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domingo, 10 de agosto de 2014

Mil millones de platos vacíos




Caparrós, etnógrafo. Sus viajes de casi una década, para una serie de informes de Naciones Unidas, deparan esta crónica monumental sobre la marea de hambrientos del mundo -tan lejana de lo que aquí llamamos hambre. Sergio Chejfec, narrador de su generación y amigo desde los tiempos de la revista Babel, analiza el rompecabezas de su obra.

El hambre ha sido, desde siempre, el motor de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada influyó más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra mató a más gente. Todavía ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable. Yo no lo sabía”. Quien así escribe es Martín Caparrós, que acaba de publicar un libro de más de seiscientas páginas sobre el hambre en el mundo. En este trabajo confluyen todas sus facetas: el investigador, el escritor, el viajero, el etnógrafo, el cronista. Ese cruce de disciplinas, ese borramiento de fronteras textuales, no es nuevo para él y podríamos decir incluso que está en el centro mismo de su sistema nervioso. Arrancó como periodista de muy joven y entendió rápidamente que su campo de operaciones era nada menos que el mundo entero. Participó en algunos hitos mediáticos culturales de la vuelta a la democracia, como el programa de radio “Sueños de una noche de Belgrano” y, en televisión, “El monitor argentino”, ambos con su coequiper de entonces, Jorge Dorio, con el que hacían una dupla de enfants terribles de la modernización aperturista. Fundó también con Dorio la influyente revista literaria Babel. Más adelante le llegó la hora a otro de sus proyectos de largo aliento, el libro La voluntad, en tres tomos, una historia oral de la militancia política argentina en los 70, en colaboración con Eduardo Anguita. En los últimos años, además, ha sido una de las voces más críticas del kirchnerismo. Desde su blog “Pamplinas”, hasta hace poco absorbido en el diario El País, de España, intervino sobre debates coyunturales, como también lo hizo con su libro Argentinismos, que recoge desde su título lo que considera deformaciones nacionales. Grafómano incansable, nunca dejó que estos proyectos interrumpieran su ficción, que ya supera las tres mil páginas.
Para El hambre, Caparrós recorrió medio mundo, una vez más, para relevar ahora las estructuras de lo que quizá sea el problema clave de nuestra época. A lo largo de sus páginas, se distingue un nosotros de la reflexión (que excluye al hambriento) y un nosotros de la crónica (que a su manera y con inexorable distancia, lo incluye e interpela). Ese es el puente que erige el texto.
El volumen tiene un espíritu de denuncia, de panfleto alarmado. Así, desarma mitos o ideas arraigadas alrededor del tema. Por ejemplo, asegura que el hambre en la región de Sahel, en el centro de África, no es estructural. Incluso, comparando los diferentes capítulos, caemos en la cuenta de que el hambre en esos países no es consecuencia directa de la pobreza d recursos en esos países. Como enfatiza el autor, Níger (país ubicado al noreste de Nigeria) tiene, por ejemplo, grandes reservas de uranio, uno de los minerales más codiciados para la producción energética, que son explotadas por una empresa estatal francesa. El canon que pagan por ello es insignificante para el tesoro nacional e imperceptible para la población nigerina. Pero la investigación también desmiente otra creencia demasiado extendida, según la cual los países desarrollados han alcanzado la modernidad sencillamente gracias a que hacen las cosas bien... Son capaces, por ejemplo, de destruir un banco de reserva de granos para hacer a los pueblos más dependientes, a costa del hambre.

Por otra parte, este no es un libro suelto, caído del cielo justo en el interior de la biblioteca Caparrós. En los últimos dos años viene de publicar Comí , una novela de ecos autobiográficos y hedonistas que gira en torno al placer de la gastronomía, y editó también en España Entre dientes , pequeño tratado gastronómico o de “crónicas comilonas”. Con ambos volvió a sus primeras armas en el periodismo, la crítica de delikatessen en la revista Cuisine et vins, que dirigía Miguel Brasco. Los tres juntos pueden formar, para el propio Caparrós, una especie de “trilogía perversa”.
Contanos cómo surgió este libro.
En 2005 me propusieron hacer un trabajo raro, para el Fondo de Población de Naciones Unidas. Consistía en armar una publicación sobre el estado de la población mundial. Tenía que escribir diez historias de vida de jóvenes en relación a un problema distinto cada año: Inmigración, Cultura, Cambio climático, Educación sexual y reproductiva, y otros más. Me llevó por todo el mundo. Tuvo dos efectos para mí ese laburo. Uno fue terminar de interesarme en una forma global de pensar los problemas. De ahí salió Una luna, que tiene que ver con la inmigración; Contra el cambio , sobre el cambio climático. El otro efecto que tuvo fue el de hacerme notar que detrás de todos esos casos había gente que no comía lo suficiente. Ese es el origen de este libro, que hice por mi cuenta, con independencia de ese ámbito.

