Albert Camus y "La
peste". Algunas lecciones / Por
Rogelio Alaniz
I
Leí “La peste”, de Albert
Camus, hace muchísimos años. Después, a la novela la debo de haber releído tres
o cuatro veces, porque se trata de un libro al que siempre se le puede
encontrar algo nuevo, un costado, una arista que no tuvimos en cuenta en su
momento o que no estábamos preparados para tener en cuenta. “La peste”, Camus
la escribió en 1947, cuando la guerra mundial había finalizado hacía dos años,
esa guerra que en Francia incluyó la ocupación nazi, el colaboracionismo de
muchos franceses y que lo contó a Camus entre quienes resistieron esa
ocupación. Los críticos nunca se pusieron de acuerdo -probablemente no haya
manera de hacerlo- si “La peste” de Camus es una metáfora acerca de la
ocupación nazi en Francia, si es una crónica sobre una peste efectiva ocurrida
en Orán en el siglo XIX, o si es un “pretexto” para debatir acerca de la
condición humana y en particular acerca de Dios, su presencia, su ausencia o su
silencio. La riqueza del libro es probable que resida precisamente en esa
ambigüedad.
II
La novela se inicia
describiendo una ciudad de Orán donde sus habitantes realizan su habitual vida
cotidiana: trabajan, pasean, toman café, leen los diarios, se aman y se pelean,
se divierten y se aburren. De pronto, una rata muerta. Luego, más ratas
muertas. Y antes de los diez días el primer hombre muerto. La peste ha llegado.
Claro, hay que tomar medidas. Y comienzan las dudas. No hay que alarmar, dicen
algunos. Pasará pronto, dicen otros. El “pueblo” ignora o se empeña en ignorar.
Mientras tanto las víctimas crecen. La peste ha llegado y no hay manera de
eludirla. Cuarentena. Estricta cuarentena. Nadie puede entrar o salir de la
ciudad. Por supuesto, hay protestas. Están los que se resisten a aceptar algo
que “cayó del cielo” y que amenaza sus vidas. No puede ser, si hasta ayer al
día le sucedía la noche, y a la noche el día y todo trascurría como Dios manda.
De pronto, la peste. Lo mejor y lo peor de los hombres se empieza a manifestar.
La peste, por decirlo de alguna manera, nos pone a prueba. Y en ello nos va la
vida.
III
¿Qué decir y qué hacer? No
hay una exclusiva respuesta. El doctor Bernard Rieux decide cumplir con su
deber de médico. Darle la lucha a la peste sin medir riesgos. No pretende la Salvación porque no es
creyente, pero pretende salvar vidas. Tampoco pretende la felicidad con su
gesto, porque la felicidad está con su mujer y ella no vive en Orán, vive en
otra ciudad y está enferma. No es una apestada, pero está enferma. Rieux tiene
la oportunidad de abandonar a Orán para acompañar a su esposa, pero decide
quedarse. Su imperativo moral laico así se lo exige. El padre Paneloux, sacerdote
jesuita habla. Lo hace a través de un sermón. Esta sociedad frívola,
indiferente, una sociedad que supone que la relación con Dios solo se establece
yendo a misa los domingos, ahora se encuentra con el rostro de Dios. “No se han
acercado a Dios, pero Dios se acerca a vosotros con su rostro más severo”. Son
culpables, dice el cura. Raymond Rambert es un periodista francés que ha
llegado a Orán para hacer unas crónicas sobre la vida de la ciudad. Es joven,
está enamorado y su novia lo espera en París. De pronto la cuarentena. No puede
salir de la ciudad. No puede ir al encuentro de la felicidad. ¿Por qué
renunciar a ella? Lo conversa con Rieux. ¿El deber o la felicidad? Rieux no
predica. Pero insiste que él se queda, no se va. Lambert está decidido a coimear
a policías. Finalmente se queda. La felicidad vale, pero en ciertos momentos
hay imperativos más fuertes que la felicidad.
IV
No todos son comportamientos
nobles. La peste enriquece a comerciantes que especulan con el dolor y la
muerte. Monsieur Tarrou está a punto de ir preso, pero la emergencia lo deja
libre. Para él, la peste es la libertad. Si ella se fuera, su lugar sería la
cárcel. Se coimea, se chantajea, se merca con el dolor. Se roba. Las
burocracias políticas hacen lo que pueden. Y lo que se puede hacer nunca
alcanza. El pueblo se somete o se resigna a la desgracia. Obedece, no por
convicción, sino por miedo o falta de alternativas. La peste se impone. Los
muertos se multiplican. Y además, no se sabe muy bien qué hacer con los muertos
que han desbordado los cementerios.
