Somos testigos mudos de una guerra entre los medios del
Estado y los privados. Un gobierno que llegó al poder y creció en prestigio sin
necesitar oficialismos rentados giró 180 grados cuando comenzó a percibir las
dificultades de su relación con la sociedad. Así, en
lugar de asumir la autocrítica, prefirió echarle la culpa al mensajero y, bajo
la supuesta voluntad de ampliar los actores de la comunicación, hizo que su
mayoría parlamentaria votase una ley que impuso el avance de los medios
oficialistas en todas las áreas. Un camino seguro para el error: canalizar una
enorme masa de recursos hacia los medios propios y aliados, de manera tal que
los críticos quedasen obligados a un debate con el ejército de leales pagos. Alguna vez en el futuro podremos tener una
idea de las sumas de dinero que se gastaron en semejante engendro, e imaginar
-por ejemplo- cuántas viviendas populares se podrían haber construido si no se
hubiera decidido gastar esos fondos en voces de dudosa utilidad pública.
La creencia
oficial parte de simplificaciones de dudoso tino: el veredicto de que todo lo
que sobrevivió a la dictadura la integró, la teoría según la cual los medios
privados imponen su ideología a la sociedad, la convicción de que los argentinos carecemos de capacidad crítica para
opinar libremente.
Este absurdo se
agiganta cuando el Gobierno se arroga el rótulo de peronista, cuando el
movimiento que fundó Juan Domingo Perón nunca necesitó de una ley de medios
para llegar o sostenerse en el poder. Sólo
una inocente expresión del inconsciente puede permitirle al Gobierno esa
usurpación de la historia de una fuerza ajena, a la que en realidad
cuestiona, para hablar desde el eterno fracaso de las minorías que se creían
lúcidas, pero jamás emergieron de las aguas de la derrota. Nunca esta sociedad se dejó
llevar de las narices por nadie. Como todo en el capitalismo, los
medios también tienden a la concentración y el Estado debe cumplir el papel de
impedirlo o al menos de limitarlo con normas. Pero nunca pude involucrarse en
el terreno de la comunicación como un simple competidor más. Y menos aún -como
el gobierno actual- crear otra concentración exagerada. Ésta, al servicio del
oficialismo, combina el control directo de los medios oficiales y el indirecto,
por medio de empresarios subvencionados que no son sino sectores ligados al
fracaso en el mundo privado, que se acercan al Estado para obtener de él, sin
más trámites, los recursos que el resto consigue en la contienda por la audiencia.
Así se forja un
mundo de fantasía que deriva recursos ilimitados al servicio de causas
discutibles e inventa que el éxito privado encarna una traición a la pretendida
ideología de la lealtad a un modelo que parasitan. Una figura que se autodenomina
periodista -sólo porque escribe a pedido o se planta frente a un micrófono o a
una cámara a repetir un discurso vacío para conformar a una audiencia casi
inexistente- recibe fortunas del erario y sale a confrontar con otros que
imponen su éxito de público y su prestigio social por sus propios valores. Estos subvencionados con fortunas públicas,
como pierden en la guerra de las audiencias, se refugian de sus papelones en
fanatismos inventados y animadversiones que, al no poder justificar, reemplazan
por sentimientos como el odio. Este invento del oficialista rentado,
además, sale caro: no se llena con poco los bolsillos personales de estos obsecuentes
profesionales.
¡Qué interesante resulta observar que este esperpento,
decidido a convertir en sostén ideológico una mezcla de resentimiento y fuertes
ingresos, es el mismo que surgió ayer fruto de un triunfo democrático! Se vuelve difícil -si no imposible- hallarle sentido a esta
convocatoria de minorías selectas por parte de un gobierno que supo obtener
mayorías electorales.
Por haber sido
parte de este proyecto, siento que sé dos cosas: la primera, que logró su éxito
cuando obtuvo el consenso de los medios libres; la segunda, que inició su
decadencia en el mismo momento en que canalizó los recursos públicos hacia la
construcción de este tedioso universo de medios oficialistas, estatales o con
disfraz de privados. Hemos podido mensurar el alejamiento de la audiencia de un
medio en el momento mismo en que lo adquiere el imperio oficialista. Hemos
acumulado ejemplos de medios inventados que, carentes de público, sólo se
explican por los salarios y las ganancias que generan al privado en
connivencia con Balcarce 50. Los fondos públicos se transforman en ganancias
privadas, mientras muchos de los que pregonan la buena nueva de cuánto
disminuyó el número de pobres según el Indec se terminan volviendo ricos.
El Estado ha
apelado al resentimiento de los fracasados y a la codicia de los que nada
tienen que perder: así gasta fortunas en la construcción de un presunto relato
que otorga virtudes a una realidad que no las tiene tan a la vista. La
dimensión de lo invertido alcanza tal magnitud que no resulta exagerado pensar
que, de haberlo canalizado en la obra pública, habría gestado el anhelado
triunfo electoral que los aplaudidores alejan.
El gobierno que
venga deberá desarmar un complejo mundo de injusticias mediáticas. Acaso
tengamos que agradecerle a esta vocinglería oficialista a sueldo que nos haya
dado un empujón para terminar de rechazar al autoritarismo. El oficialismo
logró un resultado electoral que ronda la mitad de los votos obtenidos en el
sufragio anterior. Sus medios y sus pseudo pensadores realizan un esfuerzo
denodado para explicar que el poder es eterno y la derrota dudosa y pasajera...
sólo el autoritarismo puede figurarse
que, si algo no le pertenece, ocupa el espacio del mal. Esa es la mirada
que, en esencia, proyectan los medios oficialistas.
Y cuando la Presidenta o sus
sometidos expresan que la oposición se sostiene por la aplicación limitada de
su ley de medios, nos dejan la idea de que para ellos sólo el mensaje
presidencial y el discurso que le hace eco cuentan con el derecho a ser
transmitidos. Mientras ellos sueñan que,
de haberse impuesto la normativa en su totalidad, al Gobierno le habrían
llovido los votos hasta la mayoría absoluta, otros creemos en el pueblo y
sabemos que la democracia es una conciencia que los medios no pueden modificar,
mucho menos cuando a demasiados los concentra un poder autoritario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario