un mail, toda la información circula como paquetes discretos que se mueven de forma autónoma, independiente y adaptable. En el camino, una infraestructura que opera automáticamente les va indicando la mejor ruta para llegar a destino. Al final, en un pestañeo, los paquetes se reensamblan y vemos el mensaje de WhatsApp, el post en Facebook, la foto en Instagram .

Al deconstruir la información en piezas simples, los creadores de esta tecnología -los estadounidenses Bob Kahn y Vinton Cerf- consiguieron lo impensable: conectar redes muy diversas entre sí. Crearon, con la tecnología Internet (también conocida como TCP/IP), el lenguaje universal de las redes.
Al revés de lo que se cree, Internet no conecta computadoras; conecta redes, y este fue precisamente su aporte disruptivo, cuando se la puso en marcha, el 1° de enero de 1983. Si desde la Redacción de LA NACION se puede visitar las páginas de un sitio en Japón, eso es porque la red del diario y la del sitio japonés están conectadas a Internet, saben hablar ese idioma común.
Con el correo postal, las cartas (los paquetes de datos) llegan sin importar cuál sea el idioma que se habla en el país del destinatario o del remitente, si las calles tienen números o nombres, o si son de asfalto, tierra o adoquines.
Vinton Cerf, uno de los creadores de Internet, y Tim Berners-Lee , el inventor de la Web, son férreos defensores de la neutralidad. Pero Bob Kahn, el coautor de los protocolos de Internet, se opone a la neutralidad. ¿Cómo puede ser? ¿No es lógico evitar la discriminación arbitraria? ¿Acaso la neutralidad no nivela la cancha para que cualquier nuevo emprendedor pueda prosperar e innovar sin pedir permiso ni pagar peajes? Por supuesto que sí. El problema es que no existe una única definición de neutralidad. Kahn habla de discriminar paquetes para mejorar la calidad del servicio, algo que Internet hace por diseño. Cerf habla de discriminación arbitraria (por ejemplo, para que el proveedor de conexión gane más dinero o privilegie sus propios servicios). Ambos tienen razón, porque cada uno habla de una neutralidad diferente.

 

Polarización

Aparte de que es un asunto extremadamente técnico, también está fuertemente polarizado. En Estados Unidos, el demócrata está a favor de la neutralidad, mientras que el republicano, no. El problema de esta polarización es que, como se vio arriba, la neutralidad no tiene una sola definición. Tiene al menos dos. De hecho, la escala de Internet es tan fabulosa que conduce a paradojas desconcertantes. Una de ellas podría resumirse así: Internet no podría funcionar si fuera 100% neutral, pero tampoco podría hacerlo sin un alto grado de neutralidad.
El retruécano se esconde en cuestiones de ingeniería, donde la política no hace pie. Hagai Bar-El, un ingeniero en seguridad informática israelí, definió así la neutralidad: "Es la adhesión al paradigma de que la operación en una cierta capa de un componente de la Red (o un proveedor) que ha sido constituido para operar en esa capa no sufre la influencia de la interpretación de los datos procesados en las capas superiores".
Clarísimo, ¿no? En este abismo entre el debate político, el eslogan para la tribuna, los intereses económicos y las sutilezas técnicas de la Internet real se ancla la polémica que viene subiendo de volumen desde hace tres años en Estados Unidos. Es decir, la polémica sobre si Internet debe ser neutral por decreto o debe dejar de serlo por decreto.