Uno de los casos más dramáticos que tomás es el de Níger, en Africa central. ¿Cómo es el encuentro con esa realidad tan extrema?
A Níger fui tres o cuatro veces en los últimos años. Es un lugar que me impresionó por muchas razones. En temas de desnutrición es uno de los lugares más pesados, porque es una desnutrición totalmente regular. Todos los años, cuando llega el mes de agosto, se acaba la cosecha de mijo que han levantado en octubre, y no tienen más. Quedan esos meses que los franceses llaman soudure (la soldadura) y los ingleses hunger gap (brecha de hambre). Es una situación increíble porque se repite todos los años, en un país que por un lado es muy pobre y, por otro, tiene las segundas reservas de uranio, sólo que las explotan chinos y franceses, sin que quede nada en el propio Níger.

¿Cuál es el impacto en el escritor al ver a un semejante inmerso en esa situación límite?
Tiene algo que casi da vergüenza decir; existe una dignidad humana en la pobreza extraordinaria de esa región. No se trata de la miseria del conurbano, donde todo es dramáticamente sucio y miserable. Hablo de una pobreza tan ancestral que se sostiene con un porte distinto. Pero me gusta pensarlo como el encuentro con gente radicalmente diferente, que es uno de los grandes atractivos que tiene hacer este trabajo. Estamos demasiado acostumbrados a encontrarnos con nuestros semejantes más íntimos, y estamos totalmente desacostumbrados a encontrarnos con los distintos. El mundo está organizado para que no tengamos nunca esa experiencia, para que creamos que todo es más o menos como lo conocemos; entonces, basta con que de vez en cuando miremos un documental en la tele como para reafirmar la distancia.

Leyendo El hambre, da la impresión de que, si bien recorriste medio mundo, muchas de esas historias se repiten en su dinámica.
Sí. Lo que traté de hacer es que cada uno de los lugares pusiera de algún modo en escena algunos mecanismos de la desnutrición. Por ejemplo, el caso de Níger, donde la desnutrición parece estructural, hasta el caso de Madagascar, donde el problema es la apropiación de tierras a manos de grandes empresas provenientes de los países más ricos. Eso, pasando por todo un largo recorrido que incluye a la Argentina y las familias que viven de la basura del Ceamse, en José León Suárez, donde lo que quería poner en escena era la idea de la desnutrición en el país de la abundancia de alimentos, es decir, la distribución como razón básica.

¿Pero cuando decís “el hambre en Africa”, estás nombrando el mismo fenómeno que cuando decís “el hambre en Chaco”?
Eso es interesante, porque en general ya no existe la hambruna clásica, esa que veíamos por televisión, la imagen de un chico con el vientre inflado y flaquísimo. O existe en casos de guerra o cataclismo natural. La mayor parte tiene que ver con un proceso mucho más lento y continuado, y por eso mucho más indignante. La idea de no poder alimentarse todos los días, como es necesario. En la India, el país con más desnutrición del mundo, es aún peor porque existe una adaptación de millones de personas a una alimentación insuficiente. Quizá no se mueren pero no terminan de desarrollarse y viven toda una vida en condiciones paupérrimas.

¿Cuando en Argentina se habla de desnutrición, entonces, de qué se está hablando?
En general, se trata de un sector cada vez más afirmado que come cada vez peor. Hay un estudio de la antropóloga Patricia Aguirre que trabajó sobre las dietas de los argentinos en los últimos ochenta años. Encontró que hasta los ‘70 casi toda la población argentina comía la misma proporción de carnes, verduras, hidratos de carbono y demás. Después eso se va diferenciando y se va constituyendo una forma de alimentación de los más pobres que es cada vez más carente de todos los nutrientes necesarios, cada vez más consistente en grasas e hidratos de carbono. Alimentos que llenan y son baratos. Eso confirma que desde los ‘70 la injusticia fue creciendo.

