Una edición del Martín Fierro ilustrada por... Botticelli, compradores de libros que no existen y otros despistados; curiosidades desopilantes y asombrosas
¿Tiene algún libro con el pronóstico del tiempo para el resto del año? ¿Venden pasta de dientes? ¿Puedo dejar acá a mis chicos y en una hora los vengo a buscar? ¿No tienen algún libro con mi nombre? ¿Es una librería pacifista ésta que no tiene una sección de guerras y armamento? ¿Tiene algún libro de este tamaño, así me entra en la estantería?
El oficio del librero, lejos de ser el de una persona que se pasa el día leyendo, está a veces rodeado de anécdotas que tienen como escenario su lugar de trabajo. En estos espacios, se dan condicionantes particulares: se debe permanecer en silencio, el producto se puede consumir en el local (hay quien acude específicamente a leer) y los temas de conversación entre cliente y vendedor pueden ser tan variopintos como la infinidad de tramas que recogen los textos. El libro de Jen Campbell, Cosas raras que se oyen en las librería (Malpaso), que acaba de distribuirse en la Argentina, da una versión. Los libreros argentinos tienen muchas más. Más de una situación a la que se refiere la autora se repite en las librerías porteñas, como las habituales confusiones con los nombres de títulos y autores: Saimon Mur por Sailor Moon, Uruguay por Paraguay o pensar que en un local se alquilan libros porque se llama Aquilanti. En una ciudad poblada de librerías, como Buenos Aires, las historias curiosas no escasean.
La ficción, en ocasiones, parece cobrar vida fuera de las páginas y surgen escenas protagonizadas por clientes despistados, lectores fanáticos o vendedores de libros de usado pretensiosos. Sin embargo, recalcan los libreros, "siempre aprendemos cosas de nuestros clientes y les estamos agradecidos", como afirma Lucio Aquilanti, de la librería Aquilanti&Fernández Blanco.
Entra una señora en la Librería Casares (Suipacha 521) y le pregunta a su propietario, Alberto Casares, si tiene el Martín Fierro ilustrado por Botticelli. "Tratando de disimular mi perplejidad, le digo que nunca he visto esa edición. Ella insiste, entonces le digo que me deje su telefóno y que, si la consigo, la llamo. Ella se fue tranquila, y yo todavía lo estoy buscando entre los incunables del siglo XV", cuenta el librero.
"También están los que vienen a vender fotos o lámparas de bronce o algunos que te llegan a preguntar si vendés libros", cuenta José Luis Sierralta, librero de El Rufián Melancólico, de San Telmo.
En la Librería Aquilea, hay un cliente habitual: el señor D'Aloisio, que compra biblias. El responsable del local, Hernán Lucas, autor del libro Aquilea. Crónicas de una librería (que también recopila este tipo de anécdotas), explica que D'Aloisio, después de pagar las biblias, le pide "que les borre el precio y, en ese lugar, escribe su nombre. A veces, para obtener una biblia nueva, me vende alguna, pero siempre las recupera. Le es fácil comprobar cuáles son las «suyas»: busca su firma. Cuando viene a comprar y no encuentra, al rato vuelve para venderme alguna. Lo que él en realidad busca es mantener un equilibrio entre sus biblias y las de mi librería", apunta el librero.
"¿Me contás un cuento?", le dice un chico a Liliana Libedinsky, dueña de la librería Caleidoscopio, de Belgrano, donde una pregunta habitual de los clientes es el clásico: "¿Te leíste todo lo que tienen acá?".
Como síntoma de su amor por los libros, otros han llegado a las librerías con valijas. Aunque no exactamente para cargarlas con volúmenes. Sandro Barrella, de la Librería Norte, en Recoleta, recuerda una visita del poeta chileno Gonzalo Rojas, que llegó en taxi y con su maleta: "Pasó antes por la librería que por el hotel".
En el lado opuesto, se dan casos de madres que se niegan a pagar libros que estropean sus hijos "porque así de dañados" ya no los quieren; ladronzuelos redimidos que, al preguntar al librero si hay cámaras en el local y ser la respuesta afirmativa, se sacan el libro de la campera y lo devuelven, o quienes quieren cambiar regalos comprados en otras librerías.
Ficción y realidad
Claudio Díaz, de la librería Entelequia (Belgrano), cuenta que varios clientes le han preguntado por el Necronomicón, libro mágico ficticio inventado por Lovecraft, con el que sus personajes invocaban demonios. El novelista dio datos ficticios sobre el mismo y de las supuestas ediciones que se habrían distribuido por el mundo. "Lovecraft decía que existían copias en latín y en otras lenguas, pero es parte de su relato, pero acá me lo pidieron varias veces. Borges potenció la creencia de que había una copia en latín en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, pero el libro no existe."
Lo que sí es real y se repite son situaciones en las que quedan reflejadas las pasiones que despiertan estos objetos de tinta y papel en algunas personas.
El dueño de El Rufián Melancólico ha visto a clientes enojados romper sus libros en la puerta del local ante la negativa del librero a comprarlos, y, hace años, no salió de su asombro cuando, tras comprarle a una mujer una colección entera de las obras de Vargas Llosa por muy poco dinero, ésta le dijo que lo único que quería era deshacerse de inmediato de esos libros "y ver la cara que va a poner mi marido, que se fue con una de 21 años, cuando vea que se los vendí".
Miguel Ávila, dueño de la emblemática Librería de Ávila (Alsina 500), fue testigo de un episodio similar, aunque, en su caso, el esposo de la mujer que le vendió una colección acababa de fallecer. "Yo le avisé que, cuando lo enterrara, al día siguiente le iba sacar toda esa basura. Lo único que hacía era encerrarse a leer", dijo la mujer al librero.
Ávila cree que el libro es, para el lector, "una amante peligrosa. Hay mujeres que prefieren que las engañen con otras a que su hombre sea un adicto a los libros. El libro, además de ser antiestético, de juntar tierra y polilla, y de que vale plata, roba tiempo, tiempo que se le saca a la pareja". Sin embargo, otros, como Lucio Aquilanti, han encontrado en los libros el amor. Conoció a su pareja después de que ésta le vendiera unas valiosas obras.
Hernán Lucas, de Aquilea, también halló una sorpresa entre las páginas: "Con el neuropsiquiátrico que está al lado y el sex shop que está enfrente, mi librería forma un triángulo, como el de Las Bermudas, pero con la diferencia de que en éste, en vez de desaparecer aviones, aparecen fotos de mi madre. En unos libros que le compré a un economista, encontré fotos en donde aparecía ella, adentro de una revista Sur. En una de las fotos estaba con el economista y una mujer; en la otra, sólo con la mujer. Tenía el papelito con el teléfono del economista, así que lo llamé para contarle el hallazgo. Me preguntó cómo se llamaba mi madre, y enseguida se acordó de ella y de las fotos. Se sorprendió mucho y, si bien me pidió que se las tenga, que las iba a pasar a buscar, no vino nunca. En cambio, mi madre, a la que llamé después de cortar con el economista, pasó esa misma tarde y se las llevó".
Otros libreros, como Alejandro Monod y Natu Poblet, de la Librería Clásica y Moderna, donde cantó Liza Minelli a puerta cerrada o escribió canciones Joaquín Sabina, también dicen haber vivido, como otros locales, anécdotas con sus clientes. Algunas con finales más felices que otros.
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