Obama versus Trump

Durante la mayor parte de su historia, Internet fue lo bastante neutral como para garantizar la innovación y la competencia equitativa. Pero, como suele ocurrir en esta industria, a principios de siglo se inició un fuerte proceso de concentración. Google y Facebook se quedaron con el negocio de la publicidad online. Netflix , con el cine y las series por streaming. Amazon y Alibaba, con el comercio electrónico. Y también se concentró el negocio de las telecomunicaciones, esto es, los proveedores de conexión y de infraestructura.
A los primeros les convenía la neutralidad. A los otros, desde luego, no. La tensión se puso al rojo vivo cuando Comcast (un proveedor de conexión) estranguló el tráfico de datos de Netflix para forzar un acuerdo comercial, violando la neutralidad.
Para evitar tales abusos, en 2015, la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos (FCC, por sus siglas en inglés) estableció que los operadores de banda ancha quedaran clasificados bajo el Título II de la ley de telecomunicaciones de ese país. Pasaron así a ser common carriers y quedaron sujetos a reglas de interconexión y de no discriminación. Barack Obama había decretado la neutralidad de la Red.
Donald Trump , previsiblemente, hizo lo opuesto. Puso al frente de la FCC a Ajit Pai -exabogado de Verizon, uno de los principales operadores de banda ancha-, y la neutralidad quedó otra vez en entredicho. En diciembre de 2017, por tres votos contra dos, la FCC de Trump revirtió el decreto de Obama y cuando la nueva regulación entre en vigor, el 11 de junio, dará carta blanca a los proveedores de conexión para discriminar arbitrariamente el tráfico de datos.
"El efecto de esta medida será un acceso a Internet más barato, rápido y de mejor calidad, así como la Internet libre y abierta que hemos tenido durante muchos, muchos años", les dijo Pai a los periodistas.
Su colega en la FCC, la demócrata Jessica Rosenworcel, fue categórica al criticar el decreto. "La agencia no escuchó al pueblo estadounidense y le dio poca importancia a su profunda convicción de que una Internet abierta debe convertirse en una ley nacional -declaró-. La FCC está del lado equivocado de la historia, del lado equivocado de la ley y del lado equivocado respecto del ciudadano estadounidense".
Nótese, sin embargo, que ambos enfatizan el concepto de una Internet abierta. Otra paradoja. Pero más fácil de entender. Internet nació como un experimento académico, entre pares (ver aparte). Esta apertura dio origen a la neutralidad. No al revés. La neutralidad fue un resultado de aquel estado de cosas.
Luego, la descomunal concentración de la industria de Internet creó silos cada vez más estancos y opacos, pero de los que dependía cada vez más la economía global. Antes de liquidar la neutralidad, la industria misma había terminado con la Internet abierta de los primeros años.

Resistencia

Tal vez el único aspecto positivo de la medida antineutralidad de la FCC es que los operadores están obligados (en Estados Unidos) a hacer públicos sus acuerdos comerciales; es decir, la forma en que administran el tráfico. El problema es que estas tecnologías son cajas negras y, por lo tanto, detectar y fiscalizar abusos es extremadamente difícil.
"El fin de la neutralidad afectará el tráfico igualitario de contenidos en Internet, ya que en la práctica podrá derivar en una mayor velocidad para la circulación de ciertos paquetes de datos en detrimento de otros -observa Fernando Tomeo, abogado especialista en nuevas tecnologías-. Si bien los proveedores de conexión tendrán la llave para discriminar paquetes, también es cierto que conductas de este tipo los exponen a demandas y sanciones".
Por su parte, Martín Elizalde, de Foresenics Argentina, sostiene que: "En Estados Unidos la resistencia al cambio ya se manifiesta en el ámbito estatal; varios estados federales se oponen a la derogación de la norma con leyes que restaurarán -en su ámbito territorial- la antigua neutralidad. En la Argentina la ley 27.078 establece en su artículo 57 que los prestadores de servicios no podrán bloquear, interferir, discriminar, entorpecer, degradar o restringir la utilización, envío, recepción, ofrecimiento o acceso a cualquier contenido, aplicación, servicio o protocolo salvo orden judicial o expresa solicitud del usuario. Y tampoco fijar el precio de acceso a Internet en virtud de los contenidos, servicios, protocolos o aplicaciones que vayan a ser utilizados u ofrecidos a través de los respectivos contratos".
Sin embargo, para Enrique Chaparro, matemático, especialista en redes y secretario del Consejo de Administración de la Fundación Vía Libre, "la ley se incumple abiertamente ante la inacción del ente encargado de regular las comunicaciones."