¿A quién puede convenirle que haya 900 millones de hambrientos?
Mira, es una de las cosas que más me sorprendieron en este trabajo: esa cifra coincide bastante ajustadamente con las personas que le sobran al capitalismo. Lo cual es un error para el propio capitalismo, pensado incluso desde su propia lógica, porque necesitás poder usar todos los recursos que tenés, y el sistema no sabe cómo usar a todas esas personas. Entonces las tiene ahí tiradas, sin rol, sin necesidad. Cualquiera que fuera un poco honesto te diría que a todos les conviene que se mueran, porque no sirven para nada pero complican las cosas. Te asustan un poco porque de tanto en tanto saltan una verja y tratan de meterse en el patio de atrás de tu casa... Y además, de vez en cuando las campañas de prensa, la culpa o el Papa molestan, y entonces les tenés que mandar una bolsa de granos, tratar de que no se te mueran demasiado en directo. Yo no creo que lo hagan a propósito, por el sólo hecho de que no les sirvan. Me parece, más bien, que es un error del sistema, y no saben qué hacer con eso.

Sos un conocido sibarita, amante de la buena comida, incluso trabajaste como crítico gastronómico. ¿No te resultó contradictorio con este libro?
Sí, y todavía no sé bien cómo resolverlo. Es obvio que para que uno se coma un buen salmón de Noruega, con alcaparras que vienen de España y un arrocito blanco de Tailandia (algo sencillo), tiene que ponerse en marcha un mecanismo económico y de mercado que es el mismo mecanismo por el cual millones de personas no comen. Si el arroz ese no se pudiera exportar en los países de origen, Tailandia o Madagascar, costaría probablemente tres veces menos. ¿Qué hacés con eso entonces? No sé. Por otro lado, es cierto que compartimos culpas, pero que esa generalización de las culpas no puede significar la dilución de los que tienen infinita más responsabilidad que uno: aquellos que se llevan miles de toneladas de granos y dejan suelos exhaustos para producir alimentos, o quienes saquean los minerales de un país extranjero y son capaces de inducir un golpe de Estado si no encuentra complicidad de quienes gobiernan esos países pobres.

Al leer este libro pensamos que podía considerarse una versión de “Los condenados de la tierra”, de Franz Fanon. En el prólogo de ese libro, Sartre se pregunta a quién le está hablando Fanon, y responde que sin duda no era a los europeos, sino que estaba llamando a la rebelión a sus compatriotas. ¿A quién le estás hablando vos?
Ojalá... Hacia el final del libro de algún modo discuto eso, porque la gente que sufre esto que yo cuento, no lo va a leer. ¿Quiénes estamos conversando sobre esta cuestión entonces? Lo que trato muy epidérmicamente es el tema de para qué sirve una vanguardia. En algún sentido son aquellos que tratan de pensar por fuera del orden establecido. Pero por otro lado, pensar por fuera del orden establecido te da un poder que es lo que hizo que se jodieran todos los movimientos políticos, desde fines del siglo XIX hasta hoy.

Un fenómeno como el hambre, ¿justifica la violencia política?
“Justificar” es una palabra tramposa, porque ¿quién es el juez? Mi problema con esta cuestión es que en general esta hambre crea más una violencia social que una violencia política. Una violencia desarticulada, sin proyecto, que se agota en sí misma. Si esa violencia fuera portadora de un proyecto que permitiera acabar con el hambre, a mí me parecería sensato.

