Bibliotecarias,
otra profesión donde ellas son más pero lucen menos.
Al trabajo en la biblioteca le pasa como al
de los fogones: ellas son más, pero lucen mucho menos. Casi todo el mundo sabe
que Jorge Luis Borges fue,
como Goethe, Casanova o Lewis Carroll, bibliotecario, pero son menos
quienes saben que Gloria Fuertes trabajó
cuidando el fondo del Instituto
Internacional de Madrid.
En España,
a la más destacada de las archiveras no la admitieron en la Real Academia de la
Lengua, pero nos legó un diccionario: María Moliner. Empezó a ejercer con 21 años y fue
la inventora de las primeras bibliotecas populares. Llevar la lectura a todo el
mundo, viviera donde viviera, ganara lo que ganara, fue su proyecto. “Probad a hablarles de cultura y veréis cómo
sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento”,
dejó escrito en sus instrucciones a los colegas de las áreas rurales. Las
represalias tras la Guerra Civil degradaron
a Moliner, que no
pudo volver a su labor renovadora y democrática centrada en la lectura hasta
entrados los años 50, lo que prueba, entre otras cosas, la mala pareja que
pueden hacer el poder y los libros.
Política y
bibliotecas, malas compañeras
En París se abrió en 1821 la primera escuela en el mundo
para formar a estas profesionales, pero la primera universidad que atendió la
demanda fue la de Columbia. Allí,
en Estados Unidos, Laura Bush se convertiría en la primera
bibliotecaria que habitaba la Casa
Blanca. Siendo su marido gobernador, organizó el Texas Book Festival, idea que llevó a Washington, donde los de su gremio la tacharon de
oportunista.
No fue la única vez que Laura recibió ataques de los
suyos. Tras la aprobación de la Patriot
Act, que permitía vigilar las consultas hechas desde
ordenadores de uso público, la acusaron de promover la censura. Y volvieron a hacerlo cuando
el Gobierno Bush impidió
a los poetas que se habían manifestado contra la guerra de Irak asistir al simposio de poesía organizado
por la Biblioteca del Congreso.
Ella nunca dijo esta boca es mía.
A quien nadie acusó de nada, no públicamente, fue a Nadezhda K. Krupskaia, casada con Lenin. “Los libros para niños son una de las armas
más poderosas en manos de los socialistas para la educación de las nuevas
generaciones”, escribió la responsable de bibliotecas en la Unión Soviética entre 1918 y 1938. Con cargos
en el Ministerio de Instrucción
Pública, desarrolló un modelo al servicio del marxismo aunque
también aportó, como señala la profesora de la Universidad de Granada, Ana María Muñoz, mejoras al sistema: un plan de
igualdad de género, cambios en la indexación de libros y mejoras legales para
una profesión que no siempre ha tenido reconocimiento.
Capdevielle,
innovadora
En los años en los que Krupskaia implantaba su modelo de librería
supeditada a una ideología, Juana
Capdevielle asistía al II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía.
En él se preguntaba si una sala de lectura pública debía distraer o instruir y
se contestó que la biblioteca es un espacio de libertad donde la selección de
libros debía hacerse bajo unas normas “de valor y utilidad universales”.
Capdevielle, licenciada Filosofía y Letras, fue la primera mujer en ser
jefa de biblioteca de una facultad en la Universidad Complutense de Madrid. Luego,
desempeñó el mismo cargo en el Ateneo y
es conocida por su labor acercando la lectura a los enfermos internados en
centros sanitarios. También fundó la Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España y
formó parte del grupo que implantó en España la Clasificación Decimal Universal. Su currículum se
hubiera ampliado si no la hubieran matado las tropas de Franco en agosto de 1936, cuando la
encontraron en una cuneta con signos de violencia y señales de haber sufrido un
aborto, como explica Paul Preston en El Holocausto español.
Nuevas funciones
El trabajo de las bibliotecarias ha cambiado mucho en el
último siglo. “Me dedico a gestionar el Mapa de Procesos y colaboro en la
gestión documental y la intranet”, explica a Vanity Fair Eider Landajo, de la Biblioteca Nacional de España. Su trabajo consiste
en clasificar los documentos generados en el día a día y elaborar flujogramas
de actividades para mejorar el modo en que todos en la BNE desarrollan su trabajo. Su
compañera, Inmaculada Torrecilla, dirige
el departamento de Control Bibliográfico de
Revistas, pues la hemeroteca es otro de los servicios más
solicitados en las salas de lectura.
Las dos reconocen que los retos a los que se enfrentan son
las nuevas tecnologías y la digitalización de fondos. Prueba de ello son la
proliferación de bibliotecas virtuales. “Las tareas de ordenación, indexación,
construcción de catálogo, etc,... son las mismas, lo que varía es que al
trabajar para mostrar el contenido en un entorno web, se requiere un equipo
multidisciplinar”, explica Julia
Bernal, directora del Departamento de Producción de la Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes. Ella, apasionada de la literatura, es
licenciada en Filología Hispánica,
pero trabaja con un equipo de informática en la Universidad de Alicante que incluye diseñadores,
periodistas y otros perfiles que no se encontraban en las bibliotecas del siglo
XX. Y en su equipo de 25 personas, 20 son mujeres.
Feminización
Sobre por qué hay más mujeres que hombres en las
bibliotecas, apenas se puede concluir nada. Así lo indica Alba Rodríguez en su trabajo Mujeres y trabajo: la feminización de la profesión bibliotecaria,
en el que aventura algunos motivos: la aprobación del Estatuto de los
Funcionarios en 1918 que permitió a las mujeres acceder a la función pública
como auxiliares y los buenos ojos con los que las familias con ciertos recursos
veían ese empleo para sus hijas. Las que no podían elegir iban al campo o a la
fábrica, y a las oficinas y a los colegios iban las otras. Y de ambos entornos
tenían algo las bibliotecas.
Rodríguez cree que ser un entorno
feminizado también ha provocado que se haya estudiado poco la profesión. Hay un
ejemplo en forma de libro, El
escritor en su paraíso(Impedimenta, 2014) , donde Ángel Esteban recoge la faceta de
bibliotecarios de algunos novelistas muy conocidos. Dominan los hombres, a
pesar de que ha habido muchas bibliotecarias que han escrito aunque también es
cierto que a duras penas trascendieron los límites de su comunidad lectora más
cercana.
Es el caso de algunas de las mujeres que se formaron en la
emblemática Escola de Bibliotecàries que
ideó en Cataluña Eugeni d’Ors,
que además de considerar que la mujer era más que apta para esas tareas,
tampoco ignoraba que salía más barata.
Bibliotecarias y
autoras
Una de las alumnas escritoras del centro fue Aurora Díaz-Plaja i Contestí, más conocida por ser
hermana de los historiadores Fernando
y Guillermo Díaz-Plaja que por ser la bibliotecaria que se
encargaba de cargar autobuses con libros para llevarlos al frente durante
la Guerra Civil. Hoy,
un premio de artículos lleva su nombre, pero su obra literaria apenas se
refiere. Lo mismo le pasó a Joana
Raspall, coetánea y amiga de Aurora, que estudió en la Escola de Bibliotecàries y durante la misma
contienda se dedicó a salvar libros de la destrucción
Sus escritos, como los de muchas mujeres de su tiempo,
eran cuentos, poemas u obras de teatro infantiles, aunque no solamente, pero
eso las colocó en un escalafón inferior al de los hombres. Y eso que Raspall fue una de las escritoras con más presencia
en los medios de comunicación catalanes de los años 30 y 40: “A la mujer que
llega a ser madre le hace más falta la educación que cualquier otra cosa”, se
le puede leer en un artículo de la revista Claror. Reivindicando sus figuras, no sería justo obviar
el papel de un hombre clave en las biografías de ambas: Carles Riba, profesor de la citada escuela y como
puede verse en las cartas que intercambió con algunas de sus alumnas, jaleador,
de igual a igual, de sus carreras literarias.
“Tesoros hundidos”
A quien le gusta leer, encuentra cierta mística en una
biblioteca, pero para quienes trabajan en ellas el silencio y la tranquilidad
sólo son la mitad del día a día. “Muchas veces, es como una montaña rusa. Hay
momentos en que está todo calmado, y, de repente, entra en vorágine, y se
vuelve muy estresante. Los recursos suelen ser limitados, y las personas suelen
tener mucha carga de trabajo”, cuenta Eider Landajo.
Aun así, reconoce que las bibliotecas tienen cierto halo
de misterio. Para Torrecilla, la
hemeroteca tiene ese aire de lugar sin fondo, donde hay una fuente de
conocimiento que muchos ni sospechan. Landajo, por su parte, recuerda algún
momento electrizante vivido en sus dependencias: “Estaba de prácticas en la Sala Cervantes y se
descubrió el robo de los Ptolomeos, que vivimos como una
investigación criminal: la
policía nos daba instrucciones y tuvimos que revisar página a página,
mediante el cotejo de ejemplares físicos con su versión en microfilm,
ejemplares que había consultado el ladrón”, relata Eider confirmando que los “tesoros hundidos” de la bibliotecas que
refirió Virginia Woolfen
sus diarios no están sólo al alcance del usuario.
Belpré y el español
de Nueva Cork
Las bibliotecas también pueden ser ruidosas, expone Landajo, que añade que lo primero que aprendió en
las salas infantiles “es a chistar”. Debía saber hacerlo muy bien también Pura Belpré, la mujer que llevó la lengua española
a la Biblioteca Pública de Nueva
York. Lo hizo en la sede que tenía en la calle 135, donde iban
muchos hijos de inmigrantes de su tierra, Puerto Rico. Para atraer la atención de los
críos, Belpré inventó
sus propios cuentos y sus propios métodos: historias bilingües que ella misma
contaba con marionetas.
Su huella en el barrio del Bronx, donde desarrolló su carrera, sigue intacta
y hoy un premio de relatos bilingües y otro de ilustración llevan su nombre. En
el archivo donde se guardan sus cartas y trabajos, se puede leer lo siguiente:
“Los niños necesitan ventanas por las que ver el mundo”, dejó escrito alguien
que entendió su trabajo como un complemento imprescindible a la tarea de las
profesoras.
Belpré creía, como Moliner, que las bibliotecas públicas debían
atender a los más desfavorecidos. Así, se ha entendido en los centros de Nueva York o en A Coruña, donde la biblioteca de Monte Alto decidió incorporar libros que
tuvieran presente a la comunidad gitana del barrio.
Lo mismo deberían hacer todas las salas de lectura del
mundo: mirar a quién da servicio. ¿O se puede hablar de “minoría afroamericana”
si todos tus usuarios son de la misma raza? Eso es lo que se planteó la
escritora Anne Spencer,
que trabajó durante 20 años como bibliotecaria del Dunbar High School, el primer instituto para
negros de Estados Unidos.
A ella, como a Audre
Lorde, se las recuerda más por sus libros o por su activismo
que por su trabajo de bibliotecarias a pesar de que la última aparece en el
segundo volumen de The Black Librarian in America,
ejemplar en el que queda claro que el papel de las bibliotecarias va mucho más
allá de gestionar centros, estanterías o libros.
Conocimiento y
comunidad
Ser bibliotecaria no es ser enfermera ni hermana de la
caridad y una biblioteca no es, como dijo en la revista Forbes, Panos Mourdoukoutas, un centro asistencial. El
economista proponía en aquel polémico artículo publicado en 2017 sustituir las
salas de lectura públicas por Amazon,
obviando que hay una tarea que nunca hará una librería por grande y barata que
sea: albergar el conocimiento y dar unos servicios a quien no tiene nada difíciles
de cuantificar.
El Instituto Nacionald e Estadística en Españaofrece
muchas cifras sobre el uso de las bibliotecas. Dice que hay unas 25.000
personas trabajando en ellas; que el servicio de préstamo es lo más solicitado,
que sigue creciendo el número de usuarios que acceden a las salas para
consultar Internet, pero no contemplan cosas como la que cuenta Eider.
“Cuando estaba en la sección infantil de la Biblioteca José Hierro, me sentía una figura
protectora, porque éramos prácticamente una guardería para algunos niños de
aquella zona, muchos de origen chino, y por otro lado, veías lo importante que
era para la gente poder utilizar esas instalaciones”.
“Compañía para los más viejos, cuidado de niños para
padres ocupados, clases de idiomas para inmigrantes y espacios públicos para
los pobres, los sin hogar y la gente joven”, decía en ese sentido Eric Klienberg en The New York Times hace unos días criticando
la falta de medios que se les da a unas salas que en Estados Unidos ven crecer el número de usuarios
y menguar la financiación. Porque las bibliotecas también son un indicador de
desarrollo social, pero el cese de su actividad o su deterioro no suscitan las
mismas muestras públicas de dolor que cuando cierra una librería.
Por vocación
Todo eso ocurre porque la tarea que desarrollan las
bibliotecarias es bastante desconocida. “Un compañero me preguntó si le podía
decir todas las páginas que se conservan en el depósito de revistas”,
cuenta Torrecillaque
habla del asombro de su interlocutor, que como muchos otros, cree que su
trabajo es mecánico y consiste en ordenar, informar y mandar callar.
La falta de conocimiento y de reconocimiento también se da
en los poderes públicos. Torrecilla señala
que en la BNE cada
cambio de Gobierno supone un cambio de dirección en su centro de trabajo. Y
cada cual llega con ideas propias, muchas veces sin atender a lo que ya se ha
hecho y está funcionando. Ella ha
conocido ya 12 directores y 15 gerentes en 35 años de profesión, algo que
también sufrió María Moliner cuando
una reestructuración del Ministerio
de Instrucción Pública y Sanidad, tanto como la guerra, dejó
paralizado su ambicioso plan de bibliotecas en los años 30.
Por suerte para los usuarios, la mayoría no son como Robert Musil, que inventaba enfermedades y buscaba
excusa para no acudir a su trabajo de bibliotecario, y a la mayoría las mueve
su vocación. “Nos dieron un pase especial para utilizar los fondos de la Biblioteca Nacional, así que ahí estaba yo, con 18
años, consultando fondos en la Sala
Goya. Quedé deslumbrada”, cuenta Landajo con entusiasmo del momento en que
decidió su futuro. Y eso que algunos amigos le aconsejaron que se dejara de
tonterías. “Me dijeron que si me gustaban las bibliotecas me fuera a una ONG al salir del trabajo”, cuenta y remata diciendo
que bendice el día en que no les hizo caso. Lo mismo le ocurre a Torrecilla, que tras pasar por el sector público y
el privado afirma sin dudar: “Volvería a elegir esta profesión y la Biblioteca Nacional ”.