Lucha de titanes

Para Chaparro, aunque la idea núcleo de la neutralidad está bien, "la discusión está un tanto fuera de foco, es incluso un poco anacrónica. Internet se ha vuelto más chata y los grandes jugadores montan sus propias redes privadas por fuera de la Internet pública, para prescindir de los servicios de los operadores de banda ancha globales." A su juicio, esta batalla es más bien entre colosos. De un lado, los operadores de banda ancha. Del otro, compañías como Google o Netflix. "El problema parece ser menos de neutralidad que de concentración," observa.
De hecho, la concentración ha sido históricamente el talón de Aquiles de la revolución digital. AT&T, IBM, Microsoft, Google, Facebook, donde se mire, la innovación y el efecto democratizador de las computadoras e Internet se han visto bajo la amenaza del abuso de los monopolios. La neutralidad no es sino una nueva víctima. Pero todo indica que, dadas las paradojas antedichas, será un hueso duro de roer.

LA MAYOR OBRA DE INGENIERÍA DE LA HISTORIA

·                  3900 Millones
Son las personas conectadas a Internet. Ya son más de la mitad de todos los habitantes del planeta
·                  35 Billones (sí, doce ceros)
Son los mails enviados en lo que va del año
·                  10.400 Millones
Son las fotos subidas a Instagram en lo que va de 2018
·                  2200 Millones
Son los usuarios de Facebook
·                  50.000 Millones
Es el número de dispositivos de Internet de las Cosas que se estima que habrá en 2020. Hoy hay más de 5000 millones de smartphones
·                  100.000 Millones
Son los tuits enviados en lo que va de 2018
Por: Ariel Torres 7 La Nación

domingo, 11 de diciembre de 2016

Ni en un millón de pendrives


Sabemos que un libro sirve para leer. ¿Pero para qué sirven cientos o miles de libros?

