domingo, 30 de septiembre de 2018

Bibliotecarias, otra profesión donde ellas son más pero lucen menos.


Bibliotecarias, otra profesión donde ellas son más pero lucen menos.


Al trabajo en la biblioteca le pasa como al de los fogones: ellas son más, pero lucen mucho menos. Casi todo el mundo sabe que Jorge Luis Borges fue, como GoetheCasanova o Lewis Carroll, bibliotecario, pero son menos quienes saben que Gloria Fuertes trabajó cuidando el fondo del Instituto Internacional de Madrid.

En España, a la más destacada de las archiveras no la admitieron en la Real Academia de la Lengua, pero nos legó un diccionario: María Moliner. Empezó a ejercer con 21 años y fue la inventora de las primeras bibliotecas populares. Llevar la lectura a todo el mundo, viviera donde viviera, ganara lo que ganara, fue su proyecto. “Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento”, dejó escrito en sus instrucciones a los colegas de las áreas rurales. Las represalias tras la Guerra Civil degradaron a Moliner, que no pudo volver a su labor renovadora y democrática centrada en la lectura hasta entrados los años 50, lo que prueba, entre otras cosas, la mala pareja que pueden hacer el poder y los libros.

Política y bibliotecas, malas compañeras

 

En París se abrió en 1821 la primera escuela en el mundo para formar a estas profesionales, pero la primera universidad que atendió la demanda fue la de Columbia. Allí, en Estados UnidosLaura Bush se convertiría en la primera bibliotecaria que habitaba la Casa Blanca. Siendo su marido gobernador, organizó el Texas Book Festival, idea que llevó a Washington, donde los de su gremio la tacharon de oportunista.

No fue la única vez que Laura recibió ataques de los suyos. Tras la aprobación de la Patriot Act, que permitía vigilar las consultas hechas desde ordenadores de uso público, la acusaron de promover la censura. Y volvieron a hacerlo cuando el Gobierno Bush impidió a los poetas que se habían manifestado contra la guerra de Irak asistir al simposio de poesía organizado por la Biblioteca del Congreso. Ella nunca dijo esta boca es mía.

A quien nadie acusó de nada, no públicamente, fue a Nadezhda K. Krupskaia, casada con Lenin. “Los libros para niños son una de las armas más poderosas en manos de los socialistas para la educación de las nuevas generaciones”, escribió la responsable de bibliotecas en la Unión Soviética entre 1918 y 1938. Con cargos en el Ministerio de Instrucción Pública, desarrolló un modelo al servicio del marxismo aunque también aportó, como señala la profesora de la Universidad de GranadaAna María Muñoz, mejoras al sistema: un plan de igualdad de género, cambios en la indexación de libros y mejoras legales para una profesión que no siempre ha tenido reconocimiento.

Capdevielle, innovadora

 

En los años en los que Krupskaia implantaba su modelo de librería supeditada a una ideología, Juana Capdevielle asistía al II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía. En él se preguntaba si una sala de lectura pública debía distraer o instruir y se contestó que la biblioteca es un espacio de libertad donde la selección de libros debía hacerse bajo unas normas “de valor y utilidad universales”.

Capdevielle, licenciada Filosofía y Letras, fue la primera mujer en ser jefa de biblioteca de una facultad en la Universidad Complutense de Madrid. Luego, desempeñó el mismo cargo en el Ateneo y es conocida por su labor acercando la lectura a los enfermos internados en centros sanitarios. También fundó la Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España y formó parte del grupo que implantó en España la Clasificación Decimal Universal. Su currículum se hubiera ampliado si no la hubieran matado las tropas de Franco en agosto de 1936, cuando la encontraron en una cuneta con signos de violencia y señales de haber sufrido un aborto, como explica Paul Preston en El Holocausto español.

Nuevas funciones

 

El trabajo de las bibliotecarias ha cambiado mucho en el último siglo. “Me dedico a gestionar el Mapa de Procesos y colaboro en la gestión documental y la intranet”, explica a Vanity Fair Eider Landajo, de la Biblioteca Nacional de España. Su trabajo consiste en clasificar los documentos generados en el día a día y elaborar flujogramas de actividades para mejorar el modo en que todos en la BNE desarrollan su trabajo. Su compañera, Inmaculada Torrecilla, dirige el departamento de Control Bibliográfico de Revistas, pues la hemeroteca es otro de los servicios más solicitados en las salas de lectura.

Las dos reconocen que los retos a los que se enfrentan son las nuevas tecnologías y la digitalización de fondos. Prueba de ello son la proliferación de bibliotecas virtuales. “Las tareas de ordenación, indexación, construcción de catálogo, etc,... son las mismas, lo que varía es que al trabajar para mostrar el contenido en un entorno web, se requiere un equipo multidisciplinar”, explica Julia Bernal, directora del Departamento de Producción de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Ella, apasionada de la literatura, es licenciada en Filología Hispánica, pero trabaja con un equipo de informática en la Universidad de Alicante que incluye diseñadores, periodistas y otros perfiles que no se encontraban en las bibliotecas del siglo XX. Y en su equipo de 25 personas, 20 son mujeres.

