No sé bien cuándo ni cómo fue, pero mi mamá siempre contaba que tenía cuatro años cuando empecé a leer o, al menos, cuando ella supo que yo ya leía. Tampoco me acuerdo cuáles fueron esos primeros libros que encendieron mi curiosidad salvo uno: Fábulas, de editorial Sigmar, con su tapa roja y brillante; un libro que con el tiempo se deshojó y dejó al desnudo el lomo, con su entramado de hilitos, y que igualmente releí con placer casi hasta la pubertad.
Aunque me cuesta reponer aquellas páginas iniciales, mi memoria conserva con nitidez el nacimiento de la pasión por la lectura. Es un punto fijado entre los diez y los trece años; un fulgor encerrado entre las tapas amarillas de la colección Robin Hood. Fueron las novelas de Louise May Alcott (Mujercitas, Ocho Primos, Rosa en flor), fue Violeta, pero fue, sobre todo, Jane Eyre, de Charlotte Brontë, esa historia de intriga y amor entre una tenaz institutriz que logra superar a fuerza de orgullo y autoestima su destino de pobre huérfana y el señor Rochester, un millonario acechado por un pasado oscuro.
El entusiasmo por recomendar libros nació con aquellas primeras lecturas y, tanto tiempo después, aún disfruto de dar la voz de alerta cada vez que encuentro un tesoro para que otros, los que quieran, vayan a su encuentro. Algunos llaman a esto "prescripción" literaria y la palabra no parece inocente.
Los lectores llegan a la literatura por motivos diversos. Algunos aseguran que solo buscan entretenimiento y cuando piden una recomendación, aclaran: que no me haga sufrir, por favor. Otros, por el contrario, están siempre dispuestos a arrojarse al vacío pero necesitan garantizarse un guía confiable.
Por mi parte, siempre creí en la lectura por placer pero también como una forma de sanación; sé, porque lo he visto, de qué manera sumergirse en una historia puede ayudar a calmar las propias heridas. Sé, porque lo he vivido, cómo la literatura puede ayudarte a dejar de lado tus padecimientos mientras tu cabeza y tu corazón acompañan, cautivos, los sentimientos de los protagonistas de alguna historia que logró arrancarte por un momento de tu pena infinita.
Leo en la elogiada revista online The Millions una nota sobre biblioterapia de James Williams, un ensayista que les discute a quienes piensan que la lectura puede curar y que entiende que el objetivo de la literatura no debe ser confortarnos ni hacernos sentir mejor sino hacernos "sentir más, más profundo y más honestamente". Más que actuar como una terapia, los libros deberían mandarte a terapia, ironiza.
El término biblioterapia fue acuñado en 1916 por el teólogo presbiteriano Samuel Crothers, aunque la idea de la lectura como remedio para el dolor psíquico o físico viene desde los egipcios.
En su artículo, Williams dice que no siempre funciona de manera literal aquello de que todos buscamos historias que hablen de lo que nos pasa para sentirnos menos solos: ni todos los adúlteros van detrás de novelas como Madame Bovary así como no todas las personas en duelo quieren leer historias de pérdidas.
Cada relato tiene un sentido diferente para cada lector, explica, y asegura que es "fascista" -usa ese término- pretender imponer una interpretación determinada.
Es, también, un esfuerzo presuntuoso: ningún lector responde igual que otro, por lo tanto es inútil intentar imponer una forma de leer. Williams sostiene que cada vez que recomienda un libro a alguien no lo hace con la encomiable intención de darle felicidad o resolverle un problema sino todo lo contrario. "Deberíamos permitir que los libros nos causen aún más problemas", escribe, provocador.
Conmueve su encendida defensa de la gran literatura, esa forma del arte que nos sacude de manera inesperada, nos estremece en su esplendor o su oscuridad y nos arroja al espacio de la incomodidad absoluta, como nada nunca lo había hecho antes.
Twitter: @hindelita
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