No sé si hay una respuesta. O una constelación de respuestas. Así que no pretendo demostrar nada con los siguientes párrafos. Son más bien como pensar en voz alta. Toda la reflexión se inició el año pasado mientras miraba una pila de cajas de cartón. Una enorme pila de cajas de cartón. En cada una estaba garrapateada con marcador la palabra "LIBROS". En total, había más cajas de esas que de todos los otros rubros sumados.
Me estaba mudando, y mientras observaba la desmesurada acumulación de cajas, mientras vigilaba que las de libros no sufriera ningún maltrato, hice un cálculo rápido que me dejó pasmado. Mis libros, mi biblioteca entera, podía guardarse en un pendrive.
Diré mejor. El texto de todas esas obras podía guardarse en un pendrive. Así que, ¿valía la pena tanto esfuerzo? Es cierto, había allí libros que he leído 10 veces y que volvería a leer otras tantas (Pedro Páramo, La Boca del Caballo, El Quijote, El Proceso), pero había también cientos que sólo leí una vez. Muchos son volúmenes de consulta. Enciclopedias, diccionarios, ensayos, bibliografía sobre árboles o lingüística. En conclusión, mi mudanza fue épica, básicamente, porque hube de trasladar un camión de libros que probablemente nunca vuelva a visitar.
¿Tenía sentido? Me lo pregunté de verdad. Diré mejor: me lo pregunté de verdad, pero con la más adamantina convicción de que nunca voy a separarme de mis libros. Fue esa convicción la que me llevó a reflexionar sobre el destino de los objetos culturales en la era digital.
Lo primero que pensé fue que tenemos claro que el texto de un libro no es el libro. Pero no tenemos claro qué hace al libro ser un libro. El texto digital es información numérica que luego de ser procesada por alguna clase de computadora aparecerá en alguna clase de pantalla bajo la forma de las palabras que originalmente llenaban las páginas de ese libro.
De la relación que establecemos con la página de papel, en cambio, no participa ningún intermediario. No sólo no depende de la electricidad, los sistemas operativos o los formatos de archivo, sino que además el libro es algo en sí. El texto digital es algo en tanto sea interpretado por un software. Un libro, en cambio, es.
Otro asunto que parece menor, pero está lejos de serlo. Al libro lo podemos tocar. Al texto digital, no. Tocarás tu smartphone o tu Kindle, pero no el libro, que en su transmigración ha quedado desencarnado. El resultado más evidente es que todos los volúmenes pesan lo mismo, huelen igual, se sienten idénticos al tacto, poseen la misma edad y profesan una tipografía siempre igual.
Al toque
Bla, bla, bla, me dije, cambiando de piel. Esos son todos prejuicios derivados de tu formación y tu edad. Esas cajas que te proponés trasladar no son sino reliquias. No es una biblioteca, es un museo. Ya nadie usa ese dispositivo pesado e impráctico llamado libro. Ahora leemos, oímos música y miramos películas en el celular. Todo lo demás es fósil.
En serio, ¿para qué conservar mi (también cuantiosa) colección de discos cuando existe Spotify? ¿Cuál es la lógica de atesorar películas cuando tenemos Netflix? Eso estuvo bien durante un tiempo, pero hoy es completamente innecesario. Todo lo que quieras leer, oír y ver está al alcance de un clic, de forma inmediata. Bueno, no es exactamente así todavía, pero vamos camino de eso.
Cambié de asiento de nuevo y me pregunté: ¿y eso está bueno? ¿Está bueno que todos los libros estén disponibles sin límite, a un clic? No lo sé, realmente. En mi biblioteca, la mayoría de los volúmenes tiene una historia, cuyos hilos se entrelazan con mi propia biografía. Llegaron hasta allí luego de transitar quién sabe qué vicisitudes; algunos han cruzado más de un siglo. Si saco de su estante Las Enseñanzas de Don Juan, no puedo dejar de pensar en la fotógrafa que me lo prestó hace casi 40 años, cuando era un periodista principiante. Es uno de los dos libros en mi biblioteca que nunca devolví. Muchos de esos ejemplares están dedicados. Imagino que ese es también otro reflejo pavloviano. Muchas son primeras ediciones, ¿pero qué sentido tiene hablar de primeras ediciones en un mundo en el que las primicias duran un suspiro? Algunos volúmenes estuvieron prohibidos durante la última dictadura; observación cómica, puesto que hoy pueden borrarte libros de tu Kindle de forma remota. ¿O acaso no ocurrió exactamente eso con 1984, de Orwell, siete años atrás?
Estaba seguro de que en esa habitación llena de cajas con libros había alguna clase de revelación, pero seguía sin poder atraparla.
Pensé entonces en que el uso que le damos a los libros induce a un equívoco o a una paradoja. El consenso dice que los libros son para leer. Tengo mis dudas de que sea tan sencillo, pero no resbalaré por el debate acerca de qué es leer.
En cambio, haré una pregunta. OK, un libro es para leer, ¿pero para qué son varios cientos o miles de libros? Entonces se aclaró todo. Me di cuenta de que los bits no nos privaron de la herramienta de lectura. Si acaso, la mejoraron: ahora es más liviana, está conectada y podés adquirir obras a un clic, etcétera. Pero esa mejora arrasó con las bibliotecas. Nos pasamos 30 años obsesionados con la desaparición del libro, mientras las bibliotecas se esfumaban a nuestro alrededor. El libro no nos dejó ver el bosque, literalmente.
Es más o menos obvio que un pendrive no constituye ninguna biblioteca. Ni siquiera podrías construir una con 100 millones de pendrives cargados con todos los libros jamás escritos.
Ese día, de pie entre las las cajas de cartón prolijamente estibadas en el mismo cuarto donde hasta entonces residía mi biblioteca, entendí, por fin, que una habitación llena de libros no constituye una biblioteca. Para que ese milagro ocurra deben estar en sus estantes, tienen que rodearte, tienen que abrazarte. Una biblioteca es un topos, un lugar, y es también un organismo. Tiene una topografía, una anatomía. Un orden, una sintaxis.
Atrapados en esas cajas, mis libros habían dejado de cumplir esa otra función, una que pasamos por alto durante todos estos años, muy a pesar de que era tan obvia. Ahora no sólo no podía ver sus lomos y decidir repasar algún párrafo, alguna estrofa, sino que no podía estar entre mis libros, resguardado por mis libros.
Los libros son como ladrillos de una fortaleza para el espíritu. Empezamos con un puñado y, con los años, construimos una cada vez más grande, y también más nuestra. Me encontraba, pues, en medio de una demolición.
Los lectores no sólo amamos el libro, sino también las bibliotecas. Por eso, pese a su aspecto vetusto y anacrónico, una biblioteca es siempre la infancia del alma. Porque el lector vuelve a sentir ese incontenible entusiasmo infantil al abrir un libro nuevo o al volver visitar páginas conocidas.
Advertí todavía una cosa más. ¿Cuántos lugares en este mundo invitan, por su propia naturaleza, a bajar la voz, a hacer silencio? Pensalo.
Un estante vacío
Cuando tenía 8 años, mi familia logró tener su primera casa lo bastante espaciosa para darle un lugar a todos los libros. El cuarto que funcionaba como estudio de mi padre asumió ese papel, y lo llamábamos así, La Biblioteca.
Luego conocí la del Colegio Nacional de Buenos Aires, imponente, con tantos volúmenes que en mi primera visita quedé estupefacto. A los 12 años era un lector curtido, pero me faltaba mundo. Nunca había imaginado que podían existir tantos libros; comencé así a sentir esa pena que todo lector lleva adentro, la de que no existe posibilidad alguna de leerlo todo. Era grave, porque desde los 10 años me había propuesto escribir libros, y ahora veía que ya había suficientes. Con el paso del tiempo, siendo todavía un adolescente, decidí que sin importar cuántas obras existieran, en algún estante habría espacios vacíos. Ha sido mi principal búsqueda desde entonces.
A la del colegio le siguieron la Nacional, la del Congreso, la del Maestro. Y otras. Tuve un atisbo de la biblioteca de Borges, cuando me reuní a hablar con él en 1982. Y poco a poco construí la mía. Que ahora espera. En cajas de cartón.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Lo que importa no es el libro, sino la lectura




Cory Doctorow no podría tener más razón cuando, en el prólogo a su multipremiada novela Someone Comes to Town, Someone Leaves Town, dice que hay que ser muy poco imaginativo para conjeturar que en el futuro habrá dispositivos de lectura que simularán la experiencia del libro de papel. Unas líneas más abajo admite, con la humildad de los que saben en serio, que "el negocio y la práctica social de los e-books será mucho, pero mucho más extraña que eso (...). De hecho, creo que probablemente será demasiado extraña para que podamos imaginarla hoy".

Cory no es uno de esos gurús que con solemne religiosidad venden humo de colores. Medio millón de copias de su primera novela se distribuyeron sin cargo en forma electrónica. Medio millón. Cualquiera anticiparía que eso afectó las ventas de su libro. Pero ocurrió exactamente lo contrario. Someone Leaves Town va por la quinta reimpresión.

Ouch.
Pero no voy a hablar de cómo diseñar modelos de negocio correctos en un mundo donde todo lo que llamamos información se ha convertido en cadenas de unos y ceros. No aquí, al menos.

Hay algo más, más profundo, quizás más complejo y más perturbador, y que debería preocuparnos más que el aspecto y la forma de comercialización de los libros del futuro. Me refiero a la lectura.

Difícil, aburrido, agotador
En varias ocasiones durante los meses últimos, quizá por el debate que coordiné en agosto para LA NACION en el Malba sobre e-books, me he encontrado conversando con gente de la tecnología y de la cultura sobre el futuro del libro. Y uno de los interrogantes sobre los que insistí es: ¿Pero qué nos importa en realidad, el libro o la lectura?
Sí, ya sé. Parece una obviedad. Nos importa la lectura. Que los chicos lean y todo eso. Pero una de las cosas geniales de las obviedades es que podemos tenerlas delante de las narices durante siglos sin percatarnos de que esconden alguna clase de secreto. Por ejemplo, el Sol no sale sobre el horizonte. Es la Tierra la que se está moviendo. Ya sabe lo que este simple hallazgo causó en su momento.

