Habitamos un sistema construido con criterios del siglo XIX, pero nadie parece urgido a abordar un problema que se agrava al ritmo de 2,7 personas por segundo
PARÍS.- El siglo XXI no será una era dorada de progresos tecnológicos y fantásticos descubrimientos científicos capaces de erradicar las grandes enfermedades y prolongar la existencia humana hasta los 200 o 500 años, como predican los apóstoles del transhumanismo. La vida real será, probablemente, muy diferente. Dentro de 30 años apenas, una tripulación podrá vivir y cultivar sus propias legumbres en la estación espacial que construirá en la Luna. Pero, en la Tierra, la humanidad enfrentará graves penurias para alimentarse, beber agua potable e irrigar los cultivos. Se agravará la carencia de alojamientos, escuelas, hospitales, transportes y cloacas.
Las grandes ciudades vivirán rodeadas de anillos de villas miserias. Los centros urbanos, desbordados por el creciente flujo de migraciones internas e internacionales, se convertirán en infiernos por la falta de transportes y el exceso de circulación. El aire será irrespirable porque la tecnología y los gobiernos no habrán resuelto la transición energética ni reemplazado los combustibles de origen fósil por automóviles eléctricos. La nueva sociedad hiperindustrial será incluso incapaz de reciclar sus propios desechos. Ese panorama apocalíptico, en realidad, no es más que una previsión verosímil de los trastornos que provocará el crecimiento demográfico, porque el planeta -simplemente- no tiene recursos ni está preparado para soportar una población que en 2050 llegará a 10.000 millones de habitantes (contra 7300 millones en la actualidad). En pleno siglo XXI vivimos en un mundo que fue construido en el siglo XX con los criterios del siglo XIX.
Las primeras señales de alerta, lanzadas en 1968 por el biólogo norteamericano Paul R. Ehrlich en La bomba demográfica, fueron ratificadas en el informe Los límites del crecimiento, publicado en 1972 por el Club de Roma. Ambos coincidieron en advertir sobre los peligros que representaba la explosión demográfica, que se había acelerado en forma vertiginosa después de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1950 y 2017, la población mundial pasó de 2700 a 7200 millones y ahora cada año que transcurre agrega un suplemento de 89 millones de personas. Peor aún: 55% de los humanos viven actualmente en zonas urbanas, tasa que en 2050 llegará a 70% (e incluso a 86% en los países más desarrollados). Ese desplazamiento significa que 1,4 millones de personas se instalan cada día en las ciudades o sus periferias: en la práctica, cada 24 horas nace un centro urbano de las dimensiones de Manhattan (59 km2).
Esas cifras escalofriantes permiten comprender que ese fenómeno será el desafío supremo que deberá resolver la humanidad si desea continuar viviendo en este planeta: el factor poblacional es el detonante de la explosión en cadena que incide en el calentamiento climático y distorsiona los equilibrios ecológicos que garantizan la supervivencia de la especie. Una proyección del Instituto Nacional de Estudios Demográficos (INED) de Francia calcula que el vertiginoso aumento de la población que acecha al mundo se estabilizará hacia fin de siglo en torno de los 12.000 millones de personas. Pero ya será probablemente demasiado tarde para evitar el cataclismo.
En 1679, un siglo antes de los trabajos de Thomas R. Malthus sobre la relación entre demografía y producción, el holandés Antoni van Leeuwenhoek había estimado que la "capacidad humana de la Tierra" era de 13.400 millones de habitantes. A pesar de su clarividencia, ese biólogo fue incapaz de sospechar los daños irreparables que iba a comenzar a perpetrar el ser humano un siglo después, a partir de la revolución industrial y de la explotación intensiva de los recursos naturales. En dos siglos y medio, el hombre agotó prácticamente el capital del ecosistema global. El biólogo Gilles Bouef y el demógrafo Hervé Le Bras argumentan que centrar el problema en la explosión demográfica es un artificio cómodo de los países más desarrollados para no cuestionar sus niveles de vida y, en particular, la desmesurada huella climática que produce la industria agroalimentaria.
Los desequilibrios se agravaron a partir de la década de 1980, cuando las clases medias de los países emergentes ganaron en poder adquisitivo. En China, el consumo de carne se multiplicó por 20 en los últimos 40 años. Ese ejemplo aislado sirve para ilustrar la aberrante distorsión que existe a escala global: el mundo produce dos veces más calorías vegetales de las que consume el ser humano porque la otra mitad se destina a alimentar el ganado que genera las calorías animales. Como el incremento de los ingresos no favoreció por igual a todas las poblaciones emergentes, la explosión demográfica creó nuevos pobres. La FAO denunció en septiembre que 821 millones de personas viven subalimentadas o con déficit alimentario crónico. Esa cantidad está condenada a crecer sin cesar por las perturbaciones climáticas, cada vez más frecuentes e intensas. El Objetivo de Desarrollo Durable (ODD) número 2 ("hambre cero"), adoptado en 2015, parece inalcanzable en 2030, como pretendía la ONU.
En ese sistema encadenado, cada eslabón origina nuevas distorsiones. La mayor paradoja es el despilfarro. Una parte de la humanidad no tiene para comer, pero los grandes polos de opulencia desperdician casi la mitad de los alimentos que producen. El mundo origina 4 millones de residuos domésticos por día, volumen equivalente a 400 torres Eiffel. El especialista en desarrollo urbano Daniel Hoornweg, de la Universidad de Ontario (Canadá), calcula que la masa de desperdicios se triplicará en 2100. Sus estadísticas no tienen en cuenta los 8300 millones de toneladas anuales de desechos plásticos. Tampoco contabilizan los residuos tóxicos del material electrónico que produce nuestra sociedad industrial al ritmo de 44,7 millones de toneladas anuales (1400 kilos por segundo y 6,1 kg año/persona).
En 2017, 15.000 científicos de 184 países advirtieron en la revista BioScience que la "capacidad de la biosfera había alcanzado su límite" y preconizaban lanzar un estudio para calcular cuál es la dimensión de la "población humana sustentable". La solución de ese dilema no surgirá de un modelo matemático ni la aportará la inteligencia artificial. La parte esencial de la respuesta deberá venir de un cambio radical del modo de vida humano y de una planificación global para administrar los recursos subsistentes. No será fácil llegar a un acuerdo mínimo de acción porque cualquier iniciativa activará antagonismos nacionales y científicos, rivalidades ideológicas, intereses colosales y convicciones filosóficas.
En un mundo en el que existen 4200 deidades, la religión no será un factor insignificante en esta ecuación que pondrá a prueba la ética y la consistencia de muchos dogmas. Bent Flyvbjerg, de la Universidad de Oxford, puso en evidencia el futuro dilema demográfico al decir que si permanecemos sin hacer nada, debemos resignarnos a vivir con el nivel de vida que tiene actualmente la India. En cambio, para garantizar un estándar comparable al de Europa, será necesario reducir la población a 3000 millones de personas (menos de la mitad de la población actual). La pregunta que se impone es cómo: ¿control masivo de la natalidad, eutanasia, selección, exterminio?
Ninguna de esas soluciones es aceptable, ni siquiera imaginable. Pero, por el momento, nadie parece demasiado urgido a abordar seriamente ese problema que se agrava al ritmo de 2,7 personas por segundo.
** Por: Carlos A. Mutto
Fuente: LA NACION
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