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martes, 22 de septiembre de 2015

Vanguardia bibliotecaria / Matías Maggio





La Biblioteca Nacional es la única institución creada por la Junta Revolucionaria de Mayo de 1810 que aún se encuentra en funcionamiento. El 13 de septiembre de 1810 en la Gaceta de Buenos Ayres se publicó un texto, sin firma, que ofició como acta fundacional de la biblioteca que tendría como finalidad aumentar los conocimientos de los amantes de los libros entre lecturas y amenas discusiones. La sociabilidad literaria, centrada en el intercambio dialógico y en el libro como soporte de transmisión del saber, fue una constante en el rol que llevaron adelante las bibliotecas y librerías.

En 1833 Marcos Sastre en su librería La Argentina aunaba las tertulias con la venta de “excelentes devocionarios y algunas buenas novelas. Pinturas finas de diversas clases, hojas de marfil para la miniatura, pinceles finos ingleses y de la Gran China, papel de marquilla, lápices negros para dibujo de la mejor clase de París, estudios o modelos para dibujo, papel de música y otros muchos objetos pertenecientes a las ciencias y bellas artes. Hay también varios artículos de mercería y perfumería exquisita: todo a precios moderados”, según el aviso que publicó en el Diario de la tarde y que fue recopilado en la erudita investigación de Félix Weinberg, El Salón Literario de 1837. Sastre, entre novelas y perfumes, organizó un gabinete de lectura que tuvo ilustres contertulios, como Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, y horarios más amplios que la Biblioteca Pública, ya que su primer director había argumentado que  leer después de almorzar era perjudicial para la salud. El 21 de septiembre de 1870 se sancionó la ley 419 de fomento de las bibliotecas populares y años más tarde la ley 1420 de educación común. Estas legislaciones fueron el marco que años después permitió el crecimiento de las bibliotecas populares por parte de las organizaciones sociales y la escolarización de las clases populares. El aumento poblacional inmigratorio, ligado a los procesos de alfabetización y a los espacios comunitarios de sociabilidad literaria fueron algunas de las bases del incipiente mercado editorial a principios del siglo XX.

En los años 80 del siglo XIX, los estudiantes de biblioteconomía en la Universidad de Columbia en Estados Unidos, comenzaron a formarse en el rol de bibliotecarios referencistas, con la función de informar, orientar y formar. En el siglo XX las bibliotecas incorporaron desde el teléfono hasta nuevas herramientas de comunicación como el correo electrónico, los formularios web, mensajes de textos y chats, además de softwares de gestión y bases de datos, para fortalecer la implementación de servicios de referencia digital.

Una investigación de Virginia Bazán y Virginia Ortiz-Repiso puso de manifiesto cómo las preocupaciones de los bibliotecarios para brindar un mejor servicio a los ciudadanos antecedieron a los debates centrados en la librería y la utilización de recomendaciones realizadas por algoritmos. La gestión del espacio al interior de las bibliotecas dejó áreas con libros de referencia a la mano del lector antes que las librerías se desentendieran del mostrador, como el que se encuentra en la librería Huemul en Buenos Aires, que obligaba al lector a interactuar con el librero. Cuando las librerías desarrollaran los espacios de literatura infantil con almohadones y sillas liliputienses las bibliotecas ya habían apelado a un amplio abanico de acciones para el fomento de la lectura. La catalogación decimal de Melvil Dewey, elaborada a finales del siglo XIX, se encuentra en los cimientos de los metadatos necesarios para hallar un libro en una librería digital como Amazon. Las reseñas bibliográficas, los resúmenes y los descriptores propios de la labor bibliotecaria para facilitar el acceso a sus fondos documentales son saberes necesarios para los editores a la hora de elaborar el catálogo de sus publicaciones. 

El papel de community manager fue explorado desde las bibliotecas antes que los libreros, poco menos afectos a las tecnologías, abrieran cuentas de sus negocios en las redes sociales. Entre los estereotipos del bibliotecario se suele olvidar a Barbara Gordon, hija del comisionado de ciudad Gótica, que en la serie televisiva fue la bibliotecaria pop que llevó sus ideales de justicia más allá de la sociabilidad literaria y las bibliotecas circulantes en los suburbios metropolitanos para luchar junto con Batman y Robin.