La lectura, me temo, oculta una clave parecida. Queremos que los chicos lean libros, ¿no? Bueno, hasta donde recuerdo, y quizás alguien tenga una experiencia diferente, aprender a leer no es ni remotamente fácil. Respirar es fácil. Correr es fácil y divertido. Reírse es fácil, divertido y contagioso. Que te cuenten una historia es de lo más lindo que hay. Recuerdo que solían contarme cuentos antes de dormir. Esto hizo que con el tiempo empezara a imaginar mis propias historias, mientras intentaba conciliar el sueño. Así que incluso escribir es más fácil que leer. (Dicho sea de paso, los que escribimos profesionalmente pasamos mucho más tiempo trabajando en la cabeza que en el teclado; tipear es la parte sencilla del asunto.)
Así que vamos a aclarar algo de una vez. Leer es difícil y aburrido para un chico. Difícil, aburrido y agotador.
Sí, sí, es muy bueno que lean libros, pero no alcanza con predicarlo, e intentar incentivar la lectura conduce a una paradoja.
Deme solo unos minutos más.

Tarzán y el Capitán Nemo

Recuerdo que cuando la primaria ya me había aclarado qué significaban esos signos sobre el papel, mi padre decidió que era hora de que abandonara las historietas y leyera libros. Mejor intencionado que asesor literario, me abrumó primero con Tarzán de los Monos y luego con 20.000 Leguas de Viaje Submarino. Recuerdo también mi primera impresión luego de intentar con esos volúmenes: Nunca jamás voy a poder leer libros. Nunca.
Esas dos obras tenían un número de problemas para un chico, como constaté muchos años después. Primero, el número de páginas era descomunal. La letra era pequeña. Y aquella traducción de Verne podría haber arrasado con mi neocórtex, si hubiera persistido en soportarla a tan corta edad.

Por suerte, tiendo a desobedecer. Y soy un hombre afortunado. Fue así como encontré, tras la segunda mudanza que experimenté de pequeño, una caja repleta de unos libros que, calculo que por higiene cultural, habían sido erradicados de la biblioteca, que en la nueva casa pasó a ocupar su propio cuarto.
La caja, exiliada al altillo, contenía una docena de libros de ciencia ficción de la más baja estofa, con coloridas tapas que mostraban monstruos horribles y astronautas de escafandra reluciente, nave espacial inverosímil y novia rubia.
No pasaban nunca de las 120 páginas, en el más desproporcionado de los casos, y la letra era bien grande. Las historias, bueno, qué le puedo decir. Todos los clichés y un poco más.
Es decir, me encantaron.

Les debo mucho, además. Si no hubiera sido por ellos, nunca habría llegado a Flaubert, Dostoievski, Cortázar, Böll, Yourcenar, Rulfo, Salinger o Mishima. Les debo, de hecho, mi profesión, porque leer me llevó un día a preguntarle a mi madre exactamente cómo se hacían los libros. Aprendí entonces que alguien los escribía, y me puse a hacerlo. A los 10 años ya había llenado una pila de cuadernos Rivadavia de cien hojas y tapa dura con la Bic azul gruesa que a mí me gustaba.

En el nombre de la Rosa
Por supuesto, conservo esa colección de libritos descastados. Me permiten recordar algo elemental. Leer no está en nuestros genes. Oír y entender el lenguaje, sí. Leer, no.
Leer requiere un esfuerzo visual (leemos con la parte del ojo que ve detalles) y entrenar al cerebro para que use un área que se dedica a reconocer formas para extraerles significados que nada tienen que ver sus formas. Aprender a leer libros da trabajo, y a ningún chico en este planeta (y a mí menos que a ninguno) le gusta hacer esfuerzos. Todavía hoy tengo presente el día en que leí mis primeras 20 páginas. ¡Lo había logrado! ¡Veinte páginas! No lo podía creer.

Esa colección de poca monta, puesta a un lado para no infectar la mente del futuro lector con tonterías por debajo de Burroughs o Verne, me ha enseñado que la única forma de que alguien haga un esfuerzo es motivándolo.
El placer suele ser un gran motivador, anote.

Alambre de púa
Cuando terminé de leer esa sarta de lugares comunes y de blondas chicas salvadas de monstruos espantosos por héroes con armas de rayos láser me empezó a ocurrir algo muy raro.

Echaba de menos leer.
Como ahora sabía lo que era la ciencia ficción, rebusqué en la biblioteca por más libros de esa clase. Reincidí con las 20.000 Leguas -¡ay, los mandatos!-, pero el efecto fue igual de nocivo; ya dije por qué. Sin embargo, encontré otros libros más prometedores. Las tapas eran coloridas, aunque sin ilustraciones altisonantes, y la letra no requería una lupa. Los veteranos recordarán las colecciones Nebulae y Minotauro. Sus volúmenes eran más grandes que los libritos de la caja, y en general tenían más páginas, pero esto, ahora, ya no me inquietaba. Por el contrario.

Llegaron así a mi vida Asimov, Clarke, Bradbury, Sturgeon, Heinlein, van Vogt, Wyndham, Lovecraft (y buen susto me pegué) y Matheson (lo mismo).
Para entonces, estaba atrapado. Habiendo superado el entrenamiento inicial, cuando la lectura se ha vuelto una segunda naturaleza, nadie dejará esta práctica ni por todo el oro del mundo. Esa es la razón por la que los que somos lectores de libros de papel también leemos mucho en e-books. Porque lo que importa no es el libro, sino el milagro de la lectura.

Oh, sí, bueno, espere, claro que me gustan los libros de papel. Los amo. Ya lo he dicho. Y ya me han criticado por decirlo. Es más: perdemos ciertos derechos fundamentales al pasar del libro al e-book.
Seamos honestos, no obstante. Si durante los últimos 500 años la literatura hubiera venido impresa en rollos de alambre de púa, amaríamos el alambre de púa. Este amor es temporal. El otro, el de la lectura, es el que me preocupa.
Porque, ¿qué es leer?

Gracias, Harry
Sabemos qué no es leer. No es aburrido. No es difícil. No es ningún esfuerzo. No es agotador. Todo lo contrario. ¿Cuántas veces nos quedamos hasta cualquier hora para terminar esa novela de 570 páginas? ¿No le ocurre con un buen libro que no quiere que se termine, y eso que es de tamaño asteroide?
Ningún lector dejará un buen libro sobre la mesa ratona para decir: "Me siento cansado de leer, mejor pongo la tele". Quizá diga: "Me siento cansado para leer, mejor pongo la tele". Son cosas bien diferentes. Uno puede estar cansado para hacer algunas de las cosas que más le gustan en la vida.

¿Cómo es posible que algo que nos dio tanto trabajo aprender se convierta en uno de los mayores placeres de la vida y, a la vez, uno que, se dice, constituye una ventaja competitiva fundamental?

Este es uno de los grandes escollos del asunto. Estamos mezclando dos cosas y tratamos de resolver una paradoja. Cuando nos empecinamos en que los chicos lean libros argumentamos que leer es algo bueno y conveniente. Sí, está bien, pero eso no interesa para nada. Uno se enamora de la lectura, y el amor no se puede forzar. De hecho, el amor muchas veces no es conveniente.

Si aquella caja no hubiera estado escondida en el altillo, desterrada, hasta cierto punto prohibida, tal vez no le habría prestado atención.