V
El padre Paneloux y Rieux
discuten. El sacerdote jesuita y el médico; el hombre de fe y el científico.
Paneloux insiste en la culpa de una sociedad indiferente, consumista y frívola,
aunque no va a renunciar al compromiso. Se arriesga y al riesgo lo va a pagar
con su vida. Paneloux está en los hospitales, visita en sus domicilios a los
enfermos. Hay un momento intenso en que la relación entre Paneloux y Rieux. Un
niño muere después de sufrir atrocidades. “Este por lo menos era inocente. Bien
lo sabe usted, padre”, le dice al sacerdote. Paneolox le responde: “Debemos
amar lo que no podemos comprender”. Y la respuesta de Rieux: “No puedo admitir
una Creación en la que los niños sufran”. Paneloux lo escucha y piensa: “Estoy
empezando a comprender lo que es la
Gracia ”. El cura empieza a cambiar. Ya no dice “Vosotros”
sino “Nosotros”. Y en uno de sus sermones más dolorosos, él, que de alguna
manera predicaba la aceptación de la tragedia porque éramos culpables, ahora
convoca a resistir la peste, a quedarse en la ciudad y dar la lucha.
VI
El duelo entre el médico y el
sacerdote continúa. Ahora se habla del silencio o de la ausencia de Dios, ¿Por
qué permite esta tragedia? ¿Por qué creer en un Dios que calla, que no se
manifiesta? Para Rieux no hay otra alternativa que luchar contra la muerte sin
levantar la vista al cielo donde mora un Dios que calla. El sacerdote insiste
en luchar y rezar. “Es preciso luchar, pero también ponerse de rodillas... la Salvación lo exige.”. El
médico admite que no pretende tanto, que la Salvación lo excede, que
se conforma en principio con salvar vidas. “No voy tan lejos como es la Salvación , por lo pronto
es la salud lo que me importa... no creo en Dios ni en el más allá, pero creo
en los valores humanos. Se trata de ser honesto, no heroico”. Entonces el
periodista Lambert le pregunta: “¿Qué es la honestidad?”. La respuesta de Rieux
es sencilla y práctica: “Hacer bien mi oficio, salvar vidas”. Tácitamente, el
periodista, el médico y el sacerdote refuerzan la convicción de trabajar juntos
por algo que los une más allá de las blasfemias y las plegarias.
VII
En algún momento la peste se
retira. La ciudad recupera su ritmo. El cielo recupera su azul; el sol, su
brillo, y la noche las estrellas. La gente sale de sus casas, se encuentra en
la calle. Los enamorados se aman, los padres abrazan a sus hijos, a la noche se
abren los locales de fiesta. La vida reinicia su rutina. Pero también hay luto.
Rieux, el héroe de la lucha contra la peste, se entera que su mujer, su querida
mujer ha muerto en el sanatorio a muchos kilómetros de distancia. También ha
muerto en Orán su mejor amigo. El “héroe” ha perdido en pocos días lo que más
importa en la vida, lo que le da sentido, lo que la justifica: el amor y la
amistad. Sin embargo, Camus insiste: “Hay en los hombres más motivos de
admiración que de desprecio”.
VIII
Cerremos por ahora el libro.
Él nos habla de la peste en 1947. Nosotros padecemos una pandemia que
-quisiéramos creer- no matará con la contundencia de la peste bubónica. El
mundo de 1947 salía de la guerra y de la pesadilla de los nazis y empezaba a
globalizarse. Hoy estamos globalizados y la peste se manifiesta como pandemia.
Hay más herramientas para enfrentarla, pero ya no se reduce a una ciudad porque
su escenario es el mundo. El mundo ha cambiado, pero la condición humana con
sus miserias y sus grandezas, con su heroísmos y sus miedos, persiste. Como
diría Camus, la peste no se va nunca, puede ocultarse, pude quedar suspendida,
agazapada, acechando, pero siempre está y en algún momento regresa. Y nos pone
a prueba. De pronto la seguridades, las certezas, parecen esfumarse. ¿La peste
es la manifestación del pecado original por el cual siempre tendremos que
rendir cuentas? ¿Llega para recordarnos nuestros límites, nuestra condición de
mortales, la certeza de que estamos condenados a muerte desde nuestro
nacimiento? Camus intenta elaborar algunas respuestas a estos interrogantes:
“Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida, es el
conocimiento y el recuerdo”. Después, como diría Rieux, seamos honestos y
hagamos lo que corresponda.
Noticia de: www. El Litoral
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