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viernes, 21 de enero de 2011

Pantallas y libros, en el mismo mundo (Entrevista a Roger Chartier)

El prestigioso historiador francés destaca la importancia de la escuela como herramienta clave para lograr una relación armónica entre la tecnología digital y la cultura del libro impreso.

Cuando se trata de analizar el pasado, el presente o el futuro del libro, resulta imprescindible abrevar en el pensamiento de Roger Chartier (Lyon, 1945). De sus numerosos trabajos sobre las prácticas de escritura y de lectura en Occidente pueden citarse el ya clásico El mundo como representación (Gedisa, 1992) y otros más recientes, como Escuchar a los muertos con los ojos (Katz, 2008). A pocas semanas de haber recibido el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de San Martín, el historiador francés conversó con adncultura sobre algunos de los temas que lo apasionan: los libros, las disputas con la cultura digital y la educación.

-En su lección inaugural en el Collège de France, titulada "Escuchar a los muertos con los ojos", usted formula una pregunta elemental, básica, que me gustaría retomar aquí. La pregunta es qué es un libro.
-Hay varias definiciones que podemos tener en cuenta, como aquellas surgidas de las metáforas empleadas en el Siglo de Oro o de las distinciones conceptuales del siglo XVIII, que sostienen que el libro tiene cuerpo y alma. O que el libro, como decía Kant, es, por una parte, un opus mechanicum , un objeto material producido por una técnica, que como objeto pertenece a quien lo compra; y, por otra, un discurso, una obra dirigida a un público que, en ese sentido, pertenece a quien lo compuso.

-¿Qué sucede con el sentido de la obra? ¿Es patrimonio del autor o del lector?
-La situación es realmente compleja. Porque lo que lee el lector es un libro, pero los autores no escriben libros. Escriben obras, discursos que otros -editores, impresores, tipógrafos- transforman en libros. Esa transformación da una forma al texto que algunas veces desborda o incluso contradice las intenciones del autor. Y de lo que se apropia el lector es del texto en su forma material. Pero, por otro lado, la construcción del sentido que realiza el lector no remite sólo a sus expectativas o categorías, sino también a la experiencia de lectura que cada forma particular del texto produce. De ahí, para mí, la necesidad de vincular tres elementos en el análisis: los procedimientos de composición, las apropiaciones (tanto en una misma sociedad como a lo largo del tiempo) y la forma material de los objetos escritos e impresos.

-En varias ocasiones se ha referido usted a un proceso de "desmaterialización de la obra", que se acentúa desde hace varios siglos. ¿Cuáles serían las causas y los alcances de esta desmaterialización?
-Hay muchas razones que han borrado el efecto de la materialidad de la inscripción. En primer lugar, la definición de la propiedad literaria impulsada en el siglo XVIII, que establece que el autor es propietario de un texto, independientemente de sus formas materiales sucesivas o contemporáneas. El copyright protege la obra en su esencia inmaterial, en su dimensión de producción estética o intelectual. Y a partir de ese momento el derecho en sí mismo opera la desmaterialización de la obra. Es muy interesante el momento en que surgen las disputas por el copyright . Allí vemos el problema de defender la propiedad literaria de un autor sobre su obra en un momento en que el sueño de la Ilustración indicaba la posibilidad para todos de apropiarse de las ideas que se consideraban útiles para el progreso de la humanidad. Hay autores como Condorcet, en Francia, que rechazaban radicalmente toda idea de propiedad literaria, porque consideraban que nadie podía apropiarse de las ideas fundamentales para el proceso de la Ilustración.

-¿Cuáles serían las otras razones de la desmaterialización de la obra?
-Otra razón fundamental está vinculada con la recepción. En este sentido, es el lector mismo quien desmaterializa la obra leyéndola. Inconscientemente, crea una relación en la cual el texto pierde toda forma de especificidad particular. Es el discurso del otro con el cual el lector dialoga, en el cual penetra, o es el discurso el que penetra en él.