Feminización

 

Sobre por qué hay más mujeres que hombres en las bibliotecas, apenas se puede concluir nada. Así lo indica Alba Rodríguez en su trabajo Mujeres y trabajo: la feminización de la profesión bibliotecaria, en el que aventura algunos motivos: la aprobación del Estatuto de los Funcionarios en 1918 que permitió a las mujeres acceder a la función pública como auxiliares y los buenos ojos con los que las familias con ciertos recursos veían ese empleo para sus hijas. Las que no podían elegir iban al campo o a la fábrica, y a las oficinas y a los colegios iban las otras. Y de ambos entornos tenían algo las bibliotecas.

Rodríguez cree que ser un entorno feminizado también ha provocado que se haya estudiado poco la profesión. Hay un ejemplo en forma de libro, El escritor en su paraíso(Impedimenta, 2014) , donde Ángel Esteban recoge la faceta de bibliotecarios de algunos novelistas muy conocidos. Dominan los hombres, a pesar de que ha habido muchas bibliotecarias que han escrito aunque también es cierto que a duras penas trascendieron los límites de su comunidad lectora más cercana.

Es el caso de algunas de las mujeres que se formaron en la emblemática Escola de Bibliotecàries que ideó en Cataluña Eugeni d’Ors, que además de considerar que la mujer era más que apta para esas tareas, tampoco ignoraba que salía más barata.

Bibliotecarias y autoras


Una de las alumnas escritoras del centro fue Aurora Díaz-Plaja i Contestí, más conocida por ser hermana de los historiadores Fernando y Guillermo Díaz-Plaja que por ser la bibliotecaria que se encargaba de cargar autobuses con libros para llevarlos al frente durante la Guerra Civil. Hoy, un premio de artículos lleva su nombre, pero su obra literaria apenas se refiere. Lo mismo le pasó a Joana Raspall, coetánea y amiga de Aurora, que estudió en la Escola de Bibliotecàries y durante la misma contienda se dedicó a salvar libros de la destrucción

Sus escritos, como los de muchas mujeres de su tiempo, eran cuentos, poemas u obras de teatro infantiles, aunque no solamente, pero eso las colocó en un escalafón inferior al de los hombres. Y eso que Raspall fue una de las escritoras con más presencia en los medios de comunicación catalanes de los años 30 y 40: “A la mujer que llega a ser madre le hace más falta la educación que cualquier otra cosa”, se le puede leer en un artículo de la revista Claror. Reivindicando sus figuras, no sería justo obviar el papel de un hombre clave en las biografías de ambas: Carles Riba, profesor de la citada escuela y como puede verse en las cartas que intercambió con algunas de sus alumnas, jaleador, de igual a igual, de sus carreras literarias.

“Tesoros hundidos”

 

A quien le gusta leer, encuentra cierta mística en una biblioteca, pero para quienes trabajan en ellas el silencio y la tranquilidad sólo son la mitad del día a día. “Muchas veces, es como una montaña rusa. Hay momentos en que está todo calmado, y, de repente, entra en vorágine, y se vuelve muy estresante. Los recursos suelen ser limitados, y las personas suelen tener mucha carga de trabajo”, cuenta Eider Landajo.

Aun así, reconoce que las bibliotecas tienen cierto halo de misterio. Para Torrecilla, la hemeroteca tiene ese aire de lugar sin fondo, donde hay una fuente de conocimiento que muchos ni sospechan. Landajo, por su parte, recuerda algún momento electrizante vivido en sus dependencias: “Estaba de prácticas en la Sala Cervantes y se descubrió el robo de los Ptolomeos, que vivimos como una investigación criminal: la policía nos daba instrucciones y tuvimos que revisar página a página, mediante el cotejo de ejemplares físicos con su versión en microfilm, ejemplares que había consultado el ladrón”, relata Eider confirmando que los “tesoros hundidos” de la bibliotecas que refirió Virginia Woolfen sus diarios no están sólo al alcance del usuario.

Belpré y el español de Nueva Cork

 

Las bibliotecas también pueden ser ruidosas, expone Landajo, que añade que lo primero que aprendió en las salas infantiles “es a chistar”. Debía saber hacerlo muy bien también Pura Belpré, la mujer que llevó la lengua española a la Biblioteca Pública de Nueva York. Lo hizo en la sede que tenía en la calle 135, donde iban muchos hijos de inmigrantes de su tierra, Puerto Rico. Para atraer la atención de los críos, Belpré inventó sus propios cuentos y sus propios métodos: historias bilingües que ella misma contaba con marionetas.
Su huella en el barrio del Bronx, donde desarrolló su carrera, sigue intacta y hoy un premio de relatos bilingües y otro de ilustración llevan su nombre. En el archivo donde se guardan sus cartas y trabajos, se puede leer lo siguiente: “Los niños necesitan ventanas por las que ver el mundo”, dejó escrito alguien que entendió su trabajo como un complemento imprescindible a la tarea de las profesoras.

