El próximo director de la Biblioteca Nacional reflexiona en este texto sobre la relación del hombre con el hábito de leer y narra con exquisita erudición la evolución de las bibliotecas a través de los siglos.
Uno de los sitios urbanos más antiguos de la Tierra es el de Çatalhöyük en Turquía. Çatalhöyük es una ciudad subterránea construida hace más de nueve milenios. Las habitaciones fueron excavadas en la tierra calcárea de Anatolia, y comunican no por portales sino por una suerte de red de puentes aéreos que cruzan de techo en techo. Los arqueólogos que excavaron la ciudad determinaron que en cada habitación había un sitio para cada actividad: un rincón para la cocina, otro para dormir, otro para los conciliábulos o tertulias de nuestros lejanos abuelos. La escritura no se había aún inventado: cuatro milenios faltarían para que en un pueblo lejano, al este de Anatolia, alguien imaginara una tarde cómo representar sonidos por medio de signos trazados en un trozo de arcilla. Por eso no hay en esta primera ciudad una biblioteca. Pero sí pueden verse remotos precursores del lenguaje escrito: en algunos de los antiquísimos muros hay diseños estilizados de animales o de dioses cuyos terribles nombres hemos olvidado pero cuyas hazañas perduran hasta hoy en nuestros cuentos. En este sentido, esos muros fueron, como nuestras futuras bibliotecas, valientes archivos de nuestra voluntad de memoria. Esos muros contenían la promesa de que un día seríamos lectores.
No sé si todos recuerdan el momento en que se convirtieron en lectores. Yo sí. Tenía tres o cuatro años y desde la ventana de un coche vi un cartel publicitario, y en el cartel unos signos que de pronto se convirtieron en palabras. No sé que decían esas palabras mágicas, pero en ese instante supe que, sin la ayuda de nadie, sin tener que pedirle a alguien el préstamo de los ojos y de la voz, yo me había convertido en lector. De pronto, como por milagro, yo sabía leer.
Sin embargo, hoy, después de unos sesenta años de lectura cotidiana, todavía no sé en qué consiste exactamente este extraño oficio de lector, ni cómo definir el recinto en el que la lectura se ejerce. ¿Qué es un lector? ¿Qué es una biblioteca?
A pesar de que los índices de analfabetismo son todavía alarmantes en el mundo entero, podemos definir a la mayor parte de nuestras sociedades como sociedades del libro, porque sus raíces míticas parten de un texto fundador, sea la Biblia o el Corán, los Anales de Confucio o las enseñanzas del Buda, la Declaración de los Derechos del Hombre o el Manifiesto Comunista. Pero eso no quiere decir que en todas estas sociedades la lectura sea considerada esencial.
Toda sociedad del libro requiere que sus ciudadanos sepan leer por lo menos algunas palabras esenciales, como "Beba Coca-Cola" o "Gire a la derecha", pero son pocas las sociedades que exigen un conocimiento íntimo del Quijote o de Edipo Rey . Saber leer, para las burocracias oficiales, significa poder entender algunas instrucciones rudimentarias, reconocer nuestro nombre por escrito, descifrar algunos carteles publicitarios.
Pero saber leer no significa ser lector.
Ser lector implica asumir poderes extraordinarios: el poder de definir el texto que estamos leyendo según las circunstancias de nuestra lectura y de nuestro pasado común, el poder de elegir cuáles serán los libros que perdurarán y cuáles merecen ser relegados al olvido. Y por sobre todo, el poder mágico que nos permite descubrir en la biblioteca universal palabras para nombrar nuestra propia experiencia.
Por lo general, nuestras sociedades no alientan este grado de lectura profunda. Tanto las sociedades de consumo como las sociedades totalitarias no quieren que sus miembros sean verdaderamente lectores. Para las primeras, un lector, un verdadero lector, es un mal consumidor, porque puede reflexionar sobre lo que lee, y quien reflexiona no compra las imbecilidades que el mercado nos ofrece. Para las segundas, el lector es un mal ciudadano, porque un verdadero lector puede cuestionar la autoridad narrativa, puesto que la literatura es esencialmente lo contrario del dogma, político o religioso, y consiste en preguntas, no en respuestas.
Sin embargo, puesto que las sociedades del libro dependen, para su buen funcionamiento, de la escritura y de la lectura, estas sociedades permiten que sus ciudadanos adopten frente a la palabra escrita dos actitudes opuestas que definen a su vez nuestras diversas bibliotecas.
Salman Rushdie cuenta que en su casa, en la casa de una familia musulmana moderada, tenían la costumbre de besar cualquier pedazo de pan que cayese al suelo, y también tenían la costumbre de besar cualquier libro que cayese al suelo. El respeto por la palabra escrita era tal que poco importaba cuál fuese el contenido del libro, fuese el Corán o la guía telefónica –una actitud que puede resultar peligrosa, como el propio Rushdie descubrió cuando su novela, Los versos satánicos , fue condenada sin ser leída, es decir, por lo que supuestamente decía. En los años sesenta, en la España de Franco, un taxista madrileño me preguntó si conocía el Quijote , que era según él un libro tan importante que abarcaba cientos de volúmenes y que por lo tanto nadie había leído hasta la última página. Este es el extremo del escrito venerado como objeto sagrado, como contenedor, no como contenido, archivado en bibliotecas que tienen algo de mausoleos.
En el otro extremo están aquellas sociedades en las que el libro como tal ha perdido su prestigio, pero en las que la palabra escrita es esencial. Así son la mayor parte de las sociedades actuales, donde priman los mensajes Twitter y las novelas-fórmula, las hagiografías políticas y los manuales de auto-consolación.
Entre estos dos extremos, el libro ha sobrevivido, a través de sus muchas encarnaciones, unos cinco mil años. Desde las primeras tablillas de arcilla a las últimas tabletas electrónicas, desde el rollo de Grecia y Roma al rollo de la página web, desde los primeros signos manuscritos a la tipografía de la imprenta y al texto virtual, el libro, diga lo que digan los profetas del apocalipsis, sigue omnipresente. Y la biblioteca, digan lo que digan esos mismos tétricos profetas, también. A pesar de todo, no nos resignamos a perder aquello que nuestra memoria ha tan laboriosamente atesorado.
Pero decir que una biblioteca es el repositorio de la memoria de una sociedad parece argüir que esa memoria es algo de allá lejos y hace tiempo, contemporánea de Alejandría y de Babel. La noción de que aquello que preservamos del olvido pueda ser tan reciente como nuestra propia infancia nos escapa: preferimos pensar en toda historia como historia antigua, vieja como las noches de Çatalhöyük. Sin embargo, una biblioteca es, por sobre todo, repositorio de nuestra propia historia, la crónica de lo que nos hace y nos define, y presta una suerte de modesta inmortalidad a aquello que el olvido quiere convertir en cenizas.
Las bibliotecas vuelven lo antiguo, contemporáneo. El lugar en el que vivimos, la gente que vemos todos los días, tienen historias documentadas, intencional o involuntariamente, en toneladas de papel y tinta, en retratos y fotografías, en voces grabadas, en rollos de papiros y de cera, y en formatos electrónicos. De una biblioteca, puede decirse que no tiene pasado: todo es presente o, si preferimos, todo, incluso este momento y este lugar en el que nos encontramos, pertenece a un pasado en el que seguimos existiendo. Ese pasado es el de cada uno de nosotros pero, sobre todo, el de nosotros en conjunto. Una biblioteca siempre lleva consigo, implícitamente, la noción de una cierta identidad colectiva. Pero ¿qué elemento, qué característica precisa define esa identidad?
Obviamente, una biblioteca regional o nacional debe aducir la preocupación de albergar bajo su techo la mayoría de las obras que esa región o nación ha producido, y permitir a los ciudadanos de ese lugar acceso a todos sus fondos. Y para encarnar plenamente la identidad colectiva –para ser, en cierto sentido, su imagen emblemática– debe sin embargo poseer algo más, algo que permita a sus lectores reconocer en ella una duplicidad esclarecedora: ser una institución conservadora pero estar siempre en crecimiento, sentirse arraigada en el pasado pero traducir constantemente ese pasado en presente, proponerse como un centro a la vez local y deslocalizado, como un archivo concentrado y ecléctico, como un microcosmo y como un macrocosmo, todo esto reunido bajo un único techo.
Quizá porque la historia es un género literario, los grandes eventos de la humanidad obedecen a leyes de estilo y reglas de sintaxis. Nuestros eventos históricos tienen sus héroes y villanos, sus réplicas memorables y sus actos simbólicos. Con esmero artístico, aunque no siempre logrado, construimos la crónica de nuestras sociedades y nuestras instituciones, y a lo largo del tiempo, como ocurre en nuestra memoria de las obras literarias, nuestras acciones se resumen a unos pocos notables párrafos. Así sucede con todas nuestras ambiciones y empresas, nuestras fundaciones y destrucciones, nuestras derrotas y nuevos comienzos. Nuestras ciudades, como nuestros libros y obras de arte, atesoran significados que sus autores no podían conocer y símbolos que, sin ser conscientes de ello, son arcanos y universales.
