jueves, 22 de agosto de 2013

Un mundo de fantasía demasiado caro / por Julio Bárbaro




Somos testigos mudos de una guerra entre los medios del Estado y los privados. Un gobierno que llegó al poder y creció en prestigio sin necesitar oficialismos rentados giró 180 grados cuando comenzó a percibir las dificultades de su relación con la sociedad. Así, en lugar de asumir la autocrítica, prefirió echarle la culpa al mensajero y, bajo la supuesta voluntad de ampliar los actores de la comunicación, hizo que su mayoría parlamentaria votase una ley que impuso el avance de los medios oficialistas en todas las áreas. Un camino seguro para el error: canalizar una enorme masa de recursos hacia los medios propios y aliados, de manera tal que los críticos quedasen obligados a un debate con el ejército de leales pagos. Alguna vez en el futuro podremos tener una idea de las sumas de dinero que se gastaron en semejante engendro, e imaginar -por ejemplo- cuántas viviendas populares se podrían haber construido si no se hubiera decidido gastar esos fondos en voces de dudosa utilidad pública.
La creencia oficial parte de simplificaciones de dudoso tino: el veredicto de que todo lo que sobrevivió a la dictadura la integró, la teoría según la cual los medios privados imponen su ideología a la sociedad, la convicción de que los argentinos carecemos de capacidad crítica para opinar libremente.
Este absurdo se agiganta cuando el Gobierno se arroga el rótulo de peronista, cuando el movimiento que fundó Juan Domingo Perón nunca necesitó de una ley de medios para llegar o sostenerse en el poder. Sólo una inocente expresión del inconsciente puede permitirle al Gobierno esa usurpación de la historia de una fuerza ajena, a la que en realidad cuestiona, para hablar desde el eterno fracaso de las minorías que se creían lúcidas, pero jamás emergieron de las aguas de la derrota. Nunca esta sociedad se dejó llevar de las narices por nadie. Como todo en el capitalismo, los medios también tienden a la concentración y el Estado debe cumplir el papel de impedirlo o al menos de limitarlo con normas. Pero nunca pude involucrarse en el terreno de la comunicación como un simple competidor más. Y menos aún -como el gobierno actual- crear otra concentración exagerada. Ésta, al servicio del oficialismo, combina el control directo de los medios oficiales y el indirecto, por medio de empresarios subvencionados que no son sino sectores ligados al fracaso en el mundo privado, que se acercan al Estado para obtener de él, sin más trámites, los recursos que el resto consigue en la contienda por la audiencia.
Así se forja un mundo de fantasía que deriva recursos ilimitados al servicio de causas discutibles e inventa que el éxito privado encarna una traición a la pretendida ideología de la lealtad a un modelo que parasitan. Una figura que se autodenomina periodista -sólo porque escribe a pedido o se planta frente a un micrófono o a una cámara a repetir un discurso vacío para conformar a una audiencia casi inexistente- recibe fortunas del erario y sale a confrontar con otros que imponen su éxito de público y su prestigio social por sus propios valores. Estos subvencionados con fortunas públicas, como pierden en la guerra de las audiencias, se refugian de sus papelones en fanatismos inventados y animadversiones que, al no poder justificar, reemplazan por sentimientos como el odio. Este invento del oficialista rentado, además, sale caro: no se llena con poco los bolsillos personales de estos obsecuentes profesionales.
¡Qué interesante resulta observar que este esperpento, decidido a convertir en sostén ideológico una mezcla de resentimiento y fuertes ingresos, es el mismo que surgió ayer fruto de un triunfo democrático! Se vuelve difícil -si no imposible- hallarle sentido a esta convocatoria de minorías selectas por parte de un gobierno que supo obtener mayorías electorales.
Por haber sido parte de este proyecto, siento que sé dos cosas: la primera, que logró su éxito cuando obtuvo el consenso de los medios libres; la segunda, que inició su decadencia en el mismo momento en que canalizó los recursos públicos hacia la construcción de este tedioso universo de medios oficialistas, estatales o con disfraz de privados. Hemos podido mensurar el alejamiento de la audiencia de un medio en el momento mismo en que lo adquiere el imperio oficialista. Hemos acumulado ejemplos de medios inventados que, carentes de público, sólo se explican por los salarios y las ganancias que generan al privado en connivencia con Balcarce 50. Los fondos públicos se transforman en ganancias privadas, mientras muchos de los que pregonan la buena nueva de cuánto disminuyó el número de pobres según el Indec se terminan volviendo ricos.
El Estado ha apelado al resentimiento de los fracasados y a la codicia de los que nada tienen que perder: así gasta fortunas en la construcción de un presunto relato que otorga virtudes a una realidad que no las tiene tan a la vista. La dimensión de lo invertido alcanza tal magnitud que no resulta exagerado pensar que, de haberlo canalizado en la obra pública, habría gestado el anhelado triunfo electoral que los aplaudidores alejan.
El gobierno que venga deberá desarmar un complejo mundo de injusticias mediáticas. Acaso tengamos que agradecerle a esta vocinglería oficialista a sueldo que nos haya dado un empujón para terminar de rechazar al autoritarismo. El oficialismo logró un resultado electoral que ronda la mitad de los votos obtenidos en el sufragio anterior. Sus medios y sus pseudo pensadores realizan un esfuerzo denodado para explicar que el poder es eterno y la derrota dudosa y pasajera... sólo el autoritarismo puede figurarse que, si algo no le pertenece, ocupa el espacio del mal. Esa es la mirada que, en esencia, proyectan los medios oficialistas.
La Presidenta se sigue expresando como dueña única de la verdad. Más lo hace y más claro queda que los opositores ocupamos el amplio espacio de la democracia que urge recuperar: aquel en el que caben todos los que tienen o necesitan otras miradas, todos los que piensan de modo diferente.
Y cuando la Presidenta o sus sometidos expresan que la oposición se sostiene por la aplicación limitada de su ley de medios, nos dejan la idea de que para ellos sólo el mensaje presidencial y el discurso que le hace eco cuentan con el derecho a ser transmitidos. Mientras ellos sueñan que, de haberse impuesto la normativa en su totalidad, al Gobierno le habrían llovido los votos hasta la mayoría absoluta, otros creemos en el pueblo y sabemos que la democracia es una conciencia que los medios no pueden modificar, mucho menos cuando a demasiados los concentra un poder autoritario.

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