Belpré creía, como Moliner, que las bibliotecas públicas debían atender a los más desfavorecidos. Así, se ha entendido en los centros de Nueva York o en A Coruña, donde la biblioteca de Monte Alto decidió incorporar libros que tuvieran presente a la comunidad gitana del barrio.

Lo mismo deberían hacer todas las salas de lectura del mundo: mirar a quién da servicio. ¿O se puede hablar de “minoría afroamericana” si todos tus usuarios son de la misma raza? Eso es lo que se planteó la escritora Anne Spencer, que trabajó durante 20 años como bibliotecaria del Dunbar High School, el primer instituto para negros de Estados Unidos.

A ella, como a Audre Lorde, se las recuerda más por sus libros o por su activismo que por su trabajo de bibliotecarias a pesar de que la última aparece en el segundo volumen de The Black Librarian in America, ejemplar en el que queda claro que el papel de las bibliotecarias va mucho más allá de gestionar centros, estanterías o libros.

Conocimiento y comunidad

 

Ser bibliotecaria no es ser enfermera ni hermana de la caridad y una biblioteca no es, como dijo en la revista ForbesPanos Mourdoukoutas, un centro asistencial. El economista proponía en aquel polémico artículo publicado en 2017 sustituir las salas de lectura públicas por Amazon, obviando que hay una tarea que nunca hará una librería por grande y barata que sea: albergar el conocimiento y dar unos servicios a quien no tiene nada difíciles de cuantificar.

El Instituto Nacionald e Estadística en Españaofrece muchas cifras sobre el uso de las bibliotecas. Dice que hay unas 25.000 personas trabajando en ellas; que el servicio de préstamo es lo más solicitado, que sigue creciendo el número de usuarios que acceden a las salas para consultar Internet, pero no contemplan cosas como la que cuenta Eider.
“Cuando estaba en la sección infantil de la Biblioteca José Hierro, me sentía una figura protectora, porque éramos prácticamente una guardería para algunos niños de aquella zona, muchos de origen chino, y por otro lado, veías lo importante que era para la gente poder utilizar esas instalaciones”.

“Compañía para los más viejos, cuidado de niños para padres ocupados, clases de idiomas para inmigrantes y espacios públicos para los pobres, los sin hogar y la gente joven”, decía en ese sentido Eric Klienberg en The New York Times hace unos días criticando la falta de medios que se les da a unas salas que en Estados Unidos ven crecer el número de usuarios y menguar la financiación. Porque las bibliotecas también son un indicador de desarrollo social, pero el cese de su actividad o su deterioro no suscitan las mismas muestras públicas de dolor que cuando cierra una librería.

Por vocación

 

Todo eso ocurre porque la tarea que desarrollan las bibliotecarias es bastante desconocida. “Un compañero me preguntó si le podía decir todas las páginas que se conservan en el depósito de revistas”, cuenta Torrecillaque habla del asombro de su interlocutor, que como muchos otros, cree que su trabajo es mecánico y consiste en ordenar, informar y mandar callar.

La falta de conocimiento y de reconocimiento también se da en los poderes públicos. Torrecilla señala que en la BNE cada cambio de Gobierno supone un cambio de dirección en su centro de trabajo. Y cada cual llega con ideas propias, muchas veces sin atender a lo que ya se ha hecho y está funcionando. Ella ha conocido ya 12 directores y 15 gerentes en 35 años de profesión, algo que también sufrió María Moliner cuando una reestructuración del Ministerio de Instrucción Pública y Sanidad, tanto como la guerra, dejó paralizado su ambicioso plan de bibliotecas en los años 30.

Por suerte para los usuarios, la mayoría no son como Robert Musil, que inventaba enfermedades y buscaba excusa para no acudir a su trabajo de bibliotecario, y a la mayoría las mueve su vocación. “Nos dieron un pase especial para utilizar los fondos de la Biblioteca Nacional, así que ahí estaba yo, con 18 años, consultando fondos en la Sala Goya. Quedé deslumbrada”, cuenta Landajo con entusiasmo del momento en que decidió su futuro. Y eso que algunos amigos le aconsejaron que se dejara de tonterías. “Me dijeron que si me gustaban las bibliotecas me fuera a una ONG al salir del trabajo”, cuenta y remata diciendo que bendice el día en que no les hizo caso. Lo mismo le ocurre a Torrecilla, que tras pasar por el sector público y el privado afirma sin dudar: “Volvería a elegir esta profesión y la Biblioteca Nacional ”.



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