Los bibliotecarios como mediadores en el mundo del libro, las lecturas y la información son jugadores imprescindibles para la implementación de estrategias para el fortalecimiento de una sociedad lectora. En el informe del Cerlalc, Alianza regional para la construcción de sociedades lectores, se destacó la necesidad de articular medidas contra el analfabetismo, que en América es del 7,1%, y de enfrentar el analfabetismo funcional o de comprensión lectora que en la región era para el 2011, según la UNESCO, de 73 millones de “analfabetos funcionales, incapaces de comprender lo que leen y, en consecuencia de incorporarse a las transformaciones del mundo actual”, así como una alta tasa de no lectores. Frente a este panorama los bibliotecarios son unos de los actores que emergen como mediadores vitales de la promoción de la lectura y en la democratización del acceso a la información. Las bibliotecas públicas y populares fueron en tiempos difíciles lugares de resistencia y sufrieron notorios casos de represión, persecución y desmantelamiento (como la Biblioteca Popular “C. Vigil”, de Rosario, durante la última dictadura). Las bibliotecas populares fueron agentes promotores de transformación social, especialmente después de la crisis del 2001 en Argentina. En el estado de California (Estados Unidos) la biblioteca pública de San Francisco tiente entre su personal a un trabajador social para democratizar el acceso a la información.

Las bibliotecas públicas y populares son un espacio para la sociabilidad y el conocimiento dialógico. La configuración de la biblioteca y del bibliotecario mutaron con el tiempo de acuerdo a las demandas de acceso a la información, de los soportes y de las funciones sociales que acompañaron su trabajo. El bibliotecario en tanto gestor y animador cultural ocupado en los procesos técnicos de catalogación de la información comparte acciones e inquietudes con el librero, como la formación de lectores. El trabajo en conjunto entre ellos redundará en el crecimiento de una comunidad que podrá “aumentar sus conocimientos” tal como preveía el anuncio de creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en tiempos de la Revolución de Mayo. 

Matías Maggio para Noticias del Libro

domingo, 28 de diciembre de 2014

El hombre que lucha mientras los libros arden / por Jorge Fernández Díaz





A veces la muerte más horrible se empeña en parecer poética. Hace unos días un escritor de Sevilla murió intentando salvar su biblioteca del fuego. Sucedió en el pequeño pueblo de Bormujos, y el hombre era pintor, poeta, novelista y erudito. Se llamaba Rafael de Cózar, un filólogo hispánico, estudioso de la vanguardia y amigo personal de Arturo Pérez-Reverte, quien lo homenajea cómicamente en algunos capítulos del capitán Alatriste. Dicen que el incendio se debió a un cortocircuito y que el profesor tomó un extintor e intentó proteger desesperadamente de las llamas a sus 9000 libros. La sorda y rápida batalla sucedió un viernes por la noche, y resultó en vano: Rafael murió asfixiado y el fuego devoró ese tesoro incalculable. Los libros, que fueron su vida, arden en el santuario, y el lector impenitente expira con ellos.

El episodio nos estremece porque lleva cifrada la fatal pasión de quienes alguna vez hemos entrevisto, como diría Borges, el paraíso bajo la forma de una biblioteca. Y porque esta muerte suena heroica y crepuscular en un mundo que se digitaliza, pierde su memoria histórica para vivir un presente vacuo y eterno, y reemplaza al libro por la telefonía móvil. También porque esa luctuosa desgracia recuerda que a todos los navegantes nos espera nuestro iceberg. Son las reglas del juego. Pérez-Reverte suele comprar para sus amigos, en un pequeño local junto a Puerta Cerrada de Madrid, una semiesfera de cristal que al sacudirla produce efecto de nevada y que lleva en su interior un Titanic en miniatura. Tengo uno de esos souvenires en mi propia biblioteca, y a veces cuando levanto la vista para buscar un adjetivo me encuentro con esa advertencia cariñosa.

Cierta noche un grupo de periodistas culturales lo invitó a cenar un cocido, y Arturo les llevó de regalo unas cuantas esferas. Ustedes son la orquesta del Titanic, les advirtió en la sobremesa. "En tiempos como los de ahora, cuando los periódicos reducen las páginas de Cultura a la mínima expresión, y además las ocupan en el último diseño del calamar al dátil deconstruido en sake por Ferrán Adriá y a desfiles de la colección de primavera de Danti y Tomanti, la existencia de los que no se resignan y siguen dispuestos a contarle a la gente la historia de los libros que se publican, las exposiciones que se inauguran y la música que es posible escuchar, me parece más necesaria que nunca". Y después agregó: "El mundo para el que muchos de nosotros fuimos educados hace medio siglo ya no existe. Y los suplementos culturales son la música de la orquesta que suena, no para adormecer conciencias, sino como compañía y alivio de muchos. Como último bastión. Como analgésico que no quita la causa irremediable del dolor, pero la alivia".

Unos años atrás visité una escuela carenciada, ubicada en un suburbio peligroso, y la maestra me pidió que les explicara a sus alumnos por qué debían abrazar la lectura. Parecía una tarea sencilla, pero a mí me temblaban las piernas. Dije buenos días y me paré como pude frente a ellos: algunos ya tenían cara patibularia y la mayoría, al borde de la abulia y la marginalidad, parecía desinteresada de todo. Vacilé uno segundos. Les conté que mi vieja también provenía del hambre y que a pesar de su falta de instrucción había tenido un momento de enorme lucidez; hizo algo que muchas madres instruidas y pudientes no son capaces de hacer: me regaló la Colección Robin Hood. Ni ella ni yo sabíamos que con ese gesto me estaba obsequiando un universo; la chance de vivir muchas otras vidas y de no sentir nunca más la soledad.

Los chicos no parecían muy impresionados por esa argumentación. Y entonces me desesperé y les dije (con perdón) lo único que me salió de adentro: "¿Saben qué? Lean para que no los caguen". Fue como si un relámpago los atravesara. Los desconectados hijos de la indiferencia y la pobreza abrieron de pronto los ojos y se conectaron. Che, parece que los libros salvan. Sí, los libros siguen salvando.

Tal vez los defensores de estos pequeños asuntos, en un planeta que se desliza por la agrafía y por la tiranía de lo visual y de lo fácil, seamos criaturas en vías de extinción. Náufragos que juegan cartas con angustiada dignidad mientras suena la orquesta del Titanic. Acaso hombres y mujeres desesperados luchando contra el fuego, munidos del inútil extintor, tratando de salvar vanamente de las llamas lo que más amamos..

viernes, 5 de octubre de 2012

Una librería regala libros en Madrid


Está financiada por una ONG y suscripciones. Dicen que "es una receta para la crisis que la gente siga leyendo".
Libros Libres: así se llama la librería que abrió el 14 de septiembre en el barrio madrileño de Chamberí, y se llama así porque sintetiza la filosofía que impera en el lugar, donde quien quiera puede llevarse uno, dos, diez o cien libros gratis.

La iniciativa fue de la ONG española Grupo 2013 por la confluencia de dos hechos: los ejemplares que la organización acumulaba para enviar bibliotecas a Latinoamérica devinieron en un remanente importante, y un amigo estadounidense les contó sobre la existencia de The Book Thing of Baltimore, en Estados Unidos, una gran librería gratuita.

Todo esto lo cuenta Elisa Ortega, miembro de Grupo 2013 y una de las encargadas de atender la librería, en conversación telefónica con Clarín desde Madrid. Lo cuenta entusiasmada: hasta ahora la respuesta es muy positiva.La librería recibe, en promedio, entre 20 y 30 visitantes por día, en su mayoría jóvenes universitarios. Y recibe, también en promedio, 50 libros donados por día, en general por particulares, aunque algunas grandes editoriales respondieron a la convocatoria que Libros Libres hizo antes de abrir sus puertas y enviaron ejemplares de novedades, sin usar. Al momento, estima Ortega, hay entre 5 y 10 mil libros disponibles en el local, mientras varias cajas esperan ser clasificadas en el depósito.

Para que el proyecto sea autosustentable, cuenta Ortega, la ONG carga con parte de los costos e invita a que quienes quieran y puedan se conviertan en suscriptores. Ser suscriptor de la librería cuesta 12 euros al año; alquilar una película del videoclub –que también recibe donaciones– cuesta 1 euro, y comprarla cuesta 2.

"Pero lo hace el que puede, cuando puede, y pagando no tiene ningún beneficio extra por sobre el que no paga, el acceso está siempre abierto para todo el que lo necesite", explica Ortega.

Con ese dinero la ONG cubre los 400 euros de diferencia entre el alquiler de una oficina que se rescindió y el del local en Chamberí, donde funciona también esa oficina, y el salario de la persona que trabaja allí los fines de semana –abre de lunes a lunes–. El salario de los otros tres libreros lo cubre Grupo 2013, y hay además voluntarios que se ofrecieron a atender al público.
El inicio es auspicioso: para sostenerse durante todo 2013, la ONG estimó que necesitaba 365 suscriptores hasta fin de 2012, y en veinte días ya lleva 155. "Mucha gente nos agradece por llevar a cabo esta tarea y algunos donan más dinero que los 12 euros pautados", sostiene Ortega. Ayer, luego de que el diario El País difundiera la existencia de Libros Libres, llegaron correos electrónicos desde todo el país "agradeciendo que existiera algo así en España", dice Ortega, y agrega que desde varias ciudades, incluso sin acceso cotidiano al servicio, enviaron donaciones de dinero.

El momento en el que la librería abre, con novelas, poesía, teatro, literatura infantil y juvenil, catálogos de arte y fotografía y textos filosóficos, políticos y jurídicos, es "perfecto", según Ortega. España atraviesa una crisis social y económica durísima: más del 50 por ciento de los jóvenes están desempleados y los recortes presupuestarios se hacen sentir. "Se trata de una receta para la crisis el hecho de que la gente siga leyendo y que se forme un pueblo intelectual". Una receta a largo plazo y lejos de la ortodoxia que insiste en fallar.



sábado, 10 de diciembre de 2011

Lo que importa no es el libro, sino la lectura




Cory Doctorow no podría tener más razón cuando, en el prólogo a su multipremiada novela Someone Comes to Town, Someone Leaves Town, dice que hay que ser muy poco imaginativo para conjeturar que en el futuro habrá dispositivos de lectura que simularán la experiencia del libro de papel. Unas líneas más abajo admite, con la humildad de los que saben en serio, que "el negocio y la práctica social de los e-books será mucho, pero mucho más extraña que eso (...). De hecho, creo que probablemente será demasiado extraña para que podamos imaginarla hoy".

Cory no es uno de esos gurús que con solemne religiosidad venden humo de colores. Medio millón de copias de su primera novela se distribuyeron sin cargo en forma electrónica. Medio millón. Cualquiera anticiparía que eso afectó las ventas de su libro. Pero ocurrió exactamente lo contrario. Someone Leaves Town va por la quinta reimpresión.

Ouch.
Pero no voy a hablar de cómo diseñar modelos de negocio correctos en un mundo donde todo lo que llamamos información se ha convertido en cadenas de unos y ceros. No aquí, al menos.

Hay algo más, más profundo, quizás más complejo y más perturbador, y que debería preocuparnos más que el aspecto y la forma de comercialización de los libros del futuro. Me refiero a la lectura.

Difícil, aburrido, agotador
En varias ocasiones durante los meses últimos, quizá por el debate que coordiné en agosto para LA NACION en el Malba sobre e-books, me he encontrado conversando con gente de la tecnología y de la cultura sobre el futuro del libro. Y uno de los interrogantes sobre los que insistí es: ¿Pero qué nos importa en realidad, el libro o la lectura?
Sí, ya sé. Parece una obviedad. Nos importa la lectura. Que los chicos lean y todo eso. Pero una de las cosas geniales de las obviedades es que podemos tenerlas delante de las narices durante siglos sin percatarnos de que esconden alguna clase de secreto. Por ejemplo, el Sol no sale sobre el horizonte. Es la Tierra la que se está moviendo. Ya sabe lo que este simple hallazgo causó en su momento.

La lectura, me temo, oculta una clave parecida. Queremos que los chicos lean libros, ¿no? Bueno, hasta donde recuerdo, y quizás alguien tenga una experiencia diferente, aprender a leer no es ni remotamente fácil. Respirar es fácil. Correr es fácil y divertido. Reírse es fácil, divertido y contagioso. Que te cuenten una historia es de lo más lindo que hay. Recuerdo que solían contarme cuentos antes de dormir. Esto hizo que con el tiempo empezara a imaginar mis propias historias, mientras intentaba conciliar el sueño. Así que incluso escribir es más fácil que leer. (Dicho sea de paso, los que escribimos profesionalmente pasamos mucho más tiempo trabajando en la cabeza que en el teclado; tipear es la parte sencilla del asunto.)
Así que vamos a aclarar algo de una vez. Leer es difícil y aburrido para un chico. Difícil, aburrido y agotador.
Sí, sí, es muy bueno que lean libros, pero no alcanza con predicarlo, e intentar incentivar la lectura conduce a una paradoja.
Deme solo unos minutos más.

Tarzán y el Capitán Nemo

Recuerdo que cuando la primaria ya me había aclarado qué significaban esos signos sobre el papel, mi padre decidió que era hora de que abandonara las historietas y leyera libros. Mejor intencionado que asesor literario, me abrumó primero con Tarzán de los Monos y luego con 20.000 Leguas de Viaje Submarino. Recuerdo también mi primera impresión luego de intentar con esos volúmenes: Nunca jamás voy a poder leer libros. Nunca.
Esas dos obras tenían un número de problemas para un chico, como constaté muchos años después. Primero, el número de páginas era descomunal. La letra era pequeña. Y aquella traducción de Verne podría haber arrasado con mi neocórtex, si hubiera persistido en soportarla a tan corta edad.

Por suerte, tiendo a desobedecer. Y soy un hombre afortunado. Fue así como encontré, tras la segunda mudanza que experimenté de pequeño, una caja repleta de unos libros que, calculo que por higiene cultural, habían sido erradicados de la biblioteca, que en la nueva casa pasó a ocupar su propio cuarto.
La caja, exiliada al altillo, contenía una docena de libros de ciencia ficción de la más baja estofa, con coloridas tapas que mostraban monstruos horribles y astronautas de escafandra reluciente, nave espacial inverosímil y novia rubia.
No pasaban nunca de las 120 páginas, en el más desproporcionado de los casos, y la letra era bien grande. Las historias, bueno, qué le puedo decir. Todos los clichés y un poco más.
Es decir, me encantaron.

Les debo mucho, además. Si no hubiera sido por ellos, nunca habría llegado a Flaubert, Dostoievski, Cortázar, Böll, Yourcenar, Rulfo, Salinger o Mishima. Les debo, de hecho, mi profesión, porque leer me llevó un día a preguntarle a mi madre exactamente cómo se hacían los libros. Aprendí entonces que alguien los escribía, y me puse a hacerlo. A los 10 años ya había llenado una pila de cuadernos Rivadavia de cien hojas y tapa dura con la Bic azul gruesa que a mí me gustaba.

En el nombre de la Rosa
Por supuesto, conservo esa colección de libritos descastados. Me permiten recordar algo elemental. Leer no está en nuestros genes. Oír y entender el lenguaje, sí. Leer, no.
Leer requiere un esfuerzo visual (leemos con la parte del ojo que ve detalles) y entrenar al cerebro para que use un área que se dedica a reconocer formas para extraerles significados que nada tienen que ver sus formas. Aprender a leer libros da trabajo, y a ningún chico en este planeta (y a mí menos que a ninguno) le gusta hacer esfuerzos. Todavía hoy tengo presente el día en que leí mis primeras 20 páginas. ¡Lo había logrado! ¡Veinte páginas! No lo podía creer.

Esa colección de poca monta, puesta a un lado para no infectar la mente del futuro lector con tonterías por debajo de Burroughs o Verne, me ha enseñado que la única forma de que alguien haga un esfuerzo es motivándolo.
El placer suele ser un gran motivador, anote.

Alambre de púa
Cuando terminé de leer esa sarta de lugares comunes y de blondas chicas salvadas de monstruos espantosos por héroes con armas de rayos láser me empezó a ocurrir algo muy raro.

Echaba de menos leer.
Como ahora sabía lo que era la ciencia ficción, rebusqué en la biblioteca por más libros de esa clase. Reincidí con las 20.000 Leguas -¡ay, los mandatos!-, pero el efecto fue igual de nocivo; ya dije por qué. Sin embargo, encontré otros libros más prometedores. Las tapas eran coloridas, aunque sin ilustraciones altisonantes, y la letra no requería una lupa. Los veteranos recordarán las colecciones Nebulae y Minotauro. Sus volúmenes eran más grandes que los libritos de la caja, y en general tenían más páginas, pero esto, ahora, ya no me inquietaba. Por el contrario.

Llegaron así a mi vida Asimov, Clarke, Bradbury, Sturgeon, Heinlein, van Vogt, Wyndham, Lovecraft (y buen susto me pegué) y Matheson (lo mismo).
Para entonces, estaba atrapado. Habiendo superado el entrenamiento inicial, cuando la lectura se ha vuelto una segunda naturaleza, nadie dejará esta práctica ni por todo el oro del mundo. Esa es la razón por la que los que somos lectores de libros de papel también leemos mucho en e-books. Porque lo que importa no es el libro, sino el milagro de la lectura.

Oh, sí, bueno, espere, claro que me gustan los libros de papel. Los amo. Ya lo he dicho. Y ya me han criticado por decirlo. Es más: perdemos ciertos derechos fundamentales al pasar del libro al e-book.
Seamos honestos, no obstante. Si durante los últimos 500 años la literatura hubiera venido impresa en rollos de alambre de púa, amaríamos el alambre de púa. Este amor es temporal. El otro, el de la lectura, es el que me preocupa.
Porque, ¿qué es leer?

Gracias, Harry
Sabemos qué no es leer. No es aburrido. No es difícil. No es ningún esfuerzo. No es agotador. Todo lo contrario. ¿Cuántas veces nos quedamos hasta cualquier hora para terminar esa novela de 570 páginas? ¿No le ocurre con un buen libro que no quiere que se termine, y eso que es de tamaño asteroide?
Ningún lector dejará un buen libro sobre la mesa ratona para decir: "Me siento cansado de leer, mejor pongo la tele". Quizá diga: "Me siento cansado para leer, mejor pongo la tele". Son cosas bien diferentes. Uno puede estar cansado para hacer algunas de las cosas que más le gustan en la vida.

¿Cómo es posible que algo que nos dio tanto trabajo aprender se convierta en uno de los mayores placeres de la vida y, a la vez, uno que, se dice, constituye una ventaja competitiva fundamental?

Este es uno de los grandes escollos del asunto. Estamos mezclando dos cosas y tratamos de resolver una paradoja. Cuando nos empecinamos en que los chicos lean libros argumentamos que leer es algo bueno y conveniente. Sí, está bien, pero eso no interesa para nada. Uno se enamora de la lectura, y el amor no se puede forzar. De hecho, el amor muchas veces no es conveniente.

Si aquella caja no hubiera estado escondida en el altillo, desterrada, hasta cierto punto prohibida, tal vez no le habría prestado atención.


El silencio de las bibliotecas

Me dicen a menudo que sólo Harry Potter ha logrado que una hija o un sobrino empiecen a leer. Bueno, lógico. ¿O pretendían lograrlo con Góngora?
Harry Potter es pura aventura, ocurre en la escuela, hay malos y buenos, sin medias tintas ni sutilezas psicológicas, y además está razonablemente bien escrito. ¿Es gran literatura? No. Pero es un portal que le ha permitido a millones de chicos atravesar el extenuante entrenamiento que los convierte en lectores. Parece diseñado para eso.
Leer un libro (no un título o medio párrafo) es un proceso muchísimo más extremo de lo que parece. Se puede trabajar todo el día oyendo (no escuchando) música, con la tele prendida, y hasta hablando por teléfono (si lo sabré). Pero cuando leemos no podemos hacer ninguna otra cosa. ¿Por qué cree que son tan silenciosas las bibliotecas?
Leer, lejos de lo que parece, no es un proceso pasivo. La literatura es iniciada por un escritor, pero realizada por el lector. El libro que usted lee no es el mismo que lee su vecino, aunque sea el mismo texto. Cualquier lector sabe que releer es reescribir ese libro en la conciencia.

Esta idea dislocada de que leer se parece a ver la tele o a poner música bajita de fondo es lo que lleva a tantos tropiezos a la hora de enseñar el placer de la lectura.
Leer no sólo es construir de nuevo lo que el autor, exquisita pero vanidosamente, ha plasmado; es hacerlo de un modo único. Mire a alguien leer. Notará que está casi perfectamente quieto, apenas muestra algunas expresiones faciales cada tanto y mueve los ojos de lado a lado. En ningún otro momento nos comportamos así, excepto cuando soñamos.

También sabemos que sólo hay dos instancias en las que un chico se queda quieto tanto tiempo. O está enfermo o está leyendo.
Miremos más profundamente el fenómeno de la lectura. La persona está pasando la vista por una delgada hilera de dibujitos negros sobre el papel blanco. Si hay algo desalentador de la lectura, para un chico, es la falta de ilustraciones. ¿No lo recuerda, acaso?
Leer es transformar esa maciza y en apariencia monótona masa de marcas en imágenes sublimes y emociones intensas. El milagro es doble, por lo tanto, porque el aspecto exterior del texto debe ser así de hosco para no interferir en este portento que estamos viviendo. Es decir: el texto es invisible para el lector. Este es el secreto que nos olvidamos de decirles a los chicos. Quizás, entusiasmados con la idea de ver cómo las áridas páginas se esfuman, concederían en dedicarle tiempo. No los defraudaríamos, pero sería una verdad a medias.

Las páginas no se esfuman, transmutan.
Ajá, ¿pero para qué sirve leer?
Creo que, además, tampoco tenemos muy claro por qué queremos que los chicos lean libros, que se conviertan en buenos lectores. ¿Por qué eso y no leer epígrafes o tweets? ¡Estamos en el mundo digital, éste es un suplemento de tecnología, qué es todo este jaleo con la lectura de libros! ¡YouTube rules!

Sí, pero en el fondo de nuestra conciencia sabemos que leer es independizarse. ¿Qué es leer? Leer es convertirse en una persona libre. ¿Por qué? Bueno, simple. Porque no existe ninguna otra destreza más importante en toda la formación de una persona, con la sola excepción -quizá- de la matemática. Eso sí, cualquiera puede aprender matemática leyendo libros. No al revés.

Sabemos que si nuestros hijos quieren tener un porvenir, si no feliz, al menos próspero, tienen que poder pasarse días enteros leyendo, no sólo sin cansarse, sino, por el contrario, disfrutándolo. Se llama estudiar.

No espere, sin embargo, que me ponga a hablar mal aquí de los videojuegos, las computadoras o Twitter, como parecería a estas alturas inevitable. No tiene nada que ver con esto. En el futuro, como me dijo alguna vez Antonio Ambrosini, quizá los textos puedan transferirse directamente a nuestros cerebros. Pero falta tanto para eso que ni siquiera podemos imaginar cómo será la sociedad cuando tal tecnología esté disponible. De momento, existe una única forma de transmitir conceptos complejos y profundos: la lectura. Hoy más que nunca.

¿Por qué nos empecinamos tanto en que los chicos lean libros?
Porque leer es poder…


Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1431405-lo-que-importa-no-es-el-libro-sino-la-lecturaarieltorres