lunes, 1 de enero de 2018

El libro que demuele desde adentro todos los pilares del relato setentista

En "Usos del pasado", Claudia Hilb, ex militante de los 70 que se sigue sintiendo de izquierda, cuestiona el modo en que el progresismo elaboró nuestro pasado violento y no teme meterse hasta con vacas sagradas como el juez Garzón

 

Al leer este libro, el primer adjetivo que viene a la mente para calificar a su autora es "valiente". Pero el arrojo no debería ser necesario para expresarse con libertad en democracia; lo que sucede es que hemos transitado una etapa en la cual, en nombre del horror vivido, ciertos temas fueron sacralizados, se fijó un dogma -y hasta por ley la cifra de 30 mil desaparecidos- y cualquier culpable de herejía era entregado a la furia de la plebe.

Claudia Hilb -socióloga, profesora de Teoría Política en la UBA e investigadora del Conicet- militó en los 70 y se sigue considerando de izquierda. Lo dice en la introducción de este ensayo y desde allí escribe. Pero la suya es una mente libre. Libre de plantear las preguntas que dicta el sentido común que los argentinos hemos extraviado en los debates sobre nuestro pasado para atrincherarnos en posiciones irreconciliables, pero sobre todo reduccionistas.

Hilb responde a esas preguntas también con sentido común pero pasado por el tamiz de una erudición no pretenciosa sino como instrumento que le permite fundamentar con racionalidad y envidiable claridad lo que tal vez al inicio fue sólo una intuición, un "estupor" -por ejemplo, "ante el entusiasmo del progresismo vernáculo por la presencia de Fidel Castro en Argentina en 2003"-, o la "perturbación" que le causó la nueva aventura mesiánica de la guerrilla en La Tablada; o la "perplejidad" de ver que nadie cuestionaba que un juez de un país cualquiera pudiera determinar "la persecución de un ciudadano extranjero por crímenes cometidos fuera del territorio".

Como se ve, ningún tema es "sagrado" para ella. En esta compilación de seis breves ensayos que la autora escribió entre 2000 y 2012 (Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los 70. Siglo Veintiuno), hay uno imperdible sobre el debate acerca de si los represores tenían derecho a estudiar, desde la cárcel, en la UBA. Lectura imprescindible para todos los que repiten como loros que el ex juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni es un gran jurista, ya que fue con su asesoramiento que el Consejo Superior de la Universidad se pronunció. El juez de "a éste cómo lo hago zafar" aplica aquí la misma lógica, pero para el resultado contrario: cómo justifico lo que ya se decidió, es decir, al enemigo ni justicia.  

Ahora bien, a menudo quienes buscaron durante estos años contrarrestar el relato setentista caían en idénticos reduccionismos, en la desmesura y en la búsqueda de una equiparación inconducente y en definitiva auto-descalificante.

Hilb no comete ese error. Ella declara pertenecer a una generación que "murió mucho más de lo que mató", pero se pregunta si la condición de víctimas los exime del análisis de su propia responsabilidad en "el advenimiento del horror". Y, más aún, si los habilita moralmente para decidir "dónde está el bien, dónde el mal".

La teoría de los dos demonios le parece "insatisfactoria", porque "la responsabilidad política de quienes ejercieron de manera criminal la suma del poder público no se puede equipar a la de las fuerzas insurreccionales", considerando la evidente desproporción de víctimas y de medios utilizados. Pero, a diferencia de sus pares -la mayoría de ellos con mayor responsabilidad que la que pudo haber tenido ella-, Claudia Hilb rechaza la comodidad del lugar de víctimas, cuando no de héroes, en la cual tantos de su generación se han instalado tranquilamente. O cínicamente.

Ella recuerda, entre otras cosas, que las organizaciones que optaron por la lucha armada no actuaron sólo en dictadura: "Si bien podría sostenerse que la oposición a un gobierno ilegal los exime de culpabilidad criminal, su oposición previa a un gobierno legal dificulta designarlos tan sólo como 'víctimas inocentes'".

En su intento de determinar esas responsabilidades, propone distinguir entre "violencia puramente reactiva" -por ejemplo, la de un estallido de masas como el Cordobazo- y "violencia instrumentalizada", que es la que "se propone como sustituto de la política", y es el camino que tomaron organizaciones como Montoneros y ERP.

La acción violenta, escribe, "irrumpe en la escena pública" para "transformarla deliberadamente en un campo de batalla donde las fuerzas se miden según la superioridad material en vistas del triunfo definitivo y total".