En este sentido, la arquitectura de una ciudad emblematiza su historia, y toda sociedad puede reclamar como suyo ese epitafio que el arquitecto Wren compuso para su tumba en la catedral de Westminster: "Si monumentum requeris, circumspice", "Si necesitas un monumento, mira en torno." Censores y políticos saben que esto es cierto y en nuestra época tratan empedernidamente de reemplazar la biblioteca, centro simbólico de una sociedad letrada, con el banco, centro simbólico de una sociedad usurera.
Desde sus principios, las bibliotecas han crecido a la sombra de censores y políticos. Los primeros creen, a pesar de los incontables ejemplos de lo contrario, que es posible anular el pasado, enceguecer el presente, desvalijar el futuro, aniquilar una idea una vez expresada y literalmente borrar las palabras de la memoria común. Los segundos piensan que, deformando o empobreciendo el acto de lectura, pueden transformar a los lectores en meros consumidores, debilitando su poder de reflexión y su juicio, condición necesaria para consumir a ciegas; durante un tiempo, pueden lograr sus propósitos, pero no para siempre. Ambos esfuerzos son, al fin y al cabo, inútiles y demuestran la extraordinaria fe que las autoridades tienen en los poderes del lector: poder de elegir, de razonar, de cuestionar, de transformar, de recordar, de imaginar mundos mejores.
En las sociedades del libro, la biblioteca, si bien reside en un lugar determinado, asume para sus lectores una geografía universal, puesto que la palabra escrita elimina las fronteras del tiempo y del espacio. "Bulattal me ha traído tu mensaje", dice una carta escrita en Mesopotamia a principios del decimoséptimo siglo a. C. y enviada desde los montes de Zagros a un lector en la aldea de Shemshara. "Tus palabras me han llenado de placer. Tuve la impresión que tú y yo nos habíamos encontrado y nos habíamos abrazado." Las palabras leídas convirtieron a este antiguo lector en un viajero mágico, transportado como por encanto al lugar donde se encontraba su amigo ausente.
Esa geografía sin fronteras que la palabra escrita crea, elige como centro el espacio de la biblioteca. Nuestro universo está definido por nuestro punto de vista: a pesar de Copérnico, seguimos imaginando que las galaxias giran en torno a esta perdida esquinita del cosmos en la que por casualidad nos encontramos. Así también nuestras bibliotecas, fortuitos centros de nuestro universo. Los siete mares y los seis continentes confluyen en los anaqueles de estos emblemáticos edificios, como también las constelaciones, los soles y las tinieblas, inmensidad que para cada lector converge en su mesa de trabajo y se resume a unas cuantas líneas del texto que está leyendo. La biblioteca universal no existe, a menos que toda biblioteca sea universal.
Durante largos siglos, la costumbre de crear bibliotecas se concentró en el Cercano Oriente y en los países del Mediterráneo. En el Imperio Romano, la biblioteca de la Villa de los Papiros de Pompeya, objeto de una magnífica exposición reciente en la Casa del Lector de Madrid, fue contemporánea de la colección de escritos reunida por la comunidad Qumran en la Palestina antigua, y Filodemo, primer lector de la biblioteca pompeyana, nació en Gadara en Jordania, a poca distancia de donde se encontraron los manuscritos del Mar Muerto. La biblioteca más antigua del mundo judío, o el primer conjunto de volúmenes al que podemos dar el nombre de biblioteca, es mencionada en el segundo Libro de Macabeos, donde se habla de un "tesoro" de libros establecido por Nehemías, que contenía libros sobre los monarcas y profetas, los salmos de David y diversas cartas atribuidas a los reyes de Israel.
En el mundo islámico, la idea de biblioteca nace con el Corán. Antes de la revelación hecha a Mahoma, la exquisita poesía amorosa y los textos filosóficos de los árabes, las crónicas históricas y los cuentos populares, no fueron recogidos ni archivados salvo en la memoria de los recitadores. La tradición dice que el califa Muavia, gobernador de Siria en el siglo séptimo, fue quien primero fundó un centro de estudios, y por ende una biblioteca, llenándola de libros que ordenó traducir del griego. Las grandes bibliotecas de Bagdad, Cairo y después Córdoba, fueron las herederas de la legendaria biblioteca del califa Muavia.
Una tal ambición bibliófila hace que toda biblioteca tenga algo de enciclopedia, y que comparta con éstas una antigua paradoja: mientras más sabemos menos podemos saber. A través de los milenios, hemos acumulado conocimientos a un ritmo espeluznante. Mientras que en el siglo I, Plinio el Viejo se jactaba de poder redactar una Historia Natural con todo lo conocido hasta entonces, a partir del Siglo de las Luces la empresa ya no estaba al alcance de una sola persona, y si bien Diderot concibió el proyecto de una enciclopedia total, requirió para llevarla a cabo la contribución de docenas de amigos y expertos, y la asistencia de innombrables bibliotecas. Desde el siglo XV en adelante, no existió nadie quien osase afirmar, como Pico de la Mirándola, que lo sabía todo.
