Borges y Bioy Casares, oligarcas
insufribles, cipayos impenitentes de la alta literatura que tenían muy mala
opinión del peronismo y, sobre todo, de las unanimidades del nacionalismo
berreta, siguieran hoy vivitos y coleando, no habrían sido invitados por el
Gobierno al Salón del Libro de París, ni a la Feria de Fráncfort, ni a la de
Guadalajara. Como esos dos venerables genios ya se volvieron inofensivos, como
han tenido la magnífica prudencia de morirse sin conocer el régimen feudal del
matrimonio de Santa Cruz, resulta que el Gobierno se solaza ahora homenajeándolos a
la vista del mundo, mientras sanciona a los escritores críticos borrándolos de
las grandes vidrieras internacionales.
El kirchnerismo se ha atrevido a tanto gracias a cierta
indolencia y a cierto olvido o distracción de íntegras y talentosas plumas que
son permanentemente premiadas, no tanto por su adscripción a las andanzas del
movimiento nacional y popular, sino gracias al respetable apego que manifiestan
por rechazar el modelo de escritor como figura política.
Y gracias también al mutismo que mantienen frente a los
grandes escándalos de corrupción y los cuantiosos abusos de poder de la
administración cristinista. Si alguno de ellos osara deslizar públicamente un
comentario duro y frontal sobre uno de estos aspectos sensibles del Gobierno o
declarara su extrañeza frente a las repetidas ausencias de intelectuales
disidentes que jamás son embarcados en esas beneficiosas giras, resultarían
castigados por las autoridades pertinentes y arrojados de inmediato fuera del
paraíso. Que garantiza traducciones, contactos con grandes editoriales,
intercambio con escritores y periodistas extranjeros, y, en algunos casos,
viajes y congresos de cabotaje, cursos, programas, cátedras, caricias y
conchabos diversos.
Con la nómina oficial de Guadalajara, anunciada estos días
por Magdalena Faillace, se acaba de confirmar que el Gobierno continuará decidiendo
arbitrariamente quién es un escritor importante y quién no lo es para la
Argentina, y que el flamante Ministerio de Cultura de la Nación, junto con la
Secretaría del Pensamiento Nacional y la Dirección General de Asuntos
Culturales de Cancillería, seguirán practicando la discriminación ideológica a
cara descubierta.
A un gobierno democrático lo asiste el derecho de promover
a sus intelectuales orgánicos e incluso a sus simpatizantes; lo que de ninguna
manera puede hacer es armar listas negras. Y hay listas negras en nuestro país.
En ellas relampaguean los nombres de Beatriz Sarlo, Tomás Abraham, Santiago
Kovadloff, Jorge Asís, Daniel Link, Matilde Sánchez y de decenas de pensadores,
narradores y poetas. El novelista Federico Andahazi, por ejemplo, quedó
marginado el día en que se opuso a la operación oficial para impedir que Mario
Vargas Llosa abriera la Feria del Libro de Buenos Aires y tras derrotar en un
histórico debate televisivo al ideólogo de ese proyecto: Horacio González. Como
sus novelas populares venden ejemplares en muchísimos países y lo han traducido
a treinta idiomas, el autor de El anatomista siguió viajando por las suyas,
aunque ha sentido en carne propia el vacío y la hostilidad de algunos
embajadores argentinos. Una vez, en conversación privada con otro integrante de
Carta Abierta, Andahazi se quejaba por el macartismo de que era objeto, hasta
que de pronto su interlocutor, con mentalidad UPCN, pegó un salto en su asiento
y exclamó: "¡Ah, qué vivo, vos hablás así porque podés vivir de la
literatura!". Lo que quería decir era muy simple: quienes no vivían de los
libros debían canjear sumisión por subvención. Y como dijo un célebre filósofo
kirchnerista: ¿qué otro gobierno me iba a dar lo que yo merecía?
El narrador Marcelo Birmajer había sido hipercrítico del
menemismo y de la Alianza, pero ninguno de esos dos gobiernos ejerció presión
alguna para que el Estado ninguneara su obra. No le fue tan bien con el
cristinismo, aunque sus problemas empezaron recién en 2011. Hasta entonces se
lo invitaba a ferias internacionales y se lo contrataba para dar charlas en
escuelas rurales, bibliotecas populares y cafés literarios de distintas
provincias. Le pidieron ese año que diera seis conferencias en pueblos de Santa
Cruz. Presentó los trámites y le comunicaron fecha y hora de su vuelo. Justo
por esos días Hugo Moyano, todavía en íntima consonancia con su amigo Néstor
Kirchner, impidió la salida de los diarios la nacion y Clarín. Requerida su
opinión sobre ese hecho aberrante, Birmajer declaró lo que pensaba: que el
Gobierno sabía todo y que esta maniobra constituía un grave episodio de
"censura paraestatal". Setenta y dos horas después, un funcionario de
la Secretaría de Cultura lo llamó para avisarle que su viaje y sus servicios se
habían cancelado. Las puertas se cerraron para siempre.
El historiador Luis Alberto Romero fue hace algunos años
invitado por el gobierno nacional y la École d'Hautes Études en Sciences
Sociales de Francia a disertar sobre la Argentina entre el Centenario y el
Bicentenario. Al finalizar, el embajador de Cristina en la Unesco y el
subsecretario de Derechos Humanos se le fueron encima y lo increparon duramente
por no haber subrayado los méritos de los Kirchner. El error, para los
funcionarios, estaba sumamente agravado por el hecho de que la Casa Rosada
había pagado parte de los pasajes, viáticos y estadía. ¿Cómo se puede hablar
mal de sus políticas con semejante recompensa? La represalia fue obvia:
desaparecieron a Romero de esas programaciones oficiales.
Juan José Sebreli fue ignorado olímpicamente por el Estado
a raíz de sus tempranas y descarnadas opiniones sobre los rasgos autoritarios
del neopopulismo. Cuenta el notable ensayista que en una ocasión fue invitado
por la Ciudad, que tenía su propio stand en Fráncfort puesto que el gobierno
nacional no había querido coordinar esfuerzos ni mezclar la hacienda. Entre
ambos campamentos había un pasillo: los escritores llevados por el kirchnerismo
no se atrevían a cruzarlo para saludar a sus camaradas del otro lado; temían
ser tildados de traidores por los patrocinantes de Balcarce 50. "A ese
pasillo le decíamos el Muro de Berlín", recuerda el autor de Crítica de
las ideas políticas argentinas con irónica amargura.
Martín Caparrós acababa de publicar una novela en francés
que había sido tapa de varios suplementos culturales y figuraba en la lista para
representar a nuestras letras en el Salón del Libro de París. Un comisario
ideológico de la Secretaría de Cultura, al descubrir su nombre, mandó tacharlo
a último momento. Se hicieron eco de esa maniobra aviesa y de otras omisiones
injustas Le Monde, Le Nouvel Observateur y la revista inglesa The Economist. Se
pensaba en círculos literarios que después de tan bochornosa polvareda el
Gobierno no repetiría su pecado, pero por lo visto le encanta continuar con su
escalada prohibitiva.
No les han prescripto a los escritores una medicina muy
diferente que a los actores y a los músicos. Estos últimos, convertidos en
proveedores del Estado, sufren una soterrada extorsión: si se les escapa un
reproche político, quedan desinvitados a festivales y a fiestas regionales,
muchas de ellas controladas económicamente por el gobierno central. Y entran en
el calvario de la bicicleta: burócratas les dilatan hasta el infinito los
pagos, y los cantantes y músicos que zafan de este problema no aceptan nunca
solidarizarse con el reclamo de sus amigos o llamar a una conferencia de prensa
para denunciar el mecanismo que los excluye o disciplina. Sálvese quién pueda,
y no te metás.
A pesar de las arbitrariedades normales de cualquier
elección, la lista de viajeros "abonados" resulta inobjetable desde
el punto de vista literario: hay allí escritores populares y vanguardistas, y
también intelectuales de valía. Pero es igualmente incuestionable que en cada
rubro existen otros de gran calidad literaria e intelectual que son excluidos
por pensar distinto y por tener el coraje de denunciar a un gobierno al que, en
verdad, no le importa nada la cultura. Sólo le preocupa pagar para cooptarla o
al menos para mantenerla en silencio
No hay comentarios:
Publicar un comentario