¿Este trabajo te llevó a releer tu experiencia de los ‘70, que abordaste en los tres tomos de “La voluntad”? Viéndolo en retrospectiva, a partir de “El hambre” nos podríamos preguntar si la violencia política, con todos sus defectos, finalmente no tenía un sentido, truncado por el triunfo del neoliberalismo.
Por supuesto que tenía un sentido, pero tenía también una cantidad tan grande de errores que se desvirtuaba ese sentido. Esto que decíamos acerca de que las vanguardias políticas se creyeran portadoras de toda la verdad y se sintieran autorizadas a cualquier acción en función de eso. Eso produjo desastres por todos lados. Pero abriéndonos del tema de los años ‘70, muchas veces la violencia política tiene sentido. El problema es cómo se articula y en función de qué. Nadie vendría a decir ahora que San Martín tenía que haber ido con una banda de Hare Krishnas tocando las panderetas. Se supone que estamos todos de acuerdo con esa violencia política. No se trata de un valor absoluto.

Hace casi dos años que vivís en Barcelona. ¿Te fuiste por algún tipo de exilio cultural?
No, ¡tengo demasiado respeto para las palabras para decir que se trata de un “exilio”! Primero, me fui porque me parece que de vez en cuando hay que vivir en otros lugares. Descubrí hace unos años que puedo hacer mi trabajo desde cualquier parte del mundo. Aunque, es verdad, también me parecía que el clima en la Argentina estaba innecesariamente caliente. Y , ¡ojo!, a mí me parece bien que haya confrontaciones cuando se están jugando cosas importantes para la estructura de un país. Pero acá todo sigue muy parecido a sí mismo y parece, sin embargo, que vivimos al borde de una revolución. Es un despilfarro de energía. Vale la pena pelear cuando hay algo por lo que estás peleando. Por el contrario, solo vemos grupos de poder que se gritan unos a otros y nos hacen creer que están cambiando algo de la estructura argentina, cuando no está cambiando nada.

Como varios de tu generación, has tenido amigos que en los últimos años piensan muy distinto a como pensás vos la política. ¿Cómo te lo explicás a vos mismo? Pensemos en tus pares, como Dorio, hoy conductor de 678, o Anguita, director del diario Miradas al sur.
No me parece tan raro que uno piense cosas distintas en distintos momentos de su vida. Me puede doler en algún momento si eso me priva de pasar un buen rato con un amigo. ¿Por qué raro determinismo debería uno pensar lo mismo que hace veinte años? Por otro lado, no consigo creerme mucho las discusiones de estos últimos años. Y por eso este libro es un gesto político también frente a esto. Este libro es un modo de decir “hay problemas, como el hambre, que son mucho más pesados y urgentes que tu chicana”.

Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/politica-economia/Martin-Caparros-El-hambre-entrevista_0_1190280991.html

martes, 28 de agosto de 2012

La Rerre, esputo alto / Caparrós Martin *


Cada vez se habla más de la Rerre. Aunque decir que cada vez se habla más de la Rerre es caer en la trampa de creer que "se habla" –que millones de personas hablan– de lo que parloteamos políticos y periodistas. Entonces, va de nuevo: los políticos y los periodistas hablan cada vez más de la Rerrelección, entendida como la reforma constitucional que le permitiría a la doctora Fernández atornillarse a su sillón y a su cadena por unos años más.

La operación, que supo ser rumor durante meses, se va clamorizando. Ya salieron a defenderla gobernadores e intendentes –soldados de quien sea que sea el jefe– que arguyen, a la peronista descarnada, que "si el pueblo lo quiere el pueblo debe tenerlo" y que "no permitir que la presidenta se presente es proscribirla". Son argumentos conocidos: ya los sostenía un tal Carlos Saúl. Y el segundo es patético por bobo, pero es un corolario del primero. El primero, eso de que el pueblo debe poder decidir si quiere Rerre, tiene un problema: esta república –tan mejorable– está basada en un principio más o menos filosófico: que hay reglas básicas consensuadas que se mantienen por encima de la voluntad mayoritaria de cada momento. ¿Eso está bien o mal? Yo creo que está bien: que esos principios existen para prevenir momentos de ceguera populista.

Se podría discutir. Y, para no usar los clásicos ejemplos de Hitler o de Mussolini, podríamos usar el clásico ejemplo de la pena de muerte. En la Argentina, desde hace décadas –y más en los momentos, como éste, de furia segurista–, las encuestas muestran una mayoría cómoda de ciudadanos a favor de la pena de muerte. Y, aún así, no se instituye el asesinato de Estado porque se supone que el principio del respeto a la vida está por encima de esa voluntad popular. ¿Está bien o está mal? Yo creo que está bien. La idea de que una misma persona no debe gobernar durante décadas es otro de esos principios fundadores. ¿Está bien o está mal? Yo creo que está bien. La Argentina no solo rechazó una de las formas de la monarquía, el gobierno de un rey: se supone que las rechaza todas. Monarquía quiere decir gobierno de uno. Que a ese uno o una lo legitimen un dios o una diosa o un pueblo o una puebla no cambia el hecho de que el gobierno de uno o una es un fracaso de cualquier idea o ideo de pluralidad social, de construcción política, de capacidad de autogestión de una sociedad.

Otros no están de acuerdo. Por eso salieron ahora los intelectuales comprometidos –e incluso casados– de la Carta Abierta que postulan, empecinados, que el mantenimiento de la presidenta en el poder es la única forma de continuar este proceso –que, parece, no resulta del esfuerzo de un partido o un movimiento sino de una señora: que no es nada sin esa señora. Debe ser triste aceptar que, tras diez años mandando, un grupo no ha sido capaz de crear las estructuras y energías necesarias para no necesitar desesperadamente a una persona. Debe ser triste tener que reconocer que, si no pudieron hacer eso, es difícil que puedan hacer cualquier otra cosa. Debe ser triste obligarse a olvidar que la famosa política, tan de vuelta, tan en el centro –de la nada– últimamente, consiste al fin y al cabo en formar conjuntos de personas que pretenden lo mismo: conjuntos, no rebaños; grupos de hombres y mujeres unidos por sus ideas, no seguidores que se desharían sino tuvieran a papá o mamá delante; ciudadanos, no súbditos.

Pero ése no es el tema. El tema es que, con distintos slogans, el gobierno impulsa su Rerre, y a mí me intriga que así sea. Porque, más allá de ciertas discusiones, proponerla sería el favor más grande que le podría hacer a esta oposición aturullada, embobecida que tan bien lo sirve.
Si la Rerre está realmente en juego, las elecciones legislativas de 2013 se volverán un campeonato interesante. Si esa votación –que, si no, sería casi banal– debe decidir si Rerre o no Rerre, los partidos opositores tendrían un foco común, esa prenda de unión que no tienen ni tienen por qué tener –porque son sectores distintos con proyectos distintos. Pero contra la Rerre sí: todos podrían unirse en ese punto solo, firmar un compromiso de que sus elegidos se opondrán a cualquier proyecto reeleccionario. Entonces, sin perder sus particularidades, todos esos partidos representarían al mismo tiempo el No de un plebiscito sobre la perpetuación de una persona en el poder. Y, así, transformarían una pinche elección de medio término en barricada contra una forma moderna de la monarquía.

Si el gobierno quería mejorar en el noble arte del esputo ascendente –vulgo, escupir para arriba– no podría haber imaginado nada mucho mejor. Digo: nada aceleraría tanto su descomposición como la propuesta de la Rerre. Porque, insisto, entrega en bandeja una causa a sus timoratos adversarios: "la República –con erre mayúscula, por supuesto– está en peligro", empezarán a decir los que siempre la pusieron en peligro, y también los que alguna vez incluso intentaron defenderla, y se sentirán intrépidos cruzados.

Y porque, al mismo tiempo, la propuesta obliga a sus aliados y seguidores y entenados a tragar otra píldora dura, a abundar en su abundante sapofagia, o a rebelarse de una vez y abandonarla: los pone entre la nada y la pared.

Unir y justificar a los enemigos, dividir y apretar a los amigos: hay que estar muy asustado, muy sin otros recursos para lanzarse en tal pendiente. Es preocupante: después de todo, manejan el país.
Lo cual no significa que no haya que cambiar cosas de esta Constitución. La Constitución argentina de 1994 está llena de errores que merecen ser cambiados –aunque antes, también, está llena de aciertos que merecen ser cumplidos. Pero si quieren mejorarla, muchachos, toquen todo menos lo que no se toca: no habiliten otra vez la jefatura sin límites, la sumisión a una persona. No estamos bien, pero con un monarca siempre estaremos un poquito peor. Eso, creo, lo sabemos muchos.


Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta y Rey de España. Su libro más reciente es Los Living, premio Herralde de Novela 2011.