El silencio de las bibliotecas

Me dicen a menudo que sólo Harry Potter ha logrado que una hija o un sobrino empiecen a leer. Bueno, lógico. ¿O pretendían lograrlo con Góngora?
Harry Potter es pura aventura, ocurre en la escuela, hay malos y buenos, sin medias tintas ni sutilezas psicológicas, y además está razonablemente bien escrito. ¿Es gran literatura? No. Pero es un portal que le ha permitido a millones de chicos atravesar el extenuante entrenamiento que los convierte en lectores. Parece diseñado para eso.
Leer un libro (no un título o medio párrafo) es un proceso muchísimo más extremo de lo que parece. Se puede trabajar todo el día oyendo (no escuchando) música, con la tele prendida, y hasta hablando por teléfono (si lo sabré). Pero cuando leemos no podemos hacer ninguna otra cosa. ¿Por qué cree que son tan silenciosas las bibliotecas?
Leer, lejos de lo que parece, no es un proceso pasivo. La literatura es iniciada por un escritor, pero realizada por el lector. El libro que usted lee no es el mismo que lee su vecino, aunque sea el mismo texto. Cualquier lector sabe que releer es reescribir ese libro en la conciencia.

Esta idea dislocada de que leer se parece a ver la tele o a poner música bajita de fondo es lo que lleva a tantos tropiezos a la hora de enseñar el placer de la lectura.
Leer no sólo es construir de nuevo lo que el autor, exquisita pero vanidosamente, ha plasmado; es hacerlo de un modo único. Mire a alguien leer. Notará que está casi perfectamente quieto, apenas muestra algunas expresiones faciales cada tanto y mueve los ojos de lado a lado. En ningún otro momento nos comportamos así, excepto cuando soñamos.

También sabemos que sólo hay dos instancias en las que un chico se queda quieto tanto tiempo. O está enfermo o está leyendo.
Miremos más profundamente el fenómeno de la lectura. La persona está pasando la vista por una delgada hilera de dibujitos negros sobre el papel blanco. Si hay algo desalentador de la lectura, para un chico, es la falta de ilustraciones. ¿No lo recuerda, acaso?
Leer es transformar esa maciza y en apariencia monótona masa de marcas en imágenes sublimes y emociones intensas. El milagro es doble, por lo tanto, porque el aspecto exterior del texto debe ser así de hosco para no interferir en este portento que estamos viviendo. Es decir: el texto es invisible para el lector. Este es el secreto que nos olvidamos de decirles a los chicos. Quizás, entusiasmados con la idea de ver cómo las áridas páginas se esfuman, concederían en dedicarle tiempo. No los defraudaríamos, pero sería una verdad a medias.

Las páginas no se esfuman, transmutan.
Ajá, ¿pero para qué sirve leer?
Creo que, además, tampoco tenemos muy claro por qué queremos que los chicos lean libros, que se conviertan en buenos lectores. ¿Por qué eso y no leer epígrafes o tweets? ¡Estamos en el mundo digital, éste es un suplemento de tecnología, qué es todo este jaleo con la lectura de libros! ¡YouTube rules!

Sí, pero en el fondo de nuestra conciencia sabemos que leer es independizarse. ¿Qué es leer? Leer es convertirse en una persona libre. ¿Por qué? Bueno, simple. Porque no existe ninguna otra destreza más importante en toda la formación de una persona, con la sola excepción -quizá- de la matemática. Eso sí, cualquiera puede aprender matemática leyendo libros. No al revés.

Sabemos que si nuestros hijos quieren tener un porvenir, si no feliz, al menos próspero, tienen que poder pasarse días enteros leyendo, no sólo sin cansarse, sino, por el contrario, disfrutándolo. Se llama estudiar.

No espere, sin embargo, que me ponga a hablar mal aquí de los videojuegos, las computadoras o Twitter, como parecería a estas alturas inevitable. No tiene nada que ver con esto. En el futuro, como me dijo alguna vez Antonio Ambrosini, quizá los textos puedan transferirse directamente a nuestros cerebros. Pero falta tanto para eso que ni siquiera podemos imaginar cómo será la sociedad cuando tal tecnología esté disponible. De momento, existe una única forma de transmitir conceptos complejos y profundos: la lectura. Hoy más que nunca.

¿Por qué nos empecinamos tanto en que los chicos lean libros?
Porque leer es poder…


Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1431405-lo-que-importa-no-es-el-libro-sino-la-lecturaarieltorres