-Ingenuamente, el lector puede experimentar el texto como una especie de voz interior, despegada de toda materialidad. Pero también, desde un lugar para nada ingenuo, buena parte de la crítica literaria ha desestimado la materialidad del texto.
-En realidad podríamos decir que esto fue reforzado por toda la crítica literaria, tanto por la más clásica como por la que provino del estructuralismo. La crítica clásica, para la cual el texto está en el corazón o en la mente del autor, no se ocupó de la forma material, sino de la intención del autor. Pero tampoco lo hizo la crítica originada en el estructuralismo francés que, si bien en cierto modo borró al autor, ubicó el sentido en el funcionamiento lingüístico del discurso, sin dejar lugar para el efecto de la materialidad, de la forma de inscripción.
-Cuando usted publicó Las revoluciones de la cultura escrita (Gedisa, 2000; edición francesa, 1997), la de-aparición del libro como objeto parecía inminente. Sin embargo, aún son muchos los lectores que se mantienen fieles al libro de papel.
-En aquel momento había un discurso encerrado en una postura profética que vaticinaba la desaparición inmediata del libro. Algunos presentaban esto con entusiasmo y otros lo rechazaban. Me parece que ya hemos salido de ese antagonismo, en especial, gracias a la idea de que la construcción del sentido de un texto, sea por su autor, sea por su lector, no es independiente de la forma de su inscripción. Se ve que no hay equivalencia entre un texto sobre la pantalla y un texto en la forma de libro impreso. Inclusive aunque el texto pudiera ser considerado lingüísticamente el mismo, la relación con él es por completo diferente. No sólo en cuanto a la postura del cuerpo, sino que también la práctica de lectura es diferente.

-¿Cuáles son esas diferencias?
-Un elemento central, clave, de la lectura es la relación que se puede establecer en cada momento e inmediatamente entre el fragmento, la parte y la obra en su totalidad: coherencia e identidad. Tanto en el caso de la novela como en el del ensayo, se ve que el libro impreso permite esa relación con una facilidad que no se encuentra en el electrónico. En el mundo digital, el fragmento se descontextualiza de la totalidad a la cual pertenecía. Ésta es una propiedad que favorece a los textos que son fragmentos de un banco de datos, porque se supone que nadie va a leer un banco de datos en su totalidad. Pero cuando se trata de un libro que tiene una lógica narrativa, demostrativa o argumentativa, se ve que la expectativa del lector (por lo menos, del lector que entró en el mundo de la cultura escrita con los libros impresos) se mantiene fiel al objeto libro, en el cual, si bien no se está obligado a leer todas las páginas, siempre la relación entre fragmento y totalidad se hace posible.

-En esta situación, ¿tiene sentido mantener la distinción entre un cuerpo y un alma en el libro?
-Actualmente, además del libro como objeto particular, está la computadora, que conlleva todos los textos y que también sirve para lectura y escritura. Ahora, si se torna complejo mantener el libro como cuerpo, ¿qué se mantiene del libro como discurso o del libro como alma? Ésta es toda la discusión a propósito del concepto mismo de libro electrónico. ¿Cómo se puede mantener el criterio de identificación del libro como obra en el mundo digital?

-¿Se puede?
-El problema es que el mundo digital, en su origen, sostuvo la idea de texto móvil, maleable, abierto, gratuitamente distribuido. Toda una serie de conceptos que se oponen término por término a los criterios que definían el libro como discurso en el siglo XVIII, es decir, una obra que no es móvil en cuanto a su texto -aunque puede serlo en sus formas-; que no es maleable; que está impuesta por la forma de inscripción; que pertenece a un autor que tiene derechos a la vez económicos y morales sobre ella; y, finalmente, que circula mediante la actividad editorial y el mercado de la librería.

-¿Esa oposición continúa siendo vigente?
-Hay una tensión entre dos posiciones. Por un lado, la de quienes sostienen que el mundo de los textos podría ser un mundo de discursos sin propietarios, producidos de una manera polifónica y que se separan de la originalidad, remitida al pensamiento o al sentimiento de un individuo singular. Por otro, la de quienes buscan introducir en el mundo digital dispositivos que permitan mantener las categorías de singularidad, originalidad y propiedad. Es decir, que los textos sean cerrados, que el lector no pueda intervenir dentro de ellos; que el acceso no sea necesariamente gratuito sino que, como en el caso de un libro impreso, suponga un pago, y que se reconozca la obra como algo móvil, en la medida en que puede ir de una computadora a otra, pero que no esté abierta, que esté identificada como una composición que tiene una originalidad y una singularidad que remiten al nombre propio de su autor.

-¿Qué piensa de los casos cada vez más frecuentes de textos pensados y escritos para el mundo electrónico (blogs, páginas de Internet) pero que posteriormente son editados como libros en papel?
-Hay una suerte de irónica revancha de la forma clásica del libro. Porque esas prácticas de escritura que tienen su origen y su sentido en el mundo digital -con una forma breve, con una secuencia temporal, con una apertura al diálogo con el lector- hoy en día se encuentran en un formato que es contradictorio con la lógica que ha conducido a esa escritura. Esto se podría interpretar como una prueba de la fuerza que perpetúa al objeto impreso. Pero, al mismo tiempo, se puede interpretar como la fuerza de la propuesta de una nueva manera de escribir, que se inventó porque justamente estaba alejada, distanciada de los criterios clásicos de la escritura para el texto impreso. Esto refuerza la idea de que más que una sustitución radical, lo que vemos hoy son múltiples formas de coexistencia entre escritura digital e inscripción impresa. Las pantallas y los libros impresos pueden cohabitar el mismo mundo: esto es algo que experimentamos todos los días.

-¿Hay factores que pueden desestabilizar la armonía de esa convivencia?
-En primer lugar, no debemos pensar que todos tienen un acceso inmediato a la tecnología. Inclusive los países desarrollados tienen límites culturales, económicos, técnicos en cuanto a dicho acceso. Esto es algo que no se debe olvidar. Pero a esa división se agrega un problema generacional. Es fundamental la diferencia entre los que entraron en las pantallas a partir de la cultura escrita, manuscrita o impresa, y los más jóvenes que, a la inversa, algunas veces entran en el mundo de la cultura escrita a partir de una experiencia que se ha construido y que se experimenta cada día frente a la pantalla.

-Los jóvenes que son muy hábiles para leer y escribir mensajitos de texto pero que tienen dificultades para estudiar textos académicos.
-Exacto. Estamos frente a nuevas generaciones de lectores que han construido sus hábitos frente a una inscripción textual que no tiene mucho que ver con la práctica clásica del libro, del diario, etcétera. En esos casos es probable que surjan dificultades en la lectura por una inapropiada aplicación a los textos impresos de la manera de leer que se ha construido frente a la pantalla y que supone la discontinuidad, la segmentación, la fragmentación. Éste es un desafío fundamental, que debe considerar -y que ya considera- la escuela.

-¿Cuál es el papel de la escuela? ¿Formar a los niños en las nuevas tecnologías o insistir en presentarles una modalidad de lectura tradicional, que se considera en crisis?
-Ambos. Porque por un lado, es absolutamente necesario dar a todos los ciudadanos facilidades para entrar en el mundo digital que se impone a ellos cada día. Es un mundo no sólo de placer, de juegos electrónicos. Es también el mundo del formulario administrativo, el mundo que sirve para construir lo cotidiano. De esta manera, la nueva forma de analfabetismo podría ser la exclusión del mundo digital: gente capaz de leer y escribir, pero incapaz de entrar en este nuevo mundo múltiple, de negocios, de formularios, de juegos, de descubrimientos, de aprendizaje. En esta perspectiva, la escuela debe otorgar un lugar central a la presencia del mundo digital. Pero por otro lado, evidentemente, la escuela debe mantenerse como el lugar en el cual pueda aprenderse la cultura escrita en sus formas más tradicionales. Debe mostrar que hay formas de lectura diferentes de la lectura discontinua y rápida que tiene lugar frente a la pantalla; y que esas formas pueden ser provechosas precisamente porque son diferentes.

-¿Es una tarea que la escuela puede llevar adelante?
-Me parece que es una tarea enorme, difícil, la que se les pide a los maestros y maestras, pero esta relación dialógica permitiría mantener la doble comprensión necesaria para los ciudadanos de los siglos XXI o XXII. Los niños no pueden estar fuera del mundo digital, que está en todas partes. Es semejante a lo que sucede con la televisión. La escuela no puede apagarla. Lo que puede hacer es enseñar a utilizarla: a discriminar, a elegir, a criticar. De la misma manera, el ingreso en este mundo digital debe acompañarse de una relación sostenida con el pasado que es todavía un presente. Es decir, el pasado presente de la existencia de algunos textos u obras con una forma que permite -más que la digital- una comprensión y una construcción del sentido -y, por ende, del individuo- en su relación crítica con la sociedad o con los otros o con la naturaleza.

Por Gustavo Santiago -Para LA NACION




Daniel Diaz / Bibliotecario Argentino