Entonces ¿son nuestras bibliotecas un remedio para nuestra limitada inteligencia? A medida que los libros van acumulándose sobre los casi infinitos anaqueles de la biblioteca universal, material y virtual, ¿logramos realmente ser dueños de ese saber que, como el caldo encantado en el caldero del aprendiz del mago, aumenta de manera monstruosa sin que nada pueda detenerlo?
Mi generación fue quizá la última que se crió entre bibliotecas y enciclopedias. Las primeras existían, modestas, en las escuelas, o a veces en casa, y aún si uno no entraba en ellas por temor o por desinterés, sabía que allí estaban, símbolo de un poder que, al contrario del poder político o económico, parecía que podía ser nuestro. Las segundas, que para nosotros tenían algo de bibliotecas microcósmicas, eran ofrecidas por vendedores ambulantes o libreros empedernidos. Mi generación se inició al mundo de los conocimientos compartidos, primero con El Tesoro de la Juventud, con sus cubiertas sedosas y azules, donde leí por primera vez, en versiones resumidas, las aventuras de Don Quijote y de Ulises, y luego con la casi infinita Espasa Calpe que tronaba en el último anaquel de la biblioteca de mi padre, en cuyos escalofriantes artículos sobre órganos sexuales y enfermedades venéreas obtuve mi primera educación sexual. Consultábamos la enciclopedia para obtener un dato preciso para escribir nuestros deberes, pero nos demorábamos en los artículos precedentes y posteriores, pasando con voluptuosa curiosidad de las medidas cretas de los Alpes a las campañas de Aníbal y a las aventuras de los heroicos bandoleros de Albania y de Asturias. Las miles de páginas por descubrir nos fascinaban. Cuando vuelvo a ver los severos tomos en la estantería de una biblioteca, siento la nostalgia y el consuelo de alguien que reconoce en tierra extranjera un paisaje de la infancia.
Pero la nostalgia es una peligrosa seductora: tiende a hacernos creer que en el pasado hubo un jardín milagroso que no hubiéramos debido perder. El hecho de que tal jardín no existió jamás no nos convence, por que creemos recordar que allí fuimos felices, y que pasábamos tardes tranquilas rodeados de cientos de volúmenes generosos. Lo cierto es que en muy pocos casos fue así. Mis compañeros preferían pasar esas tardes jugando al fútbol, y yo mismo no frecuentaba a menudo las bibliotecas porque prefería leer a solas, en la intimidad de mi cuarto. Sin embargo, todos sabíamos que la biblioteca estaba a nuestra disposición, que existía, y el solo hecho de saberlo creaba la ilusión de que allí, al alcance de la mano y en orden alfabético, yacía todo lo que uno quisiera y pudiera preguntar, sin por lo tanto llegar a saber todo.
Los que aún frecuentamos los libros impresos –y somos muchos– sabemos que recorrer un tomo cualquiera, perdernos en los anaqueles y detenernos donde sea, no es igual a teclear una pregunta y recibir la respuesta inmediata. La biblioteca virtual es sin duda más veloz, más al día, más confiable (un intrépido explorador de la Red afirmó que la Wikipedia contiene diez veces menos errores que la venerada Britannica.) Sin embargo, sabemos que hay en la lectura demorada, en la curiosidad sin prisa, en la visión material de las riquezas que la vasta biblioteca de papel y tinta aún promete, algo que no puede reemplazarse con mera eficiencia electrónica.
Estas claves sugieren que una biblioteca –virtual o de papel y tinta– no es la simple acumulación de libros, fueran cuales fuesen, como quisieron los reyes de Alejandría. Toda biblioteca es emblema de la sociedad que la construye, y de los juicios y prejuicios de esa sociedad, de sus códigos culturales y de sus ambiciones intelectuales. Al mismo tiempo que una biblioteca demuestra los límites y condiciones de la cultura de sus lectores, una biblioteca ofrece también posibilidades para enmendar, extender y enriquecer esas mismos límites y condiciones.
Quizá la biblioteca no deba definirse como el lugar de todos nuestros conocimientos. Quizá la biblioteca de hoy en día simbolice la nostalgia de cuando éramos conscientes de no poder saber todo, y la promesa de que, en el futuro, sabremos un poco más.
© Alberto Manguel
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