Vale aclarar que Hilb no critica solamente los errores o las desviaciones militaristas, sino la esencia misma de estas organizaciones -que se erigen en "vanguardias" y sienten que pueden prescindir "de una legitimación mayoritaria" y suplantar la lucha por la hegemonía política por la "lógica del enfrentamiento de aparatos militares"- y también sus objetivos, ya que la autora concluye que la "utopia igualitaria" sólo puede realizarse por la fuerza.

Qué hubiera pasado si la guerrilla ganaba?, se pregunta, considerando que "es posible rastrear, en la historia de las revoluciones modernas, la deriva ineluctable de las utopías radicalmente igualitarias hacia una utopía de ingeniería social igualmente radical".

El ejemplo de la Revolución Cubana, que inexplicablemente para ella algunos siguen ensalzando, es la representación de lo que buscaban las guerrillas argentinas. "La realización más cabal de aquello que anhelábamos", dice Hilb. Y debe concluir, sacrílega, que "aquello que anhelábamos -una sociedad radicalmente igualitaria- sólo podía imponerse bajo la forma de un régimen totalitario", como ha sido y es el castrista.

"Asesinatos, persecuciones, ostracismo y prisión", dice Hilb, han sido el destino de los que se opusieron en Cuba a la concreción de esta utopía igualitaria, que en realidad ya no es utopía, sino realidad en la isla, pero a un nivel de pobreza generalizada y con el sacrificio de todas las libertades.

"La deriva de la Revolución Cubana nos enseña (que) la figura del asceta o profeta revolucionario, que actúa violentamente sobre el mundo para moldearlo en conformidad con la idea, se prolonga en la figura del líder totalitario", concluye la autora.

Por eso le causó tanta desazón la "incomprensible aventura militar en democracia", que fue la Tablada. En enero de 1989 el Movimiento Todos por la Patria -integrado esencialmente por ex miembros del PRT-ERP- intentó copar el Regimiento de La Tablada con el argumento de que allí se estaba gestando una conspiración militar contra la democracia. Lo que esencialmente condena la autora es el hecho de que los guerrilleros fingieron ser carapintadas y entraron al cuartel a sabiendas de que allí no se gestaba ningún golpe con el fin de provocar una reacción popular contra el ejército y entonces sí, ellos asaltarían el poder. Un delirio colectivo pero para Hilb también una reedición del vanguardismo y el recurso a la "manipulación de la realidad fáctica" que es "una figura particular del totalitarismo".

"En el montaje del asalto al cuartel de La Tablada se deja ver, a la vez como caricatura y como tragedia, el destino totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX", concluye.

El Nunca Más explica lo que pasó, pero no por qué pasó ni cómo pudo haber pasado, dice Claudia Hilb.Con respecto al juicio a las Juntas y el Nunca Más, Claudia Hilb considera que permitieron establecer lo que pasó durante la dictadura, pero no "por qué pasó" ni responder a otra pregunta esencial: "¿cómo pudo haber pasado?"

 

"Nosotros -escribe-, mi generación, las víctimas principales (pero no las únicas) de ese Mal, contribuimos a hacer posible su advenimiento. El advenimiento del terror estatal fue la culminación de un largo período de banalización y legitimación de la violencia política y del asesinato político, (de) desprecio del valor  las instituciones políticas de la democracia republicana, en el que las organizaciones armadas de izquierda tuvieron una responsabilidad que no podemos desconocer".

La dictadura y el terror estatal no eran consecuencias necesarias de lo anterior, señala, pero ese estado de cosas contribuyó a crear las condiciones para su advenimiento.

En un interesante paralelo con la Sudáfrica post-apartheid, sostiene que en aquel país se optó por la Verdad, aun sacrificando justicia, mientras que en Argentina el modelo de "juicio y castigo a los culpables" implicó el sacrificio de la Verdad.  

En Sudáfrica se creó una Comisión de la Verdad y la Reconciliación ante la cual todos debían confesar sus crímenes. La condición de la absolución era la verdad completa.

 

Año 1999: el presidente Nelson Mandela dialoga con otro politico, Ahmed Kathrada, en el parlamento en Ciudad del Cabo. REUTERS/File Photo

Sin plantear equivalencias entre quienes aplicaron el apartheid y quienes lo combatieron, el "todos" incluía hasta a los miembros del Congreso Nacional Africano, el partido de Nelson Mandela, que ya era gobierno.

"Trazada la línea del Mal -el apartheid- se ha de asumir la responsabilidad del futuro sobre la base del reconocimiento de la propia responsabilidad pasada. (…) …el dispositivo sudafricano erige una escena de reencuentro: quienes de ella participen serán fundadores del nuevo comienzo", escribe Hilb.

En la Argentina no existe estímulo ni compensación alguna para que los represores confiesen sus crímenes. No cabe entonces lamentarse por un silencio que impide todavía elucidar el paradero de los niños robados a sus madres en cautiverio o el destino de muchos desaparecidos. Dice la autora: "Tal vez sea posible que, veinticinco años después [N.de la R: el ensayo sobre Sudáfrica fue escrito en 2010], nuestra opción por la justicia no exija necesariamente pagar su precio en verdad. Se trata, claro está, de la verdad histórica (…); se trata también (de) poner fin a las consecuencias, insoportables, del silencio de los victimarios".

Acerca de las iniciativas del juez Baltasar Garzón

"¿Sobre qué principios puede una legislación nacional -la española en este caso- desconocer la legislación de otro país?", se preguntaba Claudia Hilb en 1998, mientras que buena parte del espectro político local festejaba la injerencia española. Ella veía en cambio "el peligro de la instrumentalización política" de los derechos humanos, en relaciones de fuerza desparejas ("jamás Bolivia enjuiciará a Thatcher", ejemplifica). Ya que no se trataba de tribunales supranacionales sino de un juez de un país interviniendo en delitos cometidos en otro. Y pretendiendo juzgar todo un proceso histórico.

 

Según Hilb, a esta altura de la civilización, "no existe otra sede para el debate acerca de la legitimidad política que no sea el de las comunidades políticas nacionales". Y aclara: "No rechazo en sí la idea de instancias jurídicas supranacionales si en ellas se expresa la voluntad política de las ciudadanías de los países que las legitiman. Pero no estoy de acuerdo con renunciar a la concretud de los derechos políticos en nombre de la universalidad de los derechos humanos".

Cabe señalar que, en marzo de 2014, España modificó la Ley orgánica del Poder Judicial poniendo fin al absurdo jurídico que significa arrogarse jurisdicción universal.

"Estudiantes indeseables en UBA XXII (o: al enemigo, ¿ni justicia?)" (ensayo escrito en 2012)

"No puedo dejar de sorprenderme ante el giro puramente represivo y retrógrado que, respecto de la condición, carcelaria, adoptan aquí personas que por lo general suelen defender posturas garantistas y liberales en el sentido más propio del término". Esto dice la autora respecto de la decisión de no permitir que represores encarcelados estudiasen en la Universidad de Buenos Aires (programa UBA XXII), porque uno de los argumentos esgrimidos fue el de no dilapidar recursos en quienes "son antitéticos a cualquier forma de convivencia pacífica y democrática". A lo que Hilb recuerda que policías acusados de graves delitos se han graduado en el programa UBA XXII.

Otros argumentos hacen a lo que la autora llama "asco moral", justificado en que la propia UBA fue víctima del Proceso. A lo que Hilb retruca, una vez más apelando al sentido común, que ni la Universidad como institución fue más víctima que otras, ni los profesores y estudiantes secuestrados o encarcelados lo fueron por pertenecer a la UBA. Además, con el mismo criterio, habría que negarles a los represores el servicio de salud -por los médicos que fueron víctimas- o el de justicia -por los abogados y jueces, etcétera.

El argumento más irónico quizás haya sido el de que los represores aspirantes al programa se habían negado a entregar información sobre el paradero de sus víctimas, cuando los mismos que dicen esto son los que se escandalizan ante la propuesta de una reducción de pena a los que cooperen.

Los consejeros universitarios, asesorados por una comisión integrada por Eugenio Zaffaroni, Raúl Ferreyra y Adriana Puiggrós, entre otros, consideran que los militares presos no son recuperables, en una categorización caprichosa y contraria a lo que dice la Constitución sobre la función de la cárcel, la famosa "reinserción social" que tanto invocan a la hora de liberar a delincuentes comunes.

Un cartel del Centro Universitario de la cárcel de Devoto (CUD) donde estudiaron muchos presos emblemáticos, entre ellos, Sergio Schoklender

El libro de Claudia Hilb es un saludable ejercicio de honestidad intelectual y un recorrido crítico y autocrítico de algunos hechos que modelaron la visión que la sociedad argentina ha querido tener de los difíciles años 70.

Contiene también una apelación a sus antiguos camaradas: "Entonces -escribe en referencia al 76-, el horror de la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional ahogó en sangre toda posibilidad de reflexión crítica sobre lo sucedido. Hoy, veinticinco años después, es nuestra responsabilidad legar a las generaciones que nos sucedieron un reflexión sin concesiones sobre nuestra responsabilidad pasada".

Fuente: https://www.infobae.com/politica/2017/12/31/el-libro-que-demuele-desde-adentro-todos-los-pilares-del